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La ilusión se fundía con la angustia, porque los días parecían no pasar, y las horas eran como inmensas rocas que nadie podía mover, y los minutos no existían, y los segundos, si acaso, contaban cuando uno jugaba al boxeo y un imaginario árbitro gritaba Uno, dos, tres, y así, hasta la mitad de la cuenta de la derrota, que luego se transformaba en victoria, y uno, sí, uno, de niño, de fantasía, de sueño, de imposible, uno, se creía Mohamed Alí, y jugaba a ser Mohamed Alí, en parte para que la espera no fuera tan larga, porque todo el día por todos lados, todo el mundo decía que faltaban dos meses, o 45 días, o 30, o 20, para la pelea de Mohamed Alí contra Jerry Quarry. La gente hablaba de aquello, y hacía pronósticos, y apostaba sus pocos pesos a que “Clay” ganaría.
Lo llamaban Clay. Seguían llamándolo Cassius Clay, pues lo habían conocido como Clay durante tantos años, y Alí les sonaba raro, muy raro. No era que dijeran Clay por razones religiosas o racistas. No. Decían Clay porque ese era el apellido que se había fijado en sus mentes, y además, era el apellido original, el “legítimo”, muy a pesar de que tampoco era tan “legítimo”. Clay provenía de Lousville, Kentucky. Sus abuelos, como los de tantos en el sur de los Estados Unidos, habían sido esclavos, o eso murmuraban antes de la pelea contra Quarry, como murmuraban que Clay había estado en la cárcel y que le habían quitado su título del mundo por haberse negado a ir a una guerra lejana en un país más lejano, Vietnam.
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