Desde las páginas de su diario, escribiendo en su habitación, y entre los pasillos, las salas y los jardines de un psiquiátrico al que fue por su propia cuenta un 23 de diciembre, ella fue desentendiendo la vida para entenderla un poco. Para entenderse. Para dejar de esconderse, como se lo dijo una tarde el psiquiatra que la trataba. Para dejar de esconderse en los otros y justificarse por los otros. Escribió. Se escribió con su propio nombre, Mariángela, y luego, pasados dos años, publicó un libro con lo que había escrito y algo más: Mi Navidad en un psiquiátrico, y lo firmó con su nombre y sus dos primeros apellidos: Mariángela Urbina Castilla. En una sola firma había enunciado tres de los ejes fundamentales de su vida, porque en aquellas tres palabras estaban ella, su padre ausente, sus abuelos, también ausentes, históricamente ausentes, y su madre, “nadie tan poderoso como ella para mostrarme el camino indicado según su criterio, sin tener que forzarme a nada”, como la describió en una de las páginas de su libro.
“También he pensado mucho en J, J me duele”, le confesó en una página a su psiquiatra. “J es un síntoma del problema, no el problema. Hoy se llama J. Mañana se podría llamar K, Q, B”, le respondió el doctor. J, y los posibles K, Q y B, y los anteriores S, T, X y Y, y todas las futuras letras del abecedario eran el cuarto eje de su vida, que como casi todas las vidas, partía, se basaba, dependía, soñaba, lloraba, reía y creía vivir del amor y para el amor. El amor la podía salvar. De lo que fuera, pero salvar. Se lo habían dicho una y mil veces por todos lados. Se lo repetían las compañeras del colegio, los avisos de publicidad, las películas, los libros y los poemas que ella solía recitar de niña. El amor podría hacer que ella rompiera con aquella cadena de fracasos amorosos de su abuela, su bisabuela y su madre. El amor la haría libre, y el amor de un hombre determinado, que en un momento fue J, pero podía ser cualquier otra letra, como le dijo el psiquiatra, podía darle la gran verdad que buscaba.
Con el paso de las hojas, ella fue más Castilla que Mariángela y que Urbina. “La gente dirá que nadie se traumatiza por eso… pero un momento. Mi mamá era la ama y señora de las verdades del mundo. Mi mamá decía que el Niño Dios existía. No era posible que me mintiera. Me dolía el ridículo que había hecho con el resto de los niños. Y lo más importante: me dolía que mi mamá tuviera la capacidad de mentir. Ese día escribí por primera vez en un diario. Escribí sobre mi profunda desilusión con Dios y con mi mamá y aproveché para contar algo que siempre me inquietaba y que tenía que ver con el desenlace de todas las veladas cada 24 de diciembre. Al final de cada noche navideña, sin excepción, yo fallaba. Los 24 me despertaba diciendo ‘hoy me voy a portar bien. Hoy no voy a hacer llorar a mi mamá’. Pero nunca lo lograba. Salía descalza a la calle, o le respondía de alguna manera que le parecía grosera, o me tiraba del resbalador del parque sin fijarme que estaba sucio, o jugaba con la hija de la señora que estaba prohibida, y ella se desmoronaba a pedazos hasta caer estrepitosamente”.
Y fue más J que ella misma. “J, por su lado, era una celebridad. Era el niño con las mejores notas, pero cool, un chico aplicado pero chévere. Bueno con los calendarios matemáticos, bueno con las letras, bueno en la vida real. Su curso todavía era sólo de hombres, la última promoción masculina, y aún así era famoso entre las chicas de los cursos inferiores. Tal vez no era el más guapo del colegio, pero sí el más respetado. Era el genio-amable-respetuoso-responsable que no hacía comentarios sobre las tetas de nadie. Después, cuando la idea nos resultó, era entonces el ‘escritor’-director del periódico escolar, de pelo largo y dientes lindos, y yo era… bueno, la niña que él había escogido para escribir su periódico, pero eso no me salvaba de ser todo lo otro que yo era”. El Urbina se fue perdiendo entre párrafos y párrafos. Apenas era una mención de su madre, “Llámalo”, o un conflicto con ella porque se había quedado en su casa unos cuantos días.
“Es tu papá. No entiendo este reclamo si es tu papá. No es un aparecido”. “Precisamente porque no es un aparecido. Tú te mereces un aparecido. No un tipo que engaña, que nunca ha estado ahí, que no estuvo ni siquiera cuando pariste, que tiene tres hijas de mujeres distintas y se ha encargado de ser irresponsable con todas”. El Urbina se fue perdiendo, sí, aunque estuviera latente a lo largo de su diario-libro, porque ella iba callando todo lo Urbina, muy a pesar de que lo Urbina era el principio de todos sus conflictos, o el amor que había sido o que no había sido. Por amor, su bisabuela y su abuela y su madre habían caído y llorado, aunque no dijeran que era así y se mordieran los labios para no admitirlo. “Por dentro estaban rotas y sólo sus hijas las hemos visto llorar”, escribió casi sobre el final de su libro Mariángela Urbina Castillo. El amor convención, el amor necesidad, el amor dictamen, el amor apariencia y el amor amor las había roto. “Tú tienes que romper la cadena”, le había dicho hasta la saciedad su madre.