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Había hablado de la mujer en la literatura, de sor Juana Inés de la Cruz y de Teresa de Jesús, del misticismo hecho amor y del amor hecho sacrificio. Había nombrado a la Malinche, la azteca que le sirvió de intérprete a Hernán Cortés y empezó a difundir el español, que era castellano, en lo que aún no se llamaba México. Había mencionado las históricas, sangrientas y valientes palabras de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, “no pasarán”, cuando los franquistas sitiaban Madrid y se les iban encima a los republicanos y a ella y parecía que fueran a acabar con el mundo en plenos tiempos de Guerra Civil en España. Acababa de hablar de don Miguel de Unamuno, cuando se enfrentó a los falangistas en la Universidad de Salamanca y les dijo: “Venceréis, pero no convenceréis”.
Había terminado su alocución sobre la universalidad del español, sus citas y sus ejemplos, sus reminiscencias y la historia de cuando Brasil hizo parte de la España de Felipe II, entre 1580 y 1640, cuando miró a lo lejos, dijo “gracias” con su acento portugués, y cerró los ojos para escuchar los aplausos que inundaron el Teatro del Libertador, en la avenida Vélez Sarsfield de Córdoba. Cuando cesó la ovación, se quedó quieta unos segundos, hizo una especie de venia y tomó un bastón. Caminó con él por el escenario y comenzó a bajar las escaleras que la llevaron al pasadizo central que dividía las plateas. Varios asistentes quisieron sostenerla mientras caminaba, pero ella les dijo: “Gracias, muy amables, no se preocupen, ya estoy acostumbrada”.
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El auditorio había quedado impregnado de sus palabras. Algunos buscaban en sus celulares “Nélida Piñón”, mientras otros le tomaban fotos o grababan su lento paso a bastón por el vestíbulo del teatro. De alguna manera, Piñón era un personaje de su propia literatura, uno de aquellos seres hechos de tinta, de carne y de hueso y de dolor e ilusión que vivían y tenían su propia vida, su propia autonomía. Como personaje, apoyaba el bastón en la alfombra roja que habían pisado horas antes los reyes y los presidentes, los académicos y los institucionalizados de la lengua, tal vez para marcar una diferencia con ellos. Para decir, como dijo tantas veces: “Necesitamos personajes como los de antes, míticos, ejemplares, personajes fascinantes que sean ejemplos”.
Aún circulaba en redes sociales y en el voz a voz, o en el chisme a chisme, burla a burla, el yerro del rey Felipe cuando dijo José Luis Borges. “Vuestro José Luis Borges —nuestro, también, por universal— dejó escrito que ‘el idioma no es solo un instrumento de expresión y comunicación sino una tradición y un destino’. A estas tierras pampeanas llegaron a lo largo de los siglos muchos pueblos itinerantes, cada uno con su lengua”. Y aún, algunos periodistas hacían eco del multitudinario operativo policial que habían dispuesto el gobierno argentino y el de la provincia, con varios agentes dentro de los hoteles de los invitados, francotiradores en los techos de los edificios del centro de la ciudad y un extenso sistema de espionaje, según el cual cada ciudadano argentino y cada extranjero podían ser sospechosos.
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Piñón salió del teatro y bajó las escaleras del Libertador, entre sonriente y concentrada en sus pasos, y apenas sintió el aire frío de la tarde, levantó la mirada y vio tras una valla policial a unos cincuenta o sesenta manifestantes que pedían un lugar para las lenguas nativas en los debates de los salones académicos, que exigían un lenguaje de a pie, no de manual, y ondeaban banderas y pancartas con dibujos de diccionarios en forma de ataúd. Hacían parte de un grupo de estudiantes y profesores de la Universidad de Córdoba que organizó un congreso paralelo al de la lengua, “Derechos lingüísticos como derechos humanos”, que se expandió por los centros disidentes de la ciudad, con el propósito, como dijeron, “de aportar al debate de la lengua desde una perspectiva latinoamericana, plural e inclusiva”.
Eran como si fueran habitantes de La república de los sueños que creó Nélida Piñón 35 años antes. Eran su voz, sus consignas, su mirar, pero del otro lado de la calle.