Ramón Illán Bacca ha rastreado, rigurosamente, la literatura del Caribe, pero él, además de ser un testigo, es un autor. Su obra, más consultada por lo que registró de las producciones ajenas, es una prueba de que su pluma no ha sido suficientemente explorada.
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Para hablar del maestro Ramón Illán Bacca no hay que hacer muchas presentaciones. Basta googlear su nombre para que de inmediato aparezcan infinidad de artículos sobre su persona o sobre las investigaciones que él ha hecho acerca de la literatura de la costa Caribe. Si eso no basta, allí están sus obras que hablan por él. Libros como Maracas en la ópera (1996), Deborah Kruel (1990) y Escribir en Barranquilla (1998) lo convierten en uno de los autores representativos de la narrativa del Caribe colombiano.
Nació en Santa Marta, Magdalena, en 1938. Anduvo por la nadaísta Medellín de los años 60 y por muchos otros lugares de la geografía colombiana, pero ha sido en Barranquilla la ciudad en la cual se ha asentado. Por tanto, decir que Ramón es tan barranquillero como el equipo Júnior o el arroz de lisa no constituye pecado alguno.
De Illán Bacca podemos decir que es muy buen cuentista y un excelente ensayista: un escritor, en todo el sentido del término. Lo anterior bastaría para que su obra se leyera más y con mayor atención, pero desgraciadamente esto no sucede. Sin embargo, cuando se habla de él, o con él, se llega a la conclusión de que su obra es muchísimo más estudiada que leída.
¿A qué se debe? ¿Cuál es el motivo? Sencillo. Bacca, como ningún otro, ha sabido, cual viejo sabueso, rastrear la literatura de la costa Caribe. Por eso no es gratuito que su obra sea tan consultada; pues él constituye un testigo viviente de ese pasado literario que algún día floreció en La Arenosa. Pasado del cual hace parte el afamado Grupo Barranquilla, o la mítica revista Voces.
Con este maestro de las letras caribeñas tengo el placer de hablar con cierta regularidad. A continuación, algunas de esas visitas de Ramón, como yo lo llamo, que he tenido el placer de recibir:
I
Una de las cosas más agradables que me regala el lugar en el cual trabajo es que, algunas veces, y durante uno o dos días a la semana, el escritor barranquillero Ramón Illán Bacca suele pasar por allá. Como generalmente soy yo quien lo atiende, siempre terminamos conversando sobre distintos autores. Hoy, por ejemplo, hablamos específicamente de dos: Marcel Proust y Hernando Téllez. Sobre el primero Ramón me dijo —creo que exageró, porque él es un lector bastante voraz— que había tardado veinte años en leer En busca del tiempo perdido, pero que el indudable esfuerzo había valido la pena. De inmediato me preguntó si había leído algo sobre Proust. Le respondí que sí. He leído el primer tomo y parte del segundo, pero suspendí la lectura porque, a mi juicio, Proust es un autor que se debe leer con calma, ya que su extensa obra abarca muchísimos temas, agregué. Tienes razón, me dijo. Además, Proust, es un autor que podría aburrir fácilmente a un joven como tú, pues su escritura es muy elástica y no es fácil de seguir; y ustedes hoy viven sumidos en la inmediatez, agregó. Al terminar de escucharlo, buscando que me hablara un poco más, le dije que Hernando Téllez, por allá en los años 50, en su columna de El Tiempo, había escrito un texto titulado El genio y el oficio, en el cual hablaba sobre Proust. “¿Has leído sobre eso?”, le pregunté. “Sí, quizá, pero ahora no recuerdo”, me dijo. Luego, durante un momento, se quedó callado, ojeó algunos libros y preguntó uno que otro precio. Después, retomando la conversación, expresó: “Ah... pero también has leído a Téllez”. “Sí, he leído algunos de los cuentos que aparecen en su libro Cenizas para el viento y también algunos de los artículos que publicó en El Tiempo. Entre esos uno que escribió sobre Álvaro Cepeda Samudio”, dije. “Qué bueno, es un autor olvidado”, respondió. Curioso por saber qué pensaba sobre Téllez, le pregunté qué le parecía. Ante eso respondió: “Fue un buen crítico, pero un poco afrancesado, todo lo que no tuviera que ver con Francia lo miraba con bastante recelo”. “Pero la reseña que hizo cuando salió el libro de Álvaro Cepeda Samudio, Todos estábamos a la espera, fue buena”, agregué. “Sí, es cierto. Pero más que la reseña, lo que causó admiración en aquella época fue que él, tan afrancesado como ya te dije, se ocupara de un autor de la costa”, me dijo. Al terminar de hablar me preguntó la hora. “Son las 5:30 p.m.”, respondí. “Es tardísimo, un viejo como yo ya debería estar durmiendo”; expresó esbozando una leve sonrisa y procedió a buscar la salida. Sin embargo, cuando hubo avanzado unos cuantos pasos, se devolvió y preguntó si había algún libro de Sabines. Le dije que sí, y se lo busqué. Me preguntó si era posible abrirlo a ver si tenía el poema Algo sobre la muerte del mayor Sabines. “Si lo tiene, lo compro”, me dijo. Enseguida procedí a abrirle el libro y a entregárselo. Hojeó unas páginas, encontró el poema y despacio me leyó:
“Déjame reposar,
aflojar los músculos del corazón
y poner a dormitar el alma
para poder hablar,
para poder recordar estos días,
los más largos del tiempo...”
“Me lo llevo”, dijo al terminar. “Bueno, ya puedo decir que tuve el placer de que Ramón Illán Bacca me leyera algo”, expresé. “Hombre, no soy Proust”, dijo mientras se reía, nos despedíamos y buscaba, a paso lento, la salida de la librería.
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II
Al verme procedió a darme la mano y expresar el saludo de siempre: “Ilustrísimo, ¿cómo está?”. “Bien, Moncho”, respondí con exceso de confianza. Una vez terminado el saludo, se puso a mirar las mesas de precios bajos. “A ver qué encuentro”, me dijo. Mientras tanto, me dispuse a atender a otros clientes.
A los pocos minutos, al igual que otras veces, me dirigí hacía él con el deseo de picarle la lengua. “Ya está a la venta el primer libro del nieto de García Márquez”, le dije. “Lo leeré cuando ya sea un hombre contrastado”, respondió. “Tiene un peso grande el muchacho, ya que su otro abuelo, Salvador Elizondo, también fue buen escritor”, agregó. Al terminar, se quedó en silencio. Sin embargo, al instante, me preguntó que si por casualidad había algo de un autor que comentaba libros y que tenía por apellido Steiner y que no recordaba el nombre. “¿Será George Steiner?”, dije yo. “Sí, ese mismo”, dijo. Como tengo bien referenciados los autores que me gustan —y Steiner es uno de ellos—, inmediatamente le dije que no. “No hay nada, hombre, ni de Steiner, ni de Ramón Bacca”, nada, respondió mientras reía. A medida que hablábamos íbamos avanzando por los pasillos de la librería. En eso llegamos a la sección de literatura colombiana. Ahí se detuvo y empezó a mirar autores. Tomó un libro de Mario Mendoza y me dijo: “Es buena persona, Mario”. Luego tomó uno de Tomás González mientras agregaba: “Es bueno, hace tiempo leí un libro suyo que me gustó. Lo que no entiendo es por qué hay autores que una vez que publican un buen libro, no les da para el siguiente”, agregó. “Tengo un libro de él en mi casa, si quieres te lo puedo regalar”, dije yo. “¿Y por qué me lo quieres regalar? ¿No te gustan los autores colombianos?”, preguntó inmediatamente. “No, muy poco”, respondí. “De los autores colombianos solo te he leído a ti, a Álvaro Cepeda, al viejo José Félix Fuenmayor, García Márquez, obviamente, Evelio Rosero y ahora leo, por momentos, a Nicolás Gómez Dávila”. “Esas son palabras mayores”, dijo refiriéndose a este último. “He leído más poesía”, agregué. “Es lógico, en este país hay poetas por metro cuadrado”, expresó. “Es más, ahora mismo, aquí, en Barranquilla, hay tantos que no caben”, agregó con picardía para contribuir a mi carcajada. En ese momento llegó una señora preguntando por un libro para su hijo. Nos tocó cortar la conversación. Cuando terminaba de atender a la señora, vi que venía a consultarme nuevamente. “¿Dónde está la sección de filosofía?”, dijo. De una vez lo guié hasta allá. Estando allí, empezó a tomar algunos autores. Primero Nietzsche, después Schopenhauer y luego Platón. Siempre hay que tener algo de Platón, así sea por vanidad, dijo. Recordando una columna de Hernando Téllez, en la que hace referencia a lo tediosa que es la escritura de la mayoría de los filósofos, le dije que este expresaba que el único filósofo que era un gran escritor era Platón. “Es cierto”, dijo él. “Generalmente escriben mal y aburren; siempre rebuscando términos y conceptos, abruman al lector haciéndose ilegibles; Heidegger o Hegel son un ejemplo”, agregó. “No te puedo responder, porque no los he leído y no pienso leerlos. Creo que hay lecturas más importantes”, apunté. “Tienes razón. Si yo volviese a ser joven pasaría muchas lecturas por alto”, expresó. Ante eso, inmediatamente le pregunté: “¿Te arrepientes de haber leído algunos autores, Ramón?”. “Sí. Más que todo colombianos”, dijo. Luego tomó dos libros: uno del historiador italiano Carlo Ginzburg y otro de Wolfram Eilenberger titulado Tiempo de magos. Lo abrió y leyó algunos párrafos, e inmediatamente dijo: “Así me gusta leer la filosofía, que tenga un estilo periodístico, más informativo y menos conceptual”. Seguidamente preguntó el precio. Le respondí. Al escuchar mi respuesta se sintió tentado a llevar el libro, pero terminó desistiendo. Tengo cosas por leer y además las regalías de mis libros no me permiten adquirir otros, dijo entre risas mientras me ponía la mano en el hombro, se despedía y me recordaba que vendría por el libro que le había prometido.
III
“¿Dónde estabas, por qué te habías perdido?”, fue lo primero que preguntó apenas me vio. “Estoy alternando en las dos sedes, Moncho”, respondí. “Algunas veces estoy en la otra librería, por eso hay días que no me ves”, agregué. “Ah... Con razón. Yo muy poco bajo hasta allá, y menos en época de carnavales”, me dijo mientras ojeaba una revista. “¿Cómo te fue con la cirugía?”, le pregunté. “No me pude operar por unos problemas de azúcar que tengo, y ahora al médico se le dio por mandarme otro tratamiento”, dijo. “Sabías que, según algunas revistas médicas, uno se descompone a los ochenta años”, agregó mientras soltaba una leve carcajada. “¿Sí?, no tenía ni idea”, le dije. “Ojalá que contigo esas predicciones fallen”, respondí. “¿Qué andas haciendo que no te vi por Carnaval de las Artes este año?”, le pregunté inmediatamente. “Acabo de terminar una novela a la que le estoy buscando editor. Por cierto, tengo que decirte que no es que me guste del todo, pero considero que está bastante bien. Qué hacemos, no soy Proust”, dijo. “Pero eres Ramón”, respondí mientras él asentía y reíamos. En ese momento me dijo: “Ya que te mencioné a Proust, sabes que hubo una vez en la que un personajillo, uno de esos intelectuales muy sesudos, me rechazó una novela porque, supuestamente, según él, a los personajes les faltaba esa cosa íntima e introspectiva”. “¿Cuál fue el personaje, cuéntame?”, le pregunté. “No te puedo dar nombres, confórmate con saber que todavía vive”, me dijo. “Además, ya eso pasó”, agregó. “Y pensar que precisamente el mundo proustiano parte de un intimismo entre Marcel y una magdalena”, dije yo. “Sí, tienes toda la razón. Por otra parte, cuando a mí me comunicaron eso pensé: ‘Bueno, pero si nosotros los costeños hablamos es de boca para afuera, no de boca para adentro, qué esperaban’. Que le pidan esa introspección a un pastuso, un antioqueño, un bogotano, pero no a un costeño”, expresó, mientras iba mirando uno que otro título en la sección de historia. “Moncho, ahora que hablas de antioqueños, allí te tengo el libro de Tomás González que dije que te regalaría, pero hoy, infortunadamente, no traje la llave del locker; así que ya será la próxima”, dije yo. “No te preocupes, cualquiera de estos días que vuelva a pasar me lo das”.
Continuando la conversación, me dijo: “Ahora que mencionas a Tomás González, te cuento que por allá en el año 87 me ganó un concurso. Yo a ese concurso presenté Deborah Kruel, y él presentó Primero estaba el mar, una novela muy buena”, dijo. “Ganó con justa causa”, agregó. “Aunque creo que ese premio han debido dármelo a mí, sobre todo porque me hubiera impulsado”, expresó entre risas. “Pero bueno, desde la Costa siempre es difícil aspirar a cualquier premio. Para eso hay que estar allá. Tú me entiendes”, me dijo expresando una leve sonrisa. “Sí, entiendo lo que me quieres decir. Y sí, tienes razón, hay que estar allá”, comenté.
Luego nos movimos hacia la sección de biografías. Allí me preguntó que si no había algo de Lampedusa. “No”, respondí. “En la otra librería fue que vi que había un libro sobre él cuyo título es El último gatopardo. El autor, si no me equivoco, es David Gilmour”, agregué. “Lo conozco, es muy bueno”, respondió . “Has leído bastante, Ramón”, repuse. “Sí, siempre. Estos cansados ojos han leído y visto bastante”, agregó. Aprovechando las biografías, y teniendo en cuenta que hacía algunos meses había comprado su libro Escribir en Barranquilla, para ayudar a una amiga en un trabajo sobre Cepeda, le dije: “Tanto han visto tus ojos que varias veces compartiste con ese mito que fue Álvaro Cepeda Samudio”. “¿A qué te refieres con mito?”, me preguntó. “Ah… Porque son tantas las cosas que se dicen de él que ya uno no sabe qué tanto hay de verdad o qué tanto de mentira”, respondí. “Es cierto”, asintió. “Hace un tiempo escribí en un libro que a Cepeda Samudio se le estaba debiendo una buena biografía”, agregó. Siguiendo la conversación, y recordando un pasaje de su libro, le pregunté: “Ramón, ¿por qué esa vez que te lo encontraste a la entrada del teatro Metro le preguntaste qué tenía que ver el cine con la literatura?”. Al escuchar mi pregunta alzó la mirada, como buscando extraer el encuentro de esa memoria atravesada por los años, y me dijo: “¿Y qué respondió él, a ver si es verdad que seguiste leyendo mi libro?”. “Nada, eso respondió”, le dije yo. “Cosas de muchacho”, expresó al escuchar mi respuesta. Nos miramos y reímos conjuntamente. Después, como para no perder la costumbre, y como tantas veces durante la conversación, volvió a preguntar la hora. “Son las 6:00 p.m.”, respondí. “Bueno, creo que tengo que irme”, dijo. “Debo comprar algunas cosas que necesito y tengo que terminar de escribir la columna del periódico”, agregó. “Quieres que te comente algo, y esto es cosa que he venido pensando hace unos meses”. “¿Qué?”, dije. “Creo que voy a dejar de escribir la columna en El Heraldo”. “Hará falta”, respondí. “No hay muchos columnistas que se ocupen de la cuestión literaria aquí en Barranquilla”, agregué. “Claro que sí hay; Joaquín Mattos es uno de ellos, su columna es muy buena”, respondió. “¿No la lees?”, me preguntó. “Sí, Joaquín es amigo”, dije. “Bueno, a él lo puedes leer y de paso le aprendes”, me dijo. “Algo le he aprendido. Ha sido mi profesor”, le respondí. “¿Sí? ¿Dónde?”, preguntó. “Allí en El Heraldo, en la escuela de redacción Olga Emiliani”, expresé. “Bueno, entonces no te preocupes por mi columna, quizás en algún momento tú terminas escribiendo una también”, dijo él. “Ya quisiera yo llegar a escribir como tú, Ramón”, respondí. “No se sabe, no se sabe”, me dijo mientras reía, me colocaba, como de costumbre, la mano en el hombro y se despedía buscando, muy lentamente, como si también se despidiera de los libros, la salida.