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Usted empezó a involucrarse con causas sociales desde muy joven, ¿cuál era su visión del mundo en ese momento?
Cuando empecé en el trabajo social —o más bien, cuando me pusieron en él, porque fue algo que sucedió porque mis papás no tenían tiempo para cuidarme, así que me llevaban con ellos a hacerlo— comencé a ver una realidad mucho más dura y vulnerable de lo que era Bogotá en ese momento. Podría decir que fue una visión de la cruda realidad.
¿En qué momento decidió que quería ayudar a solucionar este tema desde la política?
En la YMCA, que era la organización donde yo hacía trabajo social, necesitaban a alguien que los representara en la Asamblea Nacional de Jóvenes por la Paz, durante el período de Pastrana. Yo era voluntario y me encargaba de tareas operativas, como preparar los sándwiches, las camisetas o las antorchas. Les dije: “Si quieren, yo los represento”, y así fue como comencé a vincularme a un espacio donde había muchas organizaciones y jóvenes debatiendo constantemente, aunque en ese momento no entendía muy bien qué estaba pasando. Al año siguiente se lanzaron las elecciones de los concejos locales de juventud y ahí sí decidí ser parte de una plancha y entender cómo funcionaban el distrito y lo público. Fueron, digamos, esos dos momentos los que marcaron el inicio de mi camino político.
¿Cómo es hacer política en un país como Colombia?
Creo que uno tiene que ser muy sensato y, a la vez, debe trabajar mucho en la empatía, en ponerse en el lugar del otro y actuar buscando siempre lo mejor para esa persona. La política, cuando se ejerce con juicio desde el territorio y lo normativo, puede ser una herramienta tremendamente transformadora. Sin embargo, en el día a día a veces resulta agobiante tanta pelea personal que rodea ese mundo.
¿Lo ha desanimado la imagen que tienen los políticos?
Sí. Con mi esposa era muy curioso, porque hasta hace poco, cuando alguien me preguntaba en qué trabajaba o qué hacía, yo respondía que en “temas públicos”. Me avergonzaba mucho decir que era político. Un día ella me dijo: “Hermano, usted es político. Diga que es político. ¿Cuál es el miedo?”. Pero, al principio, me costaba asumirlo. Ahora lo digo abiertamente, aunque a veces siento que uno vive en una ambivalencia constante sobre si seguir o no en lo político.
Si no fuera desde la gestión social, ¿en qué campo le hubiese gustado ejercer?
Creo que sería desde la formación, sin lugar a dudas. Desde lo social y la enseñanza es donde encuentro el espacio más potente para hacer ese ejercicio.
¿Sería profesor?
Me gustaría sobre todo ser una persona que ayude a desenredar los nudos de la vida de la gente o de sus proyectos, alguien más planeador o estratega. Pero sí, profesor o educador también, definitivamente.
En su carrera se ha enfocado en sacar adelante proyectos culturales, ¿qué valor le da a esto en el desarrollo de la sociedad?
Creo que lo es todo. La cultura es una construcción permanente del presente y, a mi modo de ver, la herramienta más transformadora de las acciones y la conducta del ser humano. Permite dejar en pausa la cotidianidad para generar una reflexión profunda sobre lo que nos está pasando. La historia universal muestra que los momentos más coyunturales siempre han estado atravesados por expresiones culturales, porque tienen el gran poder de ser capaces de mover las emociones y los sentidos. Cuando se logra esa conexión entre un concepto cultural y lo que alguien quiere expresar, se vuelve algo tremendamente poderoso, sin lugar a duda.
¿Cómo ha cambiado su percepción de la política en estos 20 años?
Creo que la etapa de la juventud es mucho más idealista. Con el tiempo, a medida que uno adquiere más conocimiento y se da cuenta de que para materializar algo se necesitan procesos más complejos, la política se transforma. Pasa de ser una etapa idealista a una etapa de gestión y procesos. Uno sigue teniendo una visión de país y una causa que quisiera compartir con el colectivo que ha construido, pero con los años también aprende a ser más sensato. Creo que la responsabilidad de la palabra es fundamental para que la gente siga creyendo en el proceso de uno.
En su trabajo, ¿cómo maneja el balance entre el realismo y el idealismo?
Trato de mantener siempre los pies en la tierra y disfrutar el camino. En cualquier proceso o campaña, uno hace lo que puede; y si no se logra, pues no se logra. Hay que ser realista y entender que este es un mundo muy imperfecto, y que quizá seguirá siéndolo. Por ejemplo, cuando era joven pensaba: “Vamos a cambiar esto, vamos a transformar aquello”. Hoy creo que uno puede generar impacto en algunas personas o en ciertos territorios, pero ya no estoy tan seguro de que esos futuros utópicos sean posibles.
Y hay que hacer las paces con eso...
Totalmente. Y eso también ayuda a que uno no se crea todopoderoso, porque esa sensación de poder genera unos abismos enormes entre la conversación cotidiana de la gente y quienes tienen algún tipo de influencia o autoridad. Y eso es lo que pasa hoy en el país con muchos.
En ese sentido, ¿cómo mide el éxito de su trabajo?
Me gusta mucho cuando logro transformar o formar liderazgos, sin importar el lugar. Eso es lo que más me apasiona: ver el potencial de las personas y ayudar a desarrollarlo. Creo que ahí es donde encuentro el verdadero éxito, en poder incluir nuevas cualidades, fortalecer capacidades y potencializar a alguien que esté dispuesto a crecer.