“Prohibido fumar” (sic.), decía un letrero pegado en la parte delantera del bus. Ni una letra más, ni una letra menos. Íbamos para María la Baja. Había otros letreros que decían que en el bus había wifi, Bluetooth y tomas eléctricas. También un televisor y una pantalla más pequeña, donde se veían las canciones que iban sonando. “El amor es más grande que yo, y que todas las cosas del mundo, más que el cielo, el sol y la tierra”, cantaba el conductor, que se sabía cada canción que se escuchaba de Rafael Orozco.
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Cuando se recorre una carretera con vallenato de fondo, el viaje cambia: las mismas mulas, los árboles y letreros, parecen más cercanos. Alguien dijo: “Qué viaje tan colombiano”. Todos estuvimos de acuerdo. Y hay confusión: ¿estoy nostálgica o relajada? O estoy muerta del miedo. Porque sé que soy de ahí, de aquí, a pesar de haber nacido unos kilómetros más lejos. Y siento amor, o algo parecido a eso, por lo que representan esas mulas, esos árboles y esos letreros, pero también intuyo que, muy cerca, o en algún lugar parecido a ese, murieron personas a causa de una pelea por esas tierras que ahora me relajan tanto. Alcanzo a sentir culpa por esa sensación, una carga por una complicidad que no entiendo, pero que me atormenta. Comienzo a pensar que nadie debería relajarse ahí después de todo lo que otros han perdido, llorado y sufrido.
Llegamos al Museo de Arte y Memoria de Mampuján, que es blanco. O su estructura y su fachada son blancas. Al entrar, hay una escultura con unas alas de hierro y el mural Mujeres tejedoras de Mampuján. También un texto: “En este lugar hay una historia por contar que iniciaron a escribir nuestros ancestros buscando los caminos de libertad, marcados por hechos en su mayoría de violencia, sacrificios, duras pruebas que con los años hicieron acariciar la resistencia hasta convertirla en tranquilidad y la paz que hoy disfrutamos” (sic.). Así te dan la bienvenida.
En el texto también se menciona que en ese lugar se cumplió una profecía “que les marcó un horizonte plagado de situaciones tan difíciles” que, por momentos, los tentaron a abandonar sus sueños. Que una voz celestial que se manifestó a través de personas e instituciones los fue llevando a tierras fértiles en las que pudieron superar sus duelos. Que son porque lo lograron.
Este museo existe gracias a una sentencia de la Ley de Justicia y Paz que se emitió en 2011. Doce años después, se abrió este recinto. Sus textos en las paredes, sus instrumentos, comidas, tapices, fotografías y cantos reflejan que, a pesar de creer que se tocan los límites del dolor, la vida, generalmente, se impone. Y ellos son testimonio.
No se pueden tomar fotografías con flash ni abrir botellas de agua. No se puede tocar nada y, en algunas partes, no se pueden grabar videos. Alguien preguntó cómo se llamaba un objeto que estaba exhibido y no tenía nombre: “Aquí solo hay obras de arte”, contestó el guía, que también nos contó que la imagen del museo fue realizada por la comunidad y se inspiró en las tejedoras de Mampuján, el cielo azul de diciembre, el verde de los ecosistemas, el amarillo del sol y el azul de los ríos, las represas y ciénagas.
En los Montes de María hay 15 municipios que se dividen entre dos departamentos: Bolívar y Sucre. El museo se ubica en el municipio de María la Baja, corregimiento de Mampuján, y fue diseñado para recordar y contar de dónde viene lo que creen y lo que, además, los convenció de que podían reponerse de lo peor que podría pasarle a una comunidad: su destierro físico y espiritual.
Para la memoria hay, por ejemplo, un tambor: cuando había una reunión o un matrimonio, se tocaba ese “llamador” y, dependiendo del toque, los miembros de la comunidad identificaban para qué debían prepararse: un entierro, una boda, una reunión comunitaria… Y al lado está la hamaca, que antes fungía de cama, pero también como ambulancia: Mampuján está ubicado, desde la carretera troncal, a 4,8 kilómetros de carretera destapada. Hace años y en tiempos de invierno, era intransitable, así que cuando alguien se enfermaba, debían sacarlo cargado en esta tela tejida para darle los primeros auxilios.
Recuerdan el viejo Mampuján, el lugar que habitaban antes de que los amenazaran de muerte para salir: allí, desde la herencia que recibieron de las familias de los cimarrones que poblaron ese territorio, han sostenido las costumbres de sus mayores. Los textos, que en cualquier otro museo son redactados por una curadora o un experto en arte, no hablan de técnicas ni métodos ni justificaciones académicas, sino de “la magia interpretativa de los jóvenes”. En la esperanza, el duelo, las fuerzas sobrenaturales y las montañas basaron esta curaduría.
De ese viejo Mampuján hay fotos y piedras: la expulsión ocurrió el 11 de marzo del año 2000 y hay dos ladrillos exhibidos de esos 134 lotes de vivienda y espacios públicos. Con ellos se recuerdan las edificaciones ruinosas que ahora están invadidas por la vegetación, pero también las volquetas, los camiones y las piernas que sostuvieron a los niños, los animales y los enseres de una vida que tuvieron que suspender.
Los tapices de las tejedoras de Mampuján
Las FARC y las Autodefensas llegaron en los años 90 a los Montes de María, y ahí se encontraron con el ELN y el ERP. Las vidas de los montemarianos se fueron perdiendo bajo la justificación de que, en las guerras, había sangre. Las esposas, madres, hijas y hermanas que iban sobreviviendo a los despojos y las masacres quedaban desorientadas, además de desprotegidas. Parecía que el futuro no mejoraría, sobre todo si había que recorrerlo con la única certeza de que sus seres queridos se habían muerto, y que esas muertes se produjeron en condiciones de absoluta indefensión y con una crueldad indecible: cómo reponerse a la imagen de un ser amado fusilado, violado o decapitado. ¿Por qué a ellos, por qué así? ¿Cómo seguir?
La parte del museo que cuenta la historia de los tapices que comenzaron a tejer estas mujeres se llama “Violencia y tortura”: coser tela sobre tela fue la forma en que este colectivo de mujeres logró sobrevivir al trauma. “No había psicólogos en medio de la guerra, que se le salió de las manos al Estado, pero buscábamos, desesperadamente, una salida”.
Teresa Geiser, una voluntaria norteamericana, llegó para enseñarles estrategias para superar el trauma y reforzar la resiliencia. Las mujeres, que al principio acudieron en masa, comenzaron a desertar. Al ver las ausencias, a una de ellas se le ocurrió aplicar las estrategias, pero con las manos: más práctica, menos teoría.
Al principio, lo intentaron con la técnica del quilt. Evolucionó a algo menos técnico, pero más íntimo: monumentos de tela con las historias que vivieron. Las más difíciles y las más felices. Las de los recuerdos de los asesinatos y despojos, y las de los partidos de fútbol, bailes y paseos.
Tapices y tapices cubren las paredes de este museo. Hay recreaciones de niños, hombres armados y mujeres cocinando. También hay hombres muriendo a pedazos. Y hay otros que, con sus armas y uniformes, los van cercenando. Todo esto, así de gráfico, así de macabro, se cuenta con retazos que, después, casi que se convierten en fotografías. Una suerte de memorias similares a los sueños, de pesadillas de quienes cosieron para sacar, a través de sus manos, el hilo y la aguja, la tragedia.