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Sea como sea, en Colombia, la meca del clasismo y de la discriminación social, ahora hay un restaurante que, consciente del estatus social, político y cultural de sus visitantes, tiene en el menú esta joya: menú para escoltas.
El servicio lo ofrece uno de los lugares más apetecidos por los turistas, los poderosos, los nuevos ricos y otras especies afines de nuestra paleta social. Se trata de un plato de valor insignificante, comparado con los demás de la carta, pensado para los trabajadores que se quedan afuera del restaurante a la espera de que su patrón o patrona terminen de consumir platos de categoría superior que deberían llamarse pollo para vicepresidente financiero, o faisán para CEO de metalúrgica, y que no se vaya a quedar por fuera el lomo para senador, no tan corrupto (en referencia al pollo).
Pero no, los otros platos no se han diseñado pensando en el oficio ni en estatus del comensal. Es evidente que se trata de un servicio humanitario del restaurante, que coincide con su clientela en que a esta gente hay que darle de comer algo de su estatus. Por eso la sopita y los frijolitos cultivados en granja de campesino jodido y servido por mesero trasnochado y mal pagado son apenas armónicos con lo que debe estar acostumbrado a comer un escolta.
Cada vez más cohesionados los colombianos en la idea del clasismo, se conoce de casas de familia en las que hay vajilla para la servidumbre y se hace un mercado para la familia y otro para los sirvientes, que incluyen a la empleada y al chofer.
Parece que el pudor se va perdiendo y ahora no solo nos vamos a sentir orgullosos de ser uno de los países más desiguales de la Tierra, sino de tener el clasismo más coherente y ofensivo del mundo.