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Maternidad (Cuentos de sábado en la tarde)

La escritora bogotana nos regala hoy una voz masculina que reflexiona sobre la condición humana entre la vida y la muerte.

Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador
25 de julio de 2020 - 05:25 p. m.
"Luego entró al agua caminando de espaldas. Nunca la vería de cerca, fuera de mis sueños, y por eso ya no sé qué tanto me he inventado y qué tanto esa mujer se grabó intacta en mis recuerdos".
"Luego entró al agua caminando de espaldas. Nunca la vería de cerca, fuera de mis sueños, y por eso ya no sé qué tanto me he inventado y qué tanto esa mujer se grabó intacta en mis recuerdos".
Foto: Archivo

Vi su cuerpo desnudo antes que su rostro. Cuando me asomé a la ventana, con ese ánimo renovado que nos trae saber que vamos a ver el mar, me encontré con esa imagen. Una mujer de piel muy blanca, desnuda, quitándose lo que luego vi que era un camisón de flores rosadas. La mujer tenía el camisón enroscado en la cabeza mientras lo sacaba y por eso, vi sus senos durante unos segundos antes de que apareciera su cara. Eran unos senos medianos, firmes y de pezones extensos, de esos que no tienen punta definida y que a mí me produjeron una sensación de voluptuosidad inesperada. El sol aún no había despuntado y la luz que le antecede le daba al paisaje una textura grisácea que no la cubría a ella que más bien parecía tener luz propia. Lanzó el camisón a la arena blanquísima de esas playas donde solíamos veranear con mi familia. Ahí si vi su rostro. Luego entró al agua caminando de espaldas. Nunca la vería de cerca, fuera de mis sueños, y por eso ya no sé qué tanto me he inventado y qué tanto esa mujer se grabó intacta en mis recuerdos. Cuando la primera ola alcanzó sus pies se estremeció, pero no se detuvo, siguió caminando de espaldas hasta que las olas le llegaron a la cintura, entonces como un pez que regresa al agua se volteó y empezó a nadar. Como el agua de esas playas en ese entonces era transparente, tanto que desde la habitación donde solía quedarme alcanzaba a ver los peces que nadaban cerca de la orilla, pude ver todos los movimientos que ella hizo. La agilidad con que se movía me causó una impresión excitante.

Tuve miedo de imaginarme el momento en que me la encontrara por el pueblo. ¿Cómo podría saludar a una mujer tan bella? Todo lo grabé en mis ojos. Las manos que rompían el agua con una dulzura rapaz, sus pies que chapoteaban con destreza y la cintura, esa suerte de onda que se abría entre su espalda y sus nalgas firmes y blancas. No parecía haber usado un vestido de baño nunca en su vida pues no tenía ninguna marca de bronceado en el cuerpo. La miré al inicio con sorpresa y luego con fervor y aunque horas más tarde la angustia y el deseo de volver a verla me harían sentir esa observación como un instante fugaz, mientras la veía sentí que el tiempo se había abierto y que cada segundo se extendía para que yo me deleitara con ese cuerpo supremo. Salió del mar, dio brincos para sacudirse el agua y aún húmeda, se puso el camisón. Me acomodé mejor en la ventana, mejor dicho me escondí para que no me viera, pero fue un gesto innecesario el mío, porque la verdad es que regresó a la casa sin mirar a ningún lado, con la mirada más fija que he visto.

Para ese año mi madre decía que me había convertido en el adolescente más incómodo que hubiese existido. Yo por mi parte me sentía perdido en unas sensaciones que me estaban arrastrando hasta un lugar de soledad y silencio que no me gustaban nada pero que no podía evitar. Esos cambios en mi personalidad, que algunos como mi padre veían como algo normal, eran para mi mamá una desilusión pues yo había sido, de niño, el más extrovertido de todos sus hijos, hablaba con toda la gente y todo parecía una fiesta para mí, y con unos cuantos centímetros más de estatura, me le convertí en un chico taciturno, que pasaba los días encerrado en un cuarto leyendo. Para mí esas lecturas fueron la salvación. Todo a mí alrededor se tiñó de un manto de mentira, de duda y la única solución fue encerrarme, y en especial, lo más abrumador de todo, sentía mucho dolor de esa incapacidad de lidiar con el mundo. Yo quería salir, hacer lo que muchos de mis amigos empezaban a hacer, ir a fiestas, jugar fútbol, pasarse horas en los lugares de juegos electrónicos compitiendo para probar fuerzas e inteligencia. Pero no era posible, la sola idea de salir me llenaba de una angustia que me fue llevando al encierro y me ahogaba de tristeza y de no saber cómo reacomodarme en ese ser que no me gustaba. La vida se tornó en un hueco en el que yo no podía más que caer y caer.

Luego de la visión de la playa bajé a desayunar. Llegué al comedor muy animado pero nadie lo notó. Mi vacío era tan grande que esta emoción al llenarlo no logró salir a flote como para que mi mamá pudiera ver una esperanza conmigo. El comedor de la casa de los tíos era muy grande, y si antes yo sentía que el lugar donde me sentaba era siempre privilegiado, que la comida y todas las miradas pasaban por ahí gracias a mis chistes y mi conversación, ahora sentía que donde me sentara esa gran mesa, como un barco, empezaría a hundirse y en pocos minutos estaríamos todos bajo el agua sin poder respirar. Entonces el temor me hacía volver a la habitación sin terminar de comer y además aguantarme las rabietas de mamá. Sin embargo, esa mañana me sentí más tranquilo y pude, por lo menos, acompañarlos todo el desayuno. Y me quedé quizás porque esperaba saber algo de la mujer a la que acababa de ver. Pero nunca se habló de ella, ni de esa casa, que yo ya sabía que era de un hombre muy rico del pueblo, un buen capo, decían. Por el contrario lo que si no faltó en la conversación fueron los comentarios sobre mí. Que si todavía está tan tímido, que sí lo hace por cansón o porque es normal, que nos va a volver locos. Cada vez que mi mamá empezaba esas conversaciones yo prefería pensar en otras cosas, o irme de la mesa, ese día, pensaba en la chica que acababa de ver en la playa. Pensaba en su agilidad, en su firmeza, en ese pelo castaño que le llegaba hasta la onda de la cintura y lo veía moverse con las ráfagas de viento que pasaron mientras se secaba dando esos pequeños saltos que le movían los senos. Cuando mamá se percató de que estaban hablando de mí y yo seguía allí sentado dijo que hoy por lo menos no me había puesto bravo y cambiaron de tema. Yo seguía en mis pensamientos, viendo crecer una ansiedad desconocida.

Terminó el desayuno y regresé a la habitación. En la mesa de noche tenía los cinco libros que había traído para la temporada. J.K. Rowling, Hemingway, Navokov, Verne y J.R. Tolkien, pero, aunque cogí un libro y me acomodé en la cama, no pude leer de la ansiedad que estaba sintiendo. Mis dos hermanos mayores entraron, se cambiaron para irse al mar y como ya era normal evitaron hablar conmigo. En la casa de los tíos siempre había alguien que podía cuidarme, las empleadas, los cuidanderos, de manera que mis papás no me obligaban a salir con ellos. Esa mañana, una vez me vi solo, el corazón me empezó a latir. Yo sabía que desde mi ventana la casa de al lado se veía bastante bien y esperaba que al asomarme ella estuviera por ahí, jugando con los perros, conversando con alguien o asoleándose. Di los pesados pasos que me llevaron a la ventana y me asomé. En efecto ahí estaba, sentada en el balcón, balanceándose en una mecedora de madera grandísima que la hacía ver como una niña chiquita. Mi alegría era desbordante y lo fue por unos minutos hasta que empecé a ver que esa mujer que había visto en la playa iba adquiriendo un tinte de inmutabilidad que rallaba en lo peligroso. Se mecía y se mecía y su belleza ahora me parecía aterradora. Miraba fijamente al horizonte y se mecía con una insistencia tremenda. Entonces vi salir al balcón a una mujer, vestida con delantal blanco impecable que trajo un butaco y se sentó a alimentar a mi bella dama. Ella recibía la comida con desgano unas veces y otras me parecía que le iba a arrancar la cuchara de un mordisco a esa mujer que la miraba con piedad y desprecio, como puede mirar a quien lo tiene todo un ser desposeído que sabe que al otro de nada le sirve tanto tener.

Esa noche me acosté abrumado por mis visiones. La mujer de la playa había pasado el día entero sentada en esa mecedora, con esa mirada que ya no me parecía fija sino perdida, y se había tornado en una anciana catatónica a lo largo del día, tanto que en la noche la mujer del delantal blanco tuvo que levantarla de la silla y entrarla a la habitación como si a la chica se le hubiera olvidado caminar durante el día.

El pueblo estaba en fiestas y yo encerrado en ese cuarto, sin poder leer, viendo como la mujer que en las mañanas salía a nadar como una diosa, en el día se convertía en ese mueble aterrorizante. Por unos días mi rutina fue levantarme temprano para no perderme el momento en que saliera a nadar y luego sentarme a observarla. Bajaba a comer y volvía a subir a la habitación a mirarla. Algunos días, salí a la playa y me metí al mar, entonces intentaba jugar con mis hermanos en el agua, pero nada lograba que yo dejara de pensar en ella. Además me sentía tan ficti, tan falso que nunca logré sentirme bien y por eso terminaba encerrándome en la habitación. Mi mamá se quejaba de mí y mi padre de vez en cuando venía hasta el cuarto a saludarme, a traerme un jugo o a invitarme a ir con ellos a alguno de los muchos paseos que hacían. Yo prefería quedarme en el cuarto, y además que aceptaran dejarme solo era lo único bueno de esos días.

Una tarde oí que la tía le gritaba a mi mamá que si quería acompañarla a la casa de al lado que había llegado la dueña, es decir la esposa del capo y seguro la mamá de la chica de la playa, pensé, y debían saludarla, agregó mi tía con voz más baja. Cuando se encontraron cerca de mi habitación dijo, para no tener problemas con esa gente, tú sabes. Desde que mi tío, el hermano menor de mamá, compró la casa en que veraneábamos hace varios años he visto las dos casas vecinas y la que más me ha gustado de las tres, incluyendo la de los tíos, es la casa con estilo español, de teja de barro roja donde vivía la chica. La casa del otro lado era una especie de chalet suizo que para nada tenía que ver con el paisaje y la de los tíos era una casa blanca, de madera, muy al estilo antillano, con ventanas de postigo y balcones que rodeaban el primer y el segundo piso, que mamá encontraba absolutamente bella y que a mí me parecía un poco insípida. Por el contrario la española tenía jardines de flores colgantes de muchos colores en los balcones de las habitaciones y unas puertas de madera oscura grandes. Se notaba que los techos eran altísimos y eso le daba una imponencia que me encantaba. Mamá aceptó. Las vi cruzar entre los arbustos que separaban las casas y que gracias a ser bajos no me impedían mis observaciones. Me pregunté muchas veces qué querría decir la tía con eso de tener problemas con esa gente, qué gente podía ser esa para que la tía hablara así. Entraron en la casa y desde ese momento no las volví a ver. La chica seguía en el balcón meciéndose, como si nadie nuevo hubiera llegado y en los ratos que había estado observándola no había visto que alguien distinto a la mujer del delantal blanco hubiera entrado hasta allá. Pensé que la dueña era una madre despiadada que evitaba encontrarse con ese engendro que ella misma había parido, como alguna vez me dijo mi madre en medio de una rabieta conmigo.

Esa noche mi papá y el tío llegaron del pueblo con todos los ingredientes para hacer un asado: carnes, mazorcas, plátanos y lo mejor de todo, los chorizos que hace doña Tina, la dueña de la tienda más grande del pueblo. Todos en la casa empezaron a revolotear, prender el fuego, arreglar el kiosco, poner la música, picar, condimentar. Yo no dejaba de pensar en la visita de mamá y la tía a la casa de al lado y me imaginé que en algún momento de la noche hablarían del tema, así que decidí bajar y unirme a los preparativos. Como siempre, en casa de los tíos, se come en grandes mesas, y en los asados no era la excepción. También en el kiosco tenían una mesa para veinte personas que entre todos nosotros y los vecinos del Chalet llenábamos por completo. Una vez más hablaron de muchos temas que yo no lograba ni oír bien, el miedo al naufragio me mantenía a distancia de todos ellos. Pero, cuando ya había perdido la esperanza de que dijeran algo sobre la chica de la playa oí por fin la pregunta anhelada.

—¿Qué tal la visita a los vecinos del otro lado?— dijo mi tío mirando a su vecino presente, el del chalet suizo, con un cierto aire burlón que su vecino le respondió con una sonrisa.

—Bien, la señora está lo más de pulida— dijo la tía y los demás soltaron la carcajada.

—Ya casi no hace juego con las ostentaciones de la casa— agregó mi mamá.

Dijeron muchas cosas más sobre esa familia, sobre sus negocios sucios, su reciente incursión en la política y sobre la manera en que estaba decorada la casa, pero de ella no dijeron nada. Mi primo Carlos estaba sentado a mi lado y con toda prudencia me acerqué y le pregunté por la chica. El me miró y con el tono más burlón posible lanzó un comentario general que más que avergonzarme me hizo pensar que habría sido mejor no haber visto nunca a esa mujer que en sus baños me producía tanta felicidad.

—Este man está preguntando por la chica de los muertos, ya lo hechizó.

Una vez más soltaron la carcajada, y empezaron a contar historias sobre la chica, sobre la madre muerta y sobre la mujer a la que llamaban la dueña y que no era la madre. Después de oír todo lo que dijeron esa noche decidí no observarla más y empecé a salir con mis papás a los paseos y al pueblo. Salir fue un esfuerzo sobrehumano, pero lo hacía porque quedarme viéndola era aún peor para mis miedos. Por las noches cuando me iba a acostar me asomaba a la ventana y solo veía la luz del cuarto todavía encendida. Me la imaginaba acostada en su cama mirando al techo y también pensaba en lo extraño que era el sueño de esa mujer que horas después podía sacarla del letargo para empezar el día como una sirena y terminar a punto de morir. Me dolía mucho no verla, pero después de todo lo que dijeron sobre ella creció en mí la sensación de que ella traía consigo un lastre que me iba a llevar cada vez más hondo en mi silencio y mi tristeza, que por eso me había fijado en ella, aunque no había faltado quien dijera, que una belleza así era difícil de encontrar. Por eso me contenía y me volví a refugiar en las lecturas. Regresamos a Bogotá unos días después y recuerdo el esfuerzo que hice cada mañana antes del regreso, para no levantarme a verla desnudarse y entrar en el agua. Los meses que siguieron no puedo decir que ella se volvió una obsesión pues tenía tanto miedo que preferí no pensar en ella, pero lo que si no podía controlar eran mis sueños. Ella venía y se tomaba mis noches con total facilidad.

De regreso del viaje traje a mis compañeros de curso unos caracoles que habían sido convertidos en llaveros, venían todos en una bolsa cerrada al vacío pero durante muchos días me parecía tan impostado llevarles ese regalo que me demoré en decidirme. El día que por fin los llevé a clase abrí la bolsa y salió un olor nauseabundo. Cerré la maleta y en el recreo tuve que ir a enterrar los caracoles al lado de un árbol. Pero eso no bastó, el olor empezó a invadir el salón y cuando descubrieron que estaba en mi maleta, Camilo, el chacho, empezó a gritar que yo tenía una cuca en la maleta, todos se reían de mí y yo sentí el naufragio crecer como nunca antes. La vergüenza fue tan fuerte que esa noche se me bajaron las defensas y duré en cama una semana con una gripa monumental.

Los sueños iban y venían.

La primera vez que soñé con ella todo era demasiado difuso, lo que si recuerdo fue el despertar. Tenía la respiración agitada y como una película con diálogos atropellados todas las cosas que oí decir sobre ella vinieron a mi mente. La madre murió cuando estaba niña y la chica se fue ensimismando hasta la locura. A su playa llegaban los muertos que bajaban por el río y era ella la que los recogía. Sólo ahí lograba hablar. Entonces yo la veía sacando del pelo esos cadáveres y oía sus gritos pidiendo que alguien se los llevara de su playa.

El sueño se fue volviendo más claro, pero lo tremendo de soñar con ella fue la terrible capacidad de ese sueño de hacer que al despertar me sintiera enamorado de la chica de la playa. Si volver a verla bañarse, desnuda, luminosa me llevaba a la felicidad, sus lastres, los muertos saliendo en la playa, sus fantasmas y su locura me aterrorizaban y habría preferido no haberla visto nunca. En el sueño recorría todo el camino de la carretera principal hasta la playa, pero lo fascinante era la vitalidad con que cada cosa aparecía ante mis ojos. El borde de la carretera principal estaba cubierto por cercas de cemento pintadas de blanco y rojo que le daban una impresión de orden que casi contradecía la alegría de los verdes. Detrás de la cerca estaban aún unas hileras de árboles secos que durante mucho tiempo fueron la cerca viva y que ahora dejaban una sensación de sequedad al espacio. En mi sueño, yo sobrepasaba esa zona árida, y entraba en la carretera destapada, ahí los colores se transformaban. Cada hoja de los árboles brillaba, cada flor lucía su color como si todo fueran reflejos en el agua y yo los viera sumergido, creando un efecto de vivacidad y movimiento muy agradable. Veía árboles inmensos con flores moradas, otros con flores rojas como penachos, otros más bajos de flores amarillas. Hileras de palmas y muchos árboles, con ese follaje que se sube a lo más alto para abrir abajo un espacio de sombra. Miraba hacia arriba y las hojas y las ramas de esos árboles creaban una suerte de mapa de luces y sombras tornasoladas que hacían encantador ese espacio. Por último llegaba al mar y entre la arena y la espuma del agua de las olas aparecía un brillo y luego del agua salía ella. Caminaba hacia mí, arrastrando sobre el agua un cuerpo halado del pelo y me miraba con fijeza. Yo sabía que me estaba mirando. Cuando llegaba muy cerca de mí, como si con el índice hubiera golpeado cenizas, ella desaparecía y todos sus muertos quedaban flotando en el mar justo ahí, frente a mí. Me despertaba sudoroso, sin aliento, pensando lo fatal que había sido haberme asomado a la ventana esa mañana tan temprano. Entonces pensé que había sido un llamado y que su presencia era una señal de que mi estado de ánimo no podría más que empeorar.

Mientras mi adolescencia hacía estragos conmigo, yo soñaba y soñaba con esa mujer y en las vigilias sentía que mi vida entera se podía perder en esos sueños. Porque la chica de la playa me daba una horrible sensación de ser mi cripta, mi perdición. Inventé pensamientos, contaba cosas, me aprendía poemas, recordaba lugares minuciosamente para que las imágenes de los sueños no lograran invadir mi mente. Ella era mi lastre y yo no me quería dejar hundir más. De alguna manera debía salvarme, y así lo hice, aunque aún hoy me cuesta trabajo comprender cómo lo logré si su presencia en mi inconsciente era infalible.

Con los meses los sueños fueron cediendo y yo me fui acostumbrando a mi nueva personalidad. Una tarde los tíos vinieron a visitarnos. En mi casa, esa visita era siempre un acontecimiento y esta vez más porque acababan de mudarse a Bogotá. La guerra había alcanzado límites espeluznantes, más y más muertos, desaparecidos, secuestros, masacres, hasta que el tío decidió que no podían vivir más entre todo aquello y se regresaron a la Capital. Como en nuestra casa no había mesas tan grandes, mamá organizaba la sala de tal manera que todas las mesas de la casa se fueran uniendo para que todos quedáramos sentados y mirándonos a la cara. Era una gran mesa hechiza, pero ella no se preocupaba por ocultar nuestra condición, el que nuestro apartamento fuera más pequeño y no tuviéramos tantos recursos como ellos. Creo que lo que realmente le importaba a mamá era que la sensación de compinchería que se creaba en la playa pudiera mantenerse en nuestra casa. Como la cocina era tan pequeña, mamá preparaba un almuerzo de un solo plato, arroz con pollo, pasta napolitana o lasagna. En esa oportunidad me senté a la mesa pero todo el tiempo me sentí como si los estuviera viendo desde la distancia. Se reían, comentaban viejas historias de los paseos por el mar, se ponían más serios y hablaban de las dificultades en que estaba la región. A mí solo me interesaba la pregunta que me retumbaba en la mente. ¿Por qué yo no podía ser como ellos? ¿Por qué cada vez que me movía en la mesa, o intentaba pedir algo de la comida, que era lo único que me atrevía a decir, me parecía que era un impostor, que mis gestos y mis palabras eran una mentira y me llenaban de vergüenza? Y mientras estaba en mis elucubraciones oí la pregunta de mi padre, que me llegó como un eco y se fue volviendo un abismo para mí.

—¿Pero si la visita algún hombre? La verdad es que tanta belleza no debe ser desaprovechada—dijo y todos se rieron como si estuvieran de acuerdo.

No creo haber tenido ninguna imagen de ella siendo tocada o besada por alguien, ni siquiera creo que su visión haya regresado en ese instante, solo las palabras de mi padre que retumbaban. Tanta belleza no debe ser desaprovechada. En esos días había leído El primer amor de Nabokov, y temí de sólo pensar que mi padre pudiera un día horadarla con sus manos o que quizás, como el padre del protagonista de esa novela, ya habría llegado hasta la piel de esa chica. Todo era absurdo. Ella, el letargo, sus muertos. Aun no puedo entender lo que pasó en ese momento, pero desde ese día una distancia insalvable se abrió entre mi padre y yo.

Durante varios años no volvimos a la playa. Yo salí del colegio y pude hacer una carrera. Me interesé por la biología, ahora estudio bacterias que enferman a los caballos, en un laboratorio de la Universidad Nacional. Con los años me parece que elegí esa profesión como un rezago de mi adolescencia, para poder estar encerrado y salvarme del naufragio del mundo social. Nunca volví a ser el niño extrovertido que mi mamá amaba, pero si logré convertirme en un ser humano que me agradara. Y así, sobreviví a mi adolescencia y al recuerdo abyecto de la mujer y su playa. Tuve varios amores. En el laboratorio conocí a Vanessa y me enamoró de ella la seguridad con que me decía que nadie podría amarme más que ella.

Meses después, cuando nos acabábamos de comprometer con Vanessa, llegó la noticia de que los tíos habían regresado a vivir a la playa y que por fin podríamos volver a veranear en esa casa. Yo hacía mucho tiempo no salía de paseo con mis padres, pero la idea de ir hasta ese lugar me gustó. La verdad es que no lo pensé tanto por la chica de los muertos, a quien ya consideraba que había encontrado su lugar definitivo entre mis pequeños recuerdos felices. La idea me gustó por volver a ver ese paisaje que con los años seguía apareciendo en mis sueños, ya sin la chica y encarnaba algo de lo mejor de mis sensaciones de vitalidad.

Llegamos, como la vez anterior, en medio de la noche. La casa de los tíos apareció con su brillo antillano en pleno. Esta vez tuve la sensación de que la habían vuelto a construir, de lo impecable que se veía. Por el contrario la casa española de los vecinos se veía a punto de caer. Me imaginé que ya nadie habitaba allí, hasta que al dar la vuelta a la esquina del balcón vi una luz en el cuarto que yo suponía que era de ella. De repente, el deseo de ver el paisaje viró hacía el deseo de volver a ver a la chica de los muertos, que yo sentía que ahora no traería lastre alguno. Minutos después mi mamá y mi tía dispusieron las habitaciones y como era de esperarse con sus maneras tan tradicionales, decidieron que Vanessa dormiría en una habitación separada de la mía y además que yo me quedaría donde siempre había dormido con mis hermanos, que a estas alturas uno vivía fuera de Colombia y el otro no había podido organizar para venir al paseo. Vanessa se molestó mucho.

—Es absurdo, nos casamos en dos meses y no nos dejan dormir juntos— dijo.

Esa era una de esas peleas que yo habría dado sin ninguna duda, porque el autoritarismo de mi madre me incomodaba mucho, pero desde que vi la luz de ese cuarto encendida la curiosidad de ver a la chica aumentó y me pareció que no dormir con Vanesa era una gran solución para poder asomarme a mirarla. Así que convencí a mi prometida de que por tan poco tiempo no valía la pena armar lío.

Madrugué tres días y no vi movimiento alguno. Tuve miedo de que la chica hubiese muerto o hubiera perdido para siempre su movilidad. Las noches siguientes le pedí a Vanessa que burláramos los cuidados de mi mamá y se viniera a mi cuarto hasta antes del amanecer. Una mañana, cuando Vanessa se acababa de ir a su habitación, me levanté a buscar un vaso de agua que había dejado en el baño, el calor era insoportable y necesitaba refrescarme. Al regresar a la cama miré hacia la playa y la vi. Entró al agua sin quitarse el camisón, ya sin mucha destreza. Se sumergió unos segundos y salió. Nada de lo que vi guardaba esa sensación de vitalidad infinita que había tenido para mí en esa otra época. Durante ese día volví a verla sentada en el balcón y recibir los alimentos de otra mujer de delantal blanco que la trataba con menos desprecio. La rutina siguió por otros días más. No pude impedir que Vanessa pasara la noche conmigo, pero me aseguraba de que se fuera antes de la hora en que la mujer de los sueños, ahora decaída y mustia, saliera a bañarse. Yo me asomaba a verla solamente en los momentos donde era normal que estuviera en el cuarto, después de que mi novia se fuera a su cuarto, cuando me cambiaba la ropa, o cuando decidía hacer alguna siesta mientras mi prometida se arreglaba antes de salir, no quería que Vanessa se hiciera ninguna pregunta, ni despertar sus celos que por suerte aún no conocía. La vida social de los tíos seguía siendo tan intensa y a Vanessa eso la tenía muy contenta, yo por tanto acompañaba todo lo que planearan y por eso no me quedaba mucho tiempo para mirar a la mujer de los muertos. La tranquilidad de mi novia se había vuelto la prioridad de mi vida, por eso me gustaba complacerla.

Una mañana en que el viento soplaba intensamente y se veía la arena moverse como pequeñas nubes rastreras, vi salir a la mujer y antes de sumergirse dio unos pasos grandes y se agachó a recoger algo en el agua. Todo fue muy rápido. Se quitó el camisón, de espaldas a mí y envolvió lo que había recogido. Su cuerpo tenía ahora más kilos y mucha menos firmeza y se veía opaco. Sin embargo, mantenía esa onda bellísima en la cintura que me hizo estremecer y renovar algo de mis sentimientos de adolescente. No alcancé a ver qué tenía entre los brazos, primero porque el agua de la playa ya no era tan clara como antes y porque salió con una velocidad inusitada abrazando el bulto y desapareció de mi vista. Minutos más tarde la vi en el balcón, sentada en la mecedora con el bulto abrazado y se mecía con tal ternura que me dieron ganas de quedarme mirándola todo el día. Varías veces más, durante la mañana, subí al cuarto para mirarla y todas las veces me pareció que el letargo estaba siendo conjurado por fin por ese algo que tenía en sus brazos.

En el almuerzo salió el tema de los muertos que bajaban a la playa. El tío contó que la violencia había disminuido tanto que ya casi no llegaban cadáveres por estos lados. Yo pensé en ella, en el bulto que había recogido en la mañana, me pregunté qué podría ser. Guardé silencio. Les dije que me sentía muy cansado y me subí a hacer una siesta. Vanessa me siguió para decirme que me veía raro que qué me pasaba, pero por suerte, antes de que tuviera que convencerla de que nada me sucedía, mi tía la llamó para mostrarle cómo preparaba las piñas coladas. Vanessa se olvidó de la conversación conmigo, pues la idea del matrimonio había despertado en ella su ánimo hacendoso y quería aprender cada truco de la cocina que le fuera posible.

Me asomé a la ventana y la vi una vez más, ahora caminaba por el balcón, consintiendo al bulto, metía la mano entre el camisón en el que lo había envuelto y le consentía lo que para mí ya era el rostro de un bebé. Sus pasos parecían una danza. Y sin poder oírla yo sabía que esa mujer, que antes no abría su boca más que para comer, estaba cantándole canciones a ese bulto, que algo de lo que puede ser la vida le había vuelto al cuerpo. Me senté en la cama, desesperado, me agarré la cabeza y me invadió una culpa tremenda por no haber dicho nada durante el almuerzo. Tal vez sí seguían bajando muertos y este bulto podría ser un bebé que alguna madre buscaba con desespero en otro lugar. Ahí sentado pensé también en los muchos muertos que la mujer había recogido en su vida. Volví a la ventana y me paré de cuerpo entero a mirarla. La alegría que embargaba a esa mujer se me fue contagiando. No tuve miedo de ser visto por nadie, no me escondí. Ese gesto frentero me hizo sentir que la adultez me había llegado. Así, olvidé todas mis culpas y mis miedos, no era responsabilidad mía que encontraran lo que ella tenía entre sus brazos. Entonces la vi joven, como si el tiempo se hubiese echado atrás, y me pareció que me miraba desde allá y agradecía mi silencio. En ese momento quise que el tiempo se detuviera, como en esa mañana que la vi bañarse por primera vez, quise quedarme por una eternidad mirándola, que nadie descubriera qué era el bulto que ella acunaba ahora entre sus brazos, que su felicidad no se acabara nunca.

* Alejandra Jaramillo Morales ha publicado las novelas “La ciudad sitiada” (2006), “Acaso la muerte” (2010), “Magnolias para una infiel” (2017) y “Mandala” (2017), obra digital. Libros de cuentos: “Variaciones sobre un tema inasible” (2009), “Sin remitente” (2012) y “Las grietas” (2017), ganador del Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín y nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. “Las lectoras”, su primera novela histórica, será publicada en 2020. Escribió dos novelas para adolescentes con el sello Loqueleo; “Martina y la carta del monje Yukio” (2015) y “El canto del manatí” (2019) y libros de críticacomo “Nación y Melancolía: narrativas de la violencia en Colombia” (2006) y “Disidencias, trece ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX” (2013). Es docente de literatura de la Universidad Nacional de Colombia.

* Aquí puede leer otro cuento de la autora.

Por Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador

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