El Magazín Cultural

Mi amable cliente "Ike"

Encuentro con el presidente comprando muñecas y aviones. 32 fitógrafos trepadios en "La Cochinella". "Me morí de la sustal".

Gabriel García MÁrquez, 1955/Ginebra, julio 19 (Por correo aéreo).
23 de marzo de 2011 - 03:39 a. m.

Si usted quiere comprender cómo fue que el presidente Eisenhower compró esta tarde una muñeca y un aeroplano de juguete para sus nietos en un almacén de Ginebra, no tiene sino que hacerse una composición del lugar: imagínese que el hotel del Rhone, donde se hospeda la delegación de los Estados Unidos, está situado en la gobernación de Cundinamarca.  A un lado del hotel se está construyendo el centro comercial del Rhone, en el lugar en donde en Bogotá se construye ahora  el edificio del Banco de la República: hotel Granada. En la construcción del centro del Rhone hay una grúa “Loro parisino” -una gigantesca grúa de brazo metálico- ni un centímetro más grande ni un centímetro más pequeña que la que se utiliza en Bogotá, en el edificio del Banco de la República.

   Ni más ni menos

De acuerdo con esto, frente al hotel del Rhone pasaría la calle quince. Imagínese usted que la Avenida Jiménez de Quesada no ha sido construida y que por allí pasa todavía el río San Francisco. Por donde en  Bogotá pasaba el río San Francisco pasa aquí en Ginebra el río Rhone, una limpia y caudalosa corriente de agua verde con dos puente: uno, por ejemplo, en la carrera octava. El otro, también, por ejemplo, en la carrera séptima. El lago boulevard de cemento que separa la Avenida Jiménez de la calle quince, en Bogotá, también existe en Ginebra. Y aquí también se forman colas, solo que no son colas de pasajeos para los buses, sino silenciosos y pacientes pescadores aficionados, que se pasan el día esperando a que muerda una trucha. Allí, detrás de los pescadores que se apoyan en una larga baranda de tubos oxidados, se construyó una galería provisional de cartón piedra y techos de tejas machihembradas, para acomodar  los almacenes del frente, mientras se termina el edificio. En la acera, como en todas las calles de Ginebra, hay una larga fila de árboles.

   ¿Estamos?

En el primer almacén -y empiece usted a contar desde la carrera séptima hacia la octava- se vende rancho y licores. En el segundo se vende medias y artículos para señoras. En el tercero, artículos para señoras y medias. En el penúltimo, juguetes y artículos para niños. En el último, antigüedades. El penúltimo de los almacenes tiene un anuncio luminoso, cuadrado, hecho con dos vidrios pintados por dentro de amarillo, y un letrero en negro que dice: “Juet voitures d’enfants”. En un rincón del anuncio fue  pintada una cochinilla roja, y siguiendo la curva del lomo de la cochinilla y un letrero casi invisible: “la cochinelle”. Fue en ese almacén donde el señor Eisenhower compró esta tarde una muñeca y un aeroplano de juguete para sus nietos.

 Uno de esos niños lo vio usted hace dos meses en El Espectador, levantándose la manga de la camisa para que le aplicaran la vacuna Salk.

 Las sirenas de la casualidad

Estoy contando estas cosas por casualidad. Se me habían acabado los francos suizos y tuve que ir al hotel por más dólares. Al regreso entre al “Banque Popular Suisse”, en la rue des Etuves, que en la composición del lugar que usted está haciendo podría ser el café Automático de Bogotá. Estaba contando mis francos suizos cuando oí las sirenas. Al principio creí que eran motocicletas. Pero era una máquina de bomberos. Pensé que se estaba incendiando el hotel del Rhone -con toda la delegación norteamericana adentro- y salí disparado. La multitud se precipitaba hacia el mismo lugar. Una estudiante de sueter amarillo, empujada por la multitud, se estrelló contra una flecha indicadora: “Annenci”. Pero por la cara de la muchedumbre supe que no se trataba de ninguna catástrofe. Era que el presidente e los Estados Unidos estaba comprando en “La cochinella”. Una muñeca y un aeroplano para sus nietos.

   Así fue la cosa

Esta mañana el presidente trabajó tres horas. Dictó numerosas cartas, estudió infinidad de problemas y luego descansó en la terraza. Un fotógrafo inglés trató de retratarlo con un teleobjetivo y fue arrestado. Como el protocolo se lo impide -por el único presidente de la República- no pudo asistir al almuerzo de los otros tres grandes, que apenas son jefes de gobierno.

  Después del medio día, el presidente pensó que tenía tiempo de venir hasta el hotel de Rhone, antes de que se iniciara la segunda reunión, a las tres de la tarde. Vino en un “Cadillac” negro, pero no llegó en él hasta el hotel de Rhone. Hizo detener el vehículo en el Quai turrttni- como quien dice: en la “Cigarra”- y siguió andando sobre la suela de sus sencillos zapatos de becerro negros. Vestía un liviano traje gris claro, camisa blanca y corbata azul oscura, y un sombrero color de ratón. Todo muy apropiado para los 30 grados y el sol metálico de este verano ardiente. Caminaba sin apresurarse, con sus trancos largos y marciales. Cuando atravesó el puente, debió sentir un poco de envidia por los melancólicos pescadores urbanos, porque también el presidente es aficionado a la pesca de truchas. A lado y lado del puente, también a pié, entre la multitud indiferente y las jóvenes ciclistas que pasaban cantando, iban sus enormes ágiles guardianes con el pecho abultado por las ametralladoras. Fue al llegar al extremo del puente cuando el presidente levantó la vista -como para mirar la hora en la torre de San Francisco, en Bogotá- y vio en la acera de enfrente un letrero con una flecha indicadora, pintado sobre un pedazo de hojalata,  con letras amarillas:

   “La cochinelle”. Voiturez d’enfants. Juets.

Se revolvió el avispero

Entonces el presidente hizo conversión a la izquierda sin apresurarse. Penetró en la sombra densa y fresca de los árboles y se detuvo en la vitrina del primer almacén: rancho y licores. En ese instante llegó el avispero de los fotógrafos. Se desató una cegadora tempestad de bombillas, sin saber qué pasaba, la gente corrió atraída por los relámpagos, una máquina de bomberos que nada tenía que ver con los fogonazos de las cámaras, pasó como otro relámpago rojo y amarillo. Y en medio de la tempestad, sin preocuparse por los fotógrafos, el presidente seguía caminando parsimoniosamente, con las manos enlazadas por detrás.

    Estuvo casi un minuto frente al almacén de rancho y licores. Pasó de largo por los dos almacenes de medias y artículos para señoras. La esposa del dueño de “La cochinella” Genoveva, una mujer alta, blanca y alta, que está de luto de un primo que murió hace un mes y medio, vio la gente y corrió a ver qué pasaba.

 Pero cuando salió a la puerta fue atropellada por la avalancha de fotógrafos que irrumpió en el almacén, arrastrando los cochecitos convertibles que se exhiben en la acera. Cuando el presidente se detuvo frente a la primera vitrina de “La cochinella”, donde hay una muñeca de 70 centímetros, había no menos de 20 fotógrafos dentro de un almacén atiborrado de cachibaches, y no más grande que una alcoba corriente. Estaban tratando de tomar una fotografía como la que tomó Guillermo Sánchez, de una niña anhelando una muñeca con la nariz aplastada contra la vitrina y que publicó El Espectador en una edición de Navidad.

De cuerpo entero

Dentro de “La cochinella” es imposible que puedan moverse cinco personas al mismo tiempo. Es una construcción provisional, de techo muy bajo, llena de cochecitos, sillas con barbero, bolas de caucho, triciclos y juguetes mecánicos, esparcidos en el salón de entrada y colgados en el techo y en las paredes. Sin embargo, cuando el presidente entró al almacén, había treinta y dos fotógrafos trepados como micos en una selva de juguete. Detrás del mostrador, con la boca abierta, en mangas de camisa y con un par de anteojos para el sol, colgados del cuello con una piola. El pequeño y moreno propietario del almacén, Albert  Barbier, no sabía qué estaba pasando.

“Yo traté de salir a la puerta - ha dicho Albert Barbier- cuando vi la gente corriendo. Pero en ese momento entraron los fotógrafos, y alcancé a darme cuenta de que el presidente Heisenhower estaba en la vitrina. No puede moverme del mostrador porque en un segundo había como 100 fotógrafos adentro”. Y allí se encontraba, perplejo, viendo a los fotógrafos, que seguían entrando como un terremoto,  cuando entró el presidente Eeisenhower y le dijo, en francés:

 -quién es el dueño?

“soy yo- respondió Albert Barbier-. Y entonces el presidente le dio la mano.

 “El mejor día de mi vida”

“Es extremadamente sencillo y amable- ha dicho Albert Barbier para El Espectador -. Ya los periódicos lo habían dicho. Pero es increíble que un presidente sea tan sencillo y amable”. Luego, explicándoles el episodio a los periodistas, Albert Barbier empezó a tratar al presidente Eisenhower confianzudamente, como si fueran viejos amigos: “Ike miró mucha cosas- dijo-. Luego cogió tres muñecas folkloricas: una grisonesa, otra vernoiesa y una vaudoiesa (procedentes de tres cantones de Suiza). Cuando tenía en la mano la muñequita vestida con el traje típico de Vaudois, me pidió que hiciera como si la estuviera mostrando, para que nos retrataran los periodistas”. Y concluye:

    -Nunca en mi vida había tenido un día más agitado.

 Una razón para estar triste

“La cochinelle” se cierra a las seis de la tarde.

Hoy estuvo abierta hasta las nueve, porque Albert Barbier, hablando con los periodistas, se había olvidado de cerrar. Tuve que esperar hasta esa hora para hablar con ese comerciante rico, nacido en Ginebra, que ahora parece pobre porque está metido en una barraca, mientras terminan el edificio del frente.

 Cuando le pregunté qué se le había olvidado decirles a los otros periodistas, dijo sin pensarlos dos veces, y tratando de decirlo en español:

-Que me morí de la susta.

Junto a la puerta, pensativa, estaba su esposa, mirando sombríamente las banderas del hotel del Rhone.

Tenía razón para estar triste: cuando trató de regresar a su almacén se lo impidió la multitud y no vio al presidente.

Por Gabriel García MÁrquez, 1955/Ginebra, julio 19 (Por correo aéreo).

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