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Metiendo al diablo en el infierno

La picante historia del monje que recibió la inesperada visita de una joven llamada Alibech, ansiosa de conocer la mejor forma de servirle a Dios, hace parte de las cien narraciones contadas por siete mujeres y tres hombres durante diez días, cuando la peste azotaba a Europa en el siglo XIV.

Alberto Medina López

24 de septiembre de 2015 - 11:11 p. m.
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Esa arquitectura narrativa pertenece a El Decamerón de Giovanni Boccaccio, una aventura intelectual y erótica que ronda el fin de los tiempos para la Edad Media y la llegada del Renacimiento.

Deslumbrado por su belleza, el monje de la historia le habló de Dios y del diablo, descubrió con ardides que era virgen y no pudo contener un deseo que cada vez se le hacía más visible. La joven preguntó qué era aquello que crecía y el monje no dudó en decirle que era el mismo diablo y que ella poseía el infierno para salvar su alma. “… si tienes piedad de mí y permites que yo en el infierno lo meta, tú me darás grandísimo consuelo y a Dios daremos mucho placer y servicio”.

El relato, contado por Dioneo, uno de los tres hombres del grupo, era escuchado entre risas y sonrojos por las mujeres. Esa es una de las virtudes de El Decamerón: que las mujeres puedan oír ese tipo de cuentos sin dejar de ser honestas.

Aunque al principio le dolió, Alibech, la joven de la historia, empezó a gustar tanto de someter el diablo a su infierno que el monje en su cansancio escuchaba estas palabras: “Rústico, si ya el diablo está castigado y no te importuna, a mí mi infierno no me deja sosegar, de manera que conviene que tú, con tu diablo, mitigues la rabia de mi infierno como yo con mi infierno he mitigado la soberbia de tu diablo”.

Esta y otras once historias recibieron el castigo censor de la Iglesia en el papado de Pío V, pero aún así siguieron circulando en el mundo de las prohibiciones.

Las mujeres, a las que el autor les concedió los mismos derechos que al hombre para los placeres de la vida, cuentan también historias salpicadas de erotismo. Las burlas por amor o por ponerse a salvo de sus maridos, que cuentan en sus narraciones, parten siempre de una justificación. “Lo que a éstos les hacen sus mujeres, sobre todo cuando sus celos son infundados, es cosa bien hecha”.

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Con Boccaccio, las mujeres son de carne y hueso y no ideales, como la Beatriz de Dante; son dueñas de sus impulsos eróticos y de las sensaciones de su piel, y son merecedores, por igual, del goce de las mieles del amor.

Por Alberto Medina López

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