El Magazín Cultural

Mercedes Barcha, la predestinada

Un perfil de la fallecida esposa de Gabriel García Márquez a partir de testimonios de quienes la conocieron.

Nelson Fredy Padilla / @NelsonFredyPadi o npadilla@elespectador.com
17 de agosto de 2020 - 11:24 p. m.
Mercedes Barcha Pardo nació el 6 de noviembre de 1932 en Magangué, Bolívar, y murió el 15 de agosto de 2020 en Ciudad de México. Aquí con Gabriel García Márquez la última vez que fueron a Aracataca, la tierra del Nobel.
Mercedes Barcha Pardo nació el 6 de noviembre de 1932 en Magangué, Bolívar, y murió el 15 de agosto de 2020 en Ciudad de México. Aquí con Gabriel García Márquez la última vez que fueron a Aracataca, la tierra del Nobel.
Foto: AP - William Fernando Martinez

“Para él ha sido un misterio -productivo- por más de 50 años. Esposa. Musa. Portera. Consorte. Caja de resonancia. Mujer -con mayúscula-”. Así me definió a Mercedes Raquel Barcha Pardo el británico Gerald Martin, autor de la biografía de Gabriel García Márquez Una vida y quien los frecuentó durante 17 años. Según él, Mercedes merece una biografía propia, porque hizo perseverante al escritor y lo mantuvo con los pies en la tierra. “Sabía de dónde venía y le garantizaba, pasara lo que pasara, esa experiencia compartida. A él todo lo sorprendía, a ella no le sorprendía nada. Además, le garantizaba el espacio para escribir”. También le pregunté en 2009: ¿cómo define al Gabo marido de Mercedes? Respondió: ”Un hombre leal”.

Físicamente quien mejor la describió fue el periodista y novelista argentino, nuestro maestro en la Fundación Gabo, Tomás Eloy Martínez. Nunca olvidó cuando en 1967 fue, junto al editor del sello Sudamericana, Francisco Porrúa, al aeropuerto de Buenos Aires a recibir al autor de Cien años de soledad y a su esposa: “Una mujer maravillosa que parecía la reina Nefertiti en versión indígena”. (Recomendamos: García Márquez desde las cenizas, crónica de Nelson Fredy Padilla).

Sí, aún más enigmática por sus rasgos guajiros y por ser nieta de un inmigrante egipcio, la magia que dejó enamorado a Gabriel cuando la conoció en el caribeño pueblo de Sucre. María Luisa Elío, la amiga a la que le dedicaron Cien años de soledad, lo confirmó: “Conoció a Mercedes cuando ella era muy pequeña. Una vez, tendría unos 11 años, estaba en la farmacia de su padre y apareció el Gabo. Y le dijo: ‘Cuando estés más grandecita, me voy a casar contigo. Y en efecto, cuando fue mayor, él insistió: ‘Te vas a casar conmigo porque voy a ser alguien muy importante’”.

Es el poder del pacto de unos muchachitos que creían en los sueños y prometieron amarse en la distancia mientras los astros se alineaban a su favor. José Salgar, eterno jefe de redacción de El Espectador y maestro de periodismo de García Márquez, me contó en este diario que mientras trabajaba en Bogotá “Gabito vivía enamorado de Mercedes y se inventaba planes para ir a hacer reportería a la costa y, de paso, visitarla”.

¿Premonición, predestinación? Sabemos la trascendencia de estas palabras en el realismo mágico. En una entrevista publicada en agosto de 1988, en la revista Número de Buenos Aires, bajo el título “El día que empezó todo”, se lee:

—¿Te imaginabas que Gabo sería tan famoso? (pregunta el escritor Eloy Tizón a Mercedes)

—Claro que sí. Yo vi el momento en que la fama le bajó del cielo. Fue aquella noche de Buenos Aires, en el teatro. Cuando la fama empieza de esa manera, no va a detenerse.

—Te equivocas, dijo el escritor. Empezó mucho antes.

—¿En París, cuando terminaste “El coronel no tiene quien le escriba”?, pregunta Tizón.

—Mucho antes. Yo era famoso ya de bachiller en el colegio de Zipaquirá, o antes todavía, cuando mis abuelos me llevaron de Aracataca a Barranquilla. Fui famoso siempre, desde que nací, sino que yo era el único que lo sabía.

Todo indica que quien realmente lo creía era Mercedes. El Nobel de Literatura lo reconoció en el discurso ante las academias de la lengua española en Cartagena, por la reedición de Cien años de soledad, en 2007: “Lo que podía ser motivo de otro libro mejor, sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo, con nuestros dos hijos, durante ese tiempo en que no gané ningún centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa”.

Ella lo arriesgó todo: “Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años”. Ella defendió el presentimiento: “En los momentos de dificultades mayores, Mercedes hizo sus cuentas astrales y le dijo a su paciente casero, sin el mínimo temblor en la voz: ‘Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses’. ‘Perdone señora -le contestó el propietario, ¿se da cuenta de que entonces será una suma enorme?’. ‘Me doy cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo tendremos todo resuelto, esté tranquilo’”. Y mantuvo el estoicismo hasta principios de agosto de 1966, cuando los dos fueron a la oficina de correos de la Ciudad de México para enviar a Buenos Aires la versión terminada de la novela que les cambió la vida.

Plinio Apuleyo Mendoza escribió en sus memorias de los años de París, que en la pequeña habitación del hotel de Flandre, donde su amigo escribió La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba, “en la pared, clavada con una tachuela, estaba la foto de Mercedes, su novia, la muchacha de ojos rasgados y tranquilos que había conocido en Sucre cuando todavía era casi una niña, a quien ahora llamaba, con algo de misterio, ‘el cocodrilo sagrado’”. También su “golondrina”.

Amor predestinado y bendecido en la iglesia del Perpetuo Socorro, en Barranquilla, el 21 de marzo de 1958, cuando ella estaba lista para acompañarlo hasta el fin del mundo, empezando por Venezuela. Fue ella la que intuyó el 2 de julio de 1961 que la vida de la familia sería en México y no en Estados Unidos, cuando de regreso de Nueva York, una vez pasaron la frontera en bus junto al pequeño Rodrigo y con 300 dólares como capital, se detuvieron a comer algo y ella dijo, según escribió García Márquez en sus notas de prensa: “Bendito sea Dios. Me quedaría aquí para siempre aunque solo fuera para seguir comiendo este arroz”. Y desde entonces hizo todo lo que estuvo a su alcance para dejar atrás la vida triste en un cuarto de hotel en Manhattan mientras García Márquez trabajó como corresponsal de agencia cubana de noticias en Nueva York.

En esos años fue ella la que le prestó atención al cineasta Guillermo Angulo cuando descubrió en la casa de Ciudad de México un “mamotreto” que Gabo tenía medio abandonado bajo el título de La mala hora y le dijo que la novela tenía la calidad para postularlo al premio nacional que patrocinaba en Colombia la petrolera Esso. Según contó el propio escritor en las cartas -aquí publicadas por Nelson Fredy Padilla- a Guillermo Cano, entonces director de El Espectador, Mercedes amarró el paquete con una corbata azul de rayas amarillas y se lo dio a Angulo para que lo presentara en Bogotá. Con los US$3.000 que ganaron sobrevivieron un buen tiempo y compraron carro.

Fue ella la que dio la última palabra para que la catalana Carmen Balcells se convirtiera en la agente literaria de García Márquez. La había impresionado por su convicción para los negocios cuando se enteró cómo en 1962, en medio del machismo reinante, convenció en Nueva York a Roger Klein, de Harper&Row, para editar por mil dólares los cuatro libros que hasta entonces se conocían del colombiano. “Un contrato de mierda”, dijo el escritor, pero Mercedes sabía que era una apuesta de largo plazo. El 7 de julio de 1965 estuvo al tanto de la firma del contrato definitivo para que Carmen representara a García Márquez en todos los idiomas y continentes durante 150 años. Balcells anunció: “Algo mágico va a pasar”. Las dos “mamás grandes” tenían un olfato agudo.

Desde que Gabriel le dedicó a Mercedes el primer libro, dibujándole una rosa y anotándole que era para que se la pusiera en el florero del escritorio, fue ella la que instituyó que en su casa nunca faltarían las flores amarillas. “Me ocurrió estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra. Entonces vuelvo a mirar hacia el florero y descubro la causa: la rosa no está. Pego un grito, me trae la flor y todo empieza a salir bien”. Ella garantizaba el equilibrio y la tranquilidad que él necesitaba. Y él le respondía con el “Para Mercedes, por supuesto”, la dedicatoria a su amada esposa en El amor en los tiempos del cólera.

Ella, tan franca cuando hablaba, les decía a sus pocas amigas que no trabajaba porque no había estudiado. Pero sus múltiples oficios incluían defender de lagartos y chismosos la privacidad de la familia. Entre quienes conocieron a Mercedes estuvo la escritora y traductora Satoko Tamura, que murió este año. Las presentaron en Cuba a raíz de una entrevista que ella le hizo en 1986 a García Márquez y durante 25 años se frecuentaron en Tokio, Ciudad de México, Bogotá y Cartagena, siempre en torno a una buena cena. Me contó que se sentía privilegiada: “Mi empatía con ella llegó a través de la cocina japonesa y fluyó por la dulzura de Mercedes, que aparece una vez te deja pasar por su cortina de hierro”.

En el libro Por los caminos de Cien años de soledad describe a su amiga: “Le encantan las vajillas japonesas de cerámica y de laca, y suele ponerlas a buen resguardo en el ropero de su dormitorio. Mercedes dispone en una fuente la torta casera que han traído Gonzalo, su hijo, y su nieta Emilia. Ya están preparados el sashimi, plato preferido de Gabo, el sunomono, ohitashi y la sopa de miso… Gabo visitó Japón junto a Mercedes, a quien acompañé durante su viaje por Kioto. Y cuando vinieron con ocasión de celebrarse un Festival del Cine Latinoamericano, desde la mañana hasta altas horas de la noche estuve acompañándolos a reuniones oficiales, a visitas turísticas y a ir de compras”.

Junto a Gabriel, Mercedes fue espectadora de primera mano de la historia y, contra su voluntad, protagonista de algunos de sus relatos. Ejemplo: “El Año Nuevo de 1959 era uno de los pocos que Venezuela celebraba sin dictadura en toda su historia. Mercedes y yo, que nos habíamos casado por aquellos meses de júbilo, regresamos a nuestro apartamento del barrio de San Bernardino con las primeras luces del amanecer, y encontramos que el ascensor estaba descompuesto. Subimos los seis pisos a pie con estaciones para descansar en los rellanos, y apenas habíamos entrado en el apartamento cuando nos estremeció la sensación absurda de que se estaba repitiendo un instante que ya habíamos vivido el año anterior: un grito de muchedumbres desaforadas se había alzado de pronto en las calles dormidas, y se desataron las campanadas de las iglesias y las sirenas de las fábricas y las bocinas de los automóviles, y por todas las ventanas salió el torrente de arpas y cuatros y voces entorchadas de los joropos de gloria de las victorias populares. Era como si el tiempo se hubiera vuelto a la inversa y Marcos Pérez Jiménez hubiera sido derribado por segunda vez. Como no teníamos teléfono ni radio, bajamos a zancadas las escaleras preguntándonos asustados qué clase de alcoholes de delirio nos habían dado en la fiesta, y alguien que pasó corriendo en el fulgor de la madrugada nos acabó de aturdir con la última coincidencia increíble: Fulgencio Batista se había fugado de su trono de rapiña con sus cómplices más cercanos y volaba en un avión militar hacia Santo Domingo”.

Cuba se convirtió en otro de los países de su vida y Fidel Castro en uno de sus amigos más entrañables. Según el propio García Márquez, Mercedes era la única mujer capaz de regañar al presidente, que le tenía tanto respeto que les dedicó dos libros a ella y dos a “Gabo”. La llamaba “campeona olímpica de los datos”, porque vivía mejor informada que su esposo. En el periódico Granma Fidel admitió un día que no asistió a un importante evento oficial porque “preferí reunirme con Gabo y su esposa, Mercedes Barcha, que están de visita en Cuba. ¡Qué deseos tenía de intercambiar con ellos para rememorar casi 50 años de sincera amistad! Hablar con García Márquez y Mercedes siempre que venían a Cuba —y era más de una vez al año— se convertía en una receta contra las fuertes tensiones”.

Ella le daba regalos. En ese artículo Fidel Cuenta que le llevó uno “envuelto en papel de atractivos y vivos colores. Contenía pequeños volúmenes un poco mayores pero menos alargados que una tarjeta postal. Cada uno tenía entre 40 y 60 páginas, en letra pequeñita pero legible. Son los discursos pronunciados en Estocolmo, capital de Suecia, por cinco Premios Nobel de Literatura de los otorgados en los últimos 60 años. ‘Para que tengas material de lectura’, me dijo Mercedes al entregármelo”.

Huyéndole a la fama en Latinoamérica, en los años 70 disfrutaron de Europa desde Barcelona destinados para más. Leo en “Fantasmas de carreteras”: “una vez, hace quince años, en que viajaba de Barcelona a Perpiñán con Mercedes y los niños a cien kilómetros por hora, tuve de pronto la inspiración incomprensible de disminuir la velocidad antes de tomar la curva. Los coches que me seguían, como ocurre siempre en esos casos, nos rebasaron. No lo olvidaremos nunca: eran una camioneta blanca, un Volkswagen rojo y un Fiat azul. Recuerdo hasta el cabello rizado y luminoso de la holandesa rozagante que conducía la camioneta. Después de rebasarnos en un orden perfecto, los tres coches se perdieron en la curva, pero volvimos a encontrarlos un instante después los unos encima de los otros, en un montón de chatarra humeante, e incrustados en un camión sin control que encontraron en sentido contrario. El único sobreviviente fue el niño de seis meses del matrimonio holandés”.

En esa época los visitaban personajes como el poeta chileno Pablo Neruda. Una anécdota escrita por García Márquez evidencia el espíritu documental de su esposa: “Mercedes, mi mujer, que gusta de guardar a sus hijos las dedicatorias de nuestros amigos escritores, me dijo que le iba a pedir su firma a Pablo. ‘¡No seas lagarta!’, le dije y me escondí en el baño. ‘Lagarta no’, respondió Mercedes con mucha dignidad y le pidió el autógrafo a Neruda, que dormía en nuestra cama. Él escribió: ‘A Mercedes, en su cama’. Miró la dedicatoria y dijo: ‘Esto queda como sospechoso’, y agregó: ‘Para Mercedes y Gabo, en su cama’”.

“Doña Mercedes”, la citaba el otro biógrafo de García Márquez, el colombiano Dasso Saldívar, antes de definirla como esencial en la vida y obra del Nobel. “Doña Mercedes”, le decía su amigo el exembajador de Colombia en el Vaticano, Guillermo León Escobar, que luego me contó, y lo publicó en El Espectador, cómo les organizó una visita a la Santa Sede para la Semana Santa de 1999. Él esperaba que la personalidad caribeña del Nobel se impusiera en las veladas de aquellos días, pero la atmósfera religiosa llevó a la señora Barcha, “Meche” la llamaba su esposo, a convertirse en el centro de atención. García Márquez se dedicó, eso sí, a hacer preguntas para su reportaje “El papable”, donde el hilo conductor fue la vida y el poder del cardenal colombiano Darío Castrillón. Escobar me dijo que no le gustó que le dijeran “La Gaba”, como algún funcionario confianzudo diplomático se atrevió a llamarla.

Siendo periodista de la revista Cambio, Eligio García Márquez me contó en 1996 que fue ella y sus corazonadas las que hicieron devolver a la familia a un confinamiento monacal en Ciudad de México luego de que, camino a un fin de semana en Acapulco, García Márquez dijo que le había surgido la estructura definitiva de Cien años de soledad. Ella le contaba a Eligio de sus viajes o cenas memorables, como cuando conocieron en Nueva York al cineasta Woody Allen. “A pesar de la fama que les trajo el Nobel, fue la pareja más feliz del mundo”. Patricia Lara, directora de Cambio y amiga de ellos, la definía no solo como “la cómplice perfecta de Gabo”, sino como “una dama de hierro”. Yo apenas la vi una vez a finales de 1999, cuando el Nobel le compró la empresa a Patricia. Tenía una actitud de matrona silenciosa y un aire decisorio, deduje por el gran respeto que le prodigaba García Márquez.

Los dos salen dichosos en la portada en la que anunciamos el negocio, pues García Márquez quería terminar su vida dirigiendo un medio de comunicación y Mercedes, como siempre, lo respaldaba. A través de él quise entrevistarla una vez y la respuesta fue un no rotundo. Era hermética y no le interesaba figurar. Volví a saber de ella un año después porque Patricia me contó que el maestro no regresaría a la revista. Le diagnosticaron un cáncer linfático y Mercedes le dijo que hasta ahí llegaba su regreso al periodismo y debían concentrarse en el tratamiento que le hicieron en Los Ángeles. Los socios de aquella empresa, desde Mauricio Vargas hasta María Elvira Samper, también mis jefes, fueron testigos de que la señora Mercedes mandaba cuando había que hacerlo.

En los 90 la fama del Nobel era mundial y los amigos incluían al presidente de Estados Unidos Bill Clinton, con quien mantuvieron amistad por 20 años. La última vez que se vieron fue el 17 de mayo de 2013, en Cartagena. Ella fue la encargada de recibirlo y explicarle los efectos del alzhéimer en su amigo (Lea “Vivir para olvidarla”, la crónica de Nelson Fredy Padilla sobre la pérdida de la memoria del Nobel). Aun así, Mercedes y Gabriel disfrutaron juntos de sus últimos años de vida, al son de La diosa coronada o La pollera colorá, hasta que en 2014 el Nobel murió y ella se quedó organizando las cosas antes de que le llegara el turno.

Fue ella, la archivadora, la que pensó en la posteridad y ordenó fotos, cartas, borradores. Una curiosidad: entre los documentos vendidos por la familia al Harry Ransom Center, institución de investigación literaria de la Universidad de Texas, en Austin, está el diploma de bachiller de “Barcha Pardo, Mercedes”, fechado en 1952. Y para que en Colombia no hubiera protestas, donó a la biblioteca del Banco de la República bienes como la última máquina de escribir del novelista y 3.000 libros de la biblioteca personal del Nobel, incluidas traducciones a 43 idiomas.

Lo tenía claro: él es un clásico universal y a ella le bastaba con ser terrenal.

Por Nelson Fredy Padilla / @NelsonFredyPadi o npadilla@elespectador.com

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