“Si Dios hubiese nacido aquí, aquí en el litoral, sentiría hervir la sangre al sonido del tambor, bailaría currulao con marimba y guasá, tomaría biche en la fiesta patronal, sentiría en carne propia la falta de equidad por ser negro, por ser pobre, y por ser del litoral”.
Fragmento del poema "De dónde vengo", de Mary Grueso Romero
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Maestra, poeta, escritora, narradora oral y gestora cultural. Mujer. Mujer afro. Setenta y ocho años. Cuando le preguntan, Mary Grueso dice que se dedica a recorrer el mundo. Utilizó la literatura como puente para llegar con más facilidad a sus estudiantes. Al notar que el Ministerio de Educación no los tenía en cuenta dentro del currículo oficial, comenzó a escribir cuentos infantiles donde los niños negros (sus alumnos, en realidad) eran los protagonistas y, en 2010, la declararon la mejor maestra.
Los cuentos que escuchaba en su época escolar eran los de Caperucita Roja, Blancanieves y los siete enanitos y, por supuesto, los de Rafael Pombo: “Todos esos. El del muchacho que andaba pescando en un balde y nunca cogía nada, el del Gato Bandido y el de la señora esa que tenía de todo en la casa y no tenía qué comer, ¡imagínese usted!”, dijo.
Su padre contaba cuentos. A su madre le gustaba la poesía; mientras hacía los oficios en casa, declamaba versos de José Asunción Silva. Su profesor en el bachillerato, el poeta Lucho Ledezma, los incentivaba a amar la poesía. Cada período debían aprenderse dos o cuatro poemas. Entonces, a fuerza de repetición y memoria, la poesía dejó de ser un texto ajeno y se convirtió en una forma de recorrer el mundo.
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Nunca he atravesado un duelo que se asemeje al de perder al amor de mi vida. Por eso, cuando Mary Grueso, al otro lado de la línea, me contó que la escritura era producto de la añoranza que la perseguía luego de perder a su esposo fallecido, pensé en esa frase de Paula, mi libro favorito de Isabel Allende: “¿Para qué estas páginas que tal vez nunca leas? Mi vida se hace al contarla y mi memoria se fija con la escritura; lo que no pongo en palabras sobre papel, lo borra el tiempo”. Hace más de 30 años, un cáncer de páncreas hizo que ella y sus dos hijos lo despidieran para siempre.
Dijo que nos acostumbramos a las cosas, que no entendemos lo importantes que pueden llegar a ser hasta que la vida, implacable, nos anuncia que ni la reciprocidad del amor logra retener. “Pequeños detalles que endulzan el alma”, como diría ella. Cuando se iban a dormir, su esposo curvaba el brazo y acomodaba la cabeza de Grueso en el regazo para que durmiera. Con el paso del tiempo, al no encontrarlo, la cama parecía fabricada con desmedida: “Era una angustia increíble. Era el lugar donde más falta me hacía. Me levantaba de la cama y empezaba a dar vueltas por toda la casa y a recordarlo. Así empecé a escribir poesía”. La escritura le brotó del duelo.
Por esos días, sus compañeras de clase fueron a su casa a hacer un trabajo —para entonces, Grueso estaba estudiando una carrera, pero ya era maestra—. Mientras trabajaban, arrugó un papel que fue a dar a la basura. “¿Qué es eso?”, le preguntaron. “Un poema que hice, pero no me gustó”. Lo sacaron de la basura, lo leyeron y le reclamaron por desecharlo. “Desde ahí, aunque el poema no me guste, no lo boto”, contó.
Todos los poemas estaban relacionados con su esposo. Pasaron cuatro o cinco años en los que cada cosa que escribía tenía que ver con él. “Entonces me puse a pensar: ‘¿Qué hago con sufrir cuando él de allá no va a regresar?’ No quería seguir sufriendo”. En el intento, descubrió que la escritura había dejado de ser algo ignoto, y comenzó a crear historias y poemas sobre su gente, su barrio y los rostros que le recordaban al Pacífico.
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Gracias a Grueso, descubrí que existe un recurso literario: la jitanjáfora. Cuando lo nombró, no supe a qué se refería. Lo notó, o lo adivinó quizá, y me explicó que es una figura muy usada por los afros en la escritura. Tiene sonido, ritmo, musicalidad, pero no un significado real: “Esa es una de las maneras de introducir a la Academia términos que no son los usuales”, dijo. Empezó a cantarme. Fragmentos breves, sin sentido aparente, palabras sueltas que no lograba entender, pero que se quedaban flotando en la llamada. Más que comprenderlas, había que sentirlas, dijo ella. “Uno nunca olvida que la mamá lo arrulló en el regazo y le cantó. Eso no se puede perder. La gente cree que no, pero eso también es español”.
Entre risas, Grueso continuó contando que, para ella, proponer a alguien para la Academia Colombiana de la Lengua, en un comité, le suena a algo tan importante como unas elecciones políticas. “Proponen el nombre y dicen el porqué, qué es lo que uno ha hecho y lo ‘lanzan’”. Entonces votaron por ella. Entre quienes la respaldaron estaban Daniel Samper Pizano, Alfredo Ocampo Zamorano y otros que la conocían y la habían escuchado. “Fue un grupo de personas que pensaron que sería bueno abrirle un espacio, darle apertura a la gente negra para que entrara en ese círculo tan cerrado”.
Siguiendo con el nombramiento dijo que, primero, va a observar. Y que luego aportará esa forma de ser, de hablar, de escribir: “Lo que pasa es que nosotros tenemos un arsenal de palabras, de costumbres, de creencias que no son conocidas porque la gente les hace un apartheid: ‘Eso lo hacen los negros, eso para qué’”.
Su ingreso a la Academia Colombiana de la Lengua no es solo un reconocimiento individual y lo explica desde lo más cotidiano: para ellos, a veces, la “d”, la “s” o la “r” suelen omitirse. Letras que, en otros contextos, vuelven grave una palabra, aquí la hacen aguda. No dicen “Navidad”, sino “Navidá”. Cada territorio aporta desde lo que es, desde su cadencia. “Yo no necesito que me diga que usted es bogotana; apenas me habló y yo ya sabía”. Por eso su presencia en la Academia busca abrir espacio a esas variaciones, no para corregirlas, sino para reconocerlas: “Vamos a ver cuáles de nuestras formas dialectales podemos insertar, dando la explicación de lo que significa. No es un español arcaico, es que, por el desuso y el desconocimiento, se pierde”. Es un logro colectivo: para las mujeres, para las mujeres afros y para la lengua misma. Para ese español que no se habla de una sola forma, que se construye desde muchos márgenes, y que está vivo. Antes de despedirse, Grueso me dijo que no lo olvidara: que la piel es solo la envoltura.