Detalle de un elemento de la escenografía: el caballo dorado de la ópera “Nabucco”.
Foto: Archivo particular
“Nabucco no tiene un segundo de música que no sea interesante, bella o profundamente emocionante, hasta las lágrimas. Está el momento en que Nabucco, creyéndose superior, dice: ‘Ya no soy más un rey, soy un dios’. Y Dios le recuerda, con un rayo, que solo hay uno. Entonces su hija Abigaille quiere asumir el poder, conquistar al pueblo hebreo y a los países vecinos. Pero Zacarías, la autoridad religiosa, pide a Dios que no permita que sus hijos sean víctimas de promesas falsas.
Finalmente, Nabucco reconoce que debe servir a Jehová. Así recobra...

Por Laura Camila Arévalo Domínguez
Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com
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