Desde su nacimiento, tal vez Mary Shelley estaba destinada a escribir terror y ser una de las más grandes exponentes del género. No todos los escritores tienen de padres al filósofo William Godwin y a la feminista Mary Wollstonecraft, y mucho menos aprenden a leer sobre la lápida de su madre.
Si bien Mary Wollstonecraft murió cuando su hija apenas tenía memoria, durante años sintió que aún estaba ahí, en alguna parte, abrazándola mientras su padre le enseñaba sobre literatura y política en el cementerio. Asimismo, la familia tenía una pequeña librería y Mary acostumbraba devorar libros en sus ratos libres, aunque la escritura no se le daba tan bien. “Encuentra tu propia voz, no copies a otros”, solía decirle su padre.
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En 1814, apareció la persona que le ayudaría a encontrar aquella voz: Percy Bysshe Shelley, el heredero de la aristocracia de Sussex, descendiente del conde de Arundel, autor de la novela gótica Zastrozzi; poeta, pensador, político, anarquista y acérrimo seguidor de William Godwin. La llegada de Percy Shelley a la casa de Mary, como estudiante de William Godwin, fue el primer desestabilizante que una niña necesitaba para dejar de aferrarse a los brazos de su madre. Poco tiempo después, Percy y Mary escapaban, a pesar de que Percy estuviera casado.
Fue un amor aplastante, fugaz, tormentoso y hermoso, todo al mismo tiempo, como suelen ser este tipo de amores. Se mudaron a Suiza, se escabulleron de los acreedores de Percy, volvieron a Inglaterra, se ahogaron en deudas y Mary perdió a su primer hijo antes de dar a luz.
La espiral emocional en la que de pronto se encontró Mary empezó entonces a estrangularla. Los poemas de Percy le supieron a mentira, los sueños que alguna vez entretuvo se tornaron en pesadillas y quiso enmendar la relación con su padre. En medio de esta desolación, en 1816, Percy la convenció de pasar un verano en la mansión del poeta romántico Lord Byron. Percy creyó que viajar a Ginebra era la perfecta ocasión para volverle a sacar una sonrisa a su pareja. Se equivocaba.
En pleno verano, cayó una tormenta de aquellas que ocurren una vez cada juicio final. Las dieciséis horas de luz solar se redujeron a la nada y tanta oscuridad abrazando la luz fue la excusa perfecta para que Lord Byron retara a sus invitados a ser parte de un macabro juego: el que escribiera el mejor relato de terror, ganaría.
Comenzar a escribir Frankenstein o el moderno Prometeo” fue tarea fácil para Mary Shelley. “Encuentra tu propia voz, no copies a otros”, resonaba la voz de su padre como un eco, y Mary expulsó la espiral que llevaba dentro, tan tormentosa como la lluvia que la acompañaba. Un amor fugaz, una incomprensión eterna, una pérdida profunda, una esperanza vana. El alma de Mary parecía conformarse de partes de cuerpos diferentes que se fusionaban en una amalgama monstruosa, y eso fue lo que precisamente creó: un trasunto de su alma, conformado por partes de distintos cuerpos, tan disímiles como el vértigo de emociones que sufriría a lo largo de la novela. El Monstruo de Frankenstein es Mary Shelley tal cual como se veía en el momento: dualidad pura.
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Primero, más allá de la piel viscosa, los miembros desproporcionados y su anormal altura, el Monstruo es una criatura abandonada. Este niño no quería más que aprobación paternal, tal como Mary, y es el rechazo de Víctor Frankenstein, su padre, lo que termina oscureciendo el alma del Monstruo, si es que tenía. La dicotomía entre lo que el Monstruo quería ser y lo que su creador y la sociedad querían que fuera es lo que terminó construyendo su personalidad dual. Por un lado, el Monstruo soñaba con integrarse a los humanos; soñaba con que, algún día, su sensibilidad, inteligencia y buen corazón les permitiría a los demás observar más allá de sus muchas deformidades y amarlo. Es por esto que, en muchas ocasiones, la criatura demuestra tener más sensibilidad y compasión que su creador. Sin embargo, por otro lado, la criatura también demuestra una capacidad indescriptible e inhumana de rabia y vileza pues, por mucho que se esfuerce, la sociedad lo rechaza una y otra vez. El alma virgen del Monstruo, progresivamente, se va amargando, se va oscureciendo, se va tornando en soledad. “Y cuando me convencí de que era el monstruo que soy, me acometió un profundo sentimiento de pena y mortificación”, concluye el Monstruo, y también concluye Mary Shelley. En el fondo, todo ser humano esconde un Monstruo quien, al mismo tiempo, es su hijo, como bien nos recuerda Frankenstein con aquella criatura que creó.
En aquel verano de 1816, Mary Shelley no escribió una historia de fantasmas más, sino una historia tan llena de compasión, tristeza y desolación que resultó terrorífica. “Encuentra una voz, no copies a los demás”. La encontró, Mary la encontró y, por esta razón, Frankenstein o el moderno Prometeo es una de las novelas más importantes de la literatura de terror. El horror no es temor puro e irracional, también es catarsis, y Mary lo entendió y sufrió profundamente.