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Nicolino Loche: “Con el pucho entre los labios” (Como de cuento)

Loche hizo del boxeo lo que parecía imposible. Ganaba y fue campeón del mundo sin atacar a sus rivales. Los desgastaba. Los desesperaba. Obtuvo el título del mundo de los Welter en 1968, al vencer a Takeshi Fuji. Lo defendió cuatro veces y lo perdió ante Antonio Cervantes, Kid Pambelé, en 1973. Nació en 1939 en Tunuyán, Argentina, y murió en 2015 en Las Heras.

Fernando Araújo Vélez

07 de enero de 2020 - 05:14 p. m.
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Fue por aquellos viejos tiempos cuando empezaron a contarse sus historias, que con los años fueron leyendas, y más tarde, mitos. Se decía que su madre estaba hastiada de que las profesoras de su hijo, Nicolino, fueran a quejarse de que a la salida de la escuela, todos los días y por cualquier motivo, el muchacho se liara a golpes con sus compañeros. Que a veces era uno, que a veces eran tres. Que no importaba la cantidad. Que ya, incluso, la barriada lo esperaba y apostaba. Que había plata, o algo de plata. Y vino y cigarrillos. Y cerveza. Y que indefectiblemente, su hijo salía airoso, con una sonrisa de pícaro entre sus dientes picados. Y se decía que un día de aquellos de los años 50, la señora de Loche decidió llevarlo a las patadas al gimnasio de un señor al que le habían recomendado, Paco Bermúdez, y que lo dejó ahí, en pleno centro de Mendoza, para que ahí hicieran lo que quisieran con el “purrete”, porque ahí, con hombres en serio, acostumbrados a los golpes y a las puteadas, quizá dejaba la joda de las peleas.

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Pero Nicolino, Nicolino Loche, no dejó la joda. Al revés. Se especializó, y juró una y mil veces, mientras saltaba a la cuerda o se daba trompadas con sus compañeros del gimnasio que iba a ser campeón del mundo. Una tarde se lo insinuó a Bermúdez. “Mire profe que yo lo que quiero es ser campeón del mundo”. El profe lo miró de arriba bajo. Lo midió. Le dijo que lo primero que tenía que hacer era dejar el cigarro. Loche clavó su mirada contra el piso, en silencio, o mejor, en un rabioso silencio. Luego Bermúdez le dijo que lo segundo era que debía entrenar y entrenar durante siete años, sin faltar un solo día, porque el asunto no era solo de técnica, o de condiciones, sino, sobre todo, de darle y darle. De saltar a la cuerda, de pegarle al saco de arena, a la pera. De correr. De subir al ring. De ser sparring, y luego, de pelear contra sparrings. De comer bien. De no tomar. De ser una gran persona. De entender que los rivales eran sólo eso, rivales. No enemigos. De disciplina, desde todos los ángulos de la palabra.

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Loche respondió que sí. Que lo que fuera con tal de ser campeón del mundo, lo que fuera menos de dejar de fumar. Bermúdez le hizo un trato. Que fumara, pero que antes de las peleas, no. Estaba seguro de que el muchacho se iba a quebrar. de que a los seis meses, a los doce, como mucho, iba a mandar el gimnasio y los sacos de arena al demonio. Sin embargo, el muchacho fue todos los días durante los primeros doce meses, y durante los segundos y los terceros. Y cumplió con su promesa. Se hizo fuerte. Cada vez más fuerte. Fuerte sobre el ring, y fuerte en la vida para defender sus convicciones, y con ellas, por ellas, su peculiar manera de boxear, porque le gustaban las peleas, y se aguantaba tener que correr y sudar y las abdominales y las flexiones de lagartija, pero no le gustaba para nada que le pegaran. Y menos, en la cara. Por eso había ido afinando su estilo, trabajando su cintura, sus reflejos, sus piernas, para evitar los golpes. Esa era su prioridad. Jugar a la sombra sobre el cuadrilátero, y como sombra, desgastar a sus contrincantes.

Desde que comenzó a volverse el ídolo de las noches del Luna Park, finales de los 50 y comienzos de los 60, lo llamaron El intocable. Con los años, le dirían Genio, Chaplin, Mago, apodos que poco o que nada tenían que ver con un peleador. Cuando salía de su vestuario, con una bata blanca de ribetes celestes, una toalla colgada al cuello, lanzando golpes a la nada, la multitud lo recibía con una atronadora ovación en la que se mezclaban su nombre y sus múltiples alias. Él alzaba los brazos, brincaba, daba una vuelta sobre sí mismo para saludar a todas las graderías, y se subía a su esquina. Por los parlantes sonaba un tango de Chico Novarro,

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“Y entre las bocinas de la procesión

gritan los canillas "Crónica" y "Razón",

esquivando el pique de un auto lavado

la quinta de clavo quieren enganchar.

Total esta noche, minga de yirar,

si hoy pelea Locche en el Luna Park”.

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Luego, en la medida en que el griterío amainaba, se hacía el tonto y le pedía una copiada de cigarro a quien estuviera fumando en el ring side, que por aquellos tiempos, eran todos. Agradecía, le decía a su benefactor un par de cosas, sonreía y volvía a sus asuntos. Después, entre round y round, según como fuera el combate, volvía a la primera fila de espectadores y le pedía a alguien otro poco de pucho.

Muchos años más tarde, cuando ya había sido campeón del mundo y había recorrido los salones más elegantes de la Argentina, de América y Europa, cuando los tiempos de gloria y de veneración, de amigos y de amores habían pasado y quienes se lo encontraban por la calle lo saludaban casi con lástima, lo oyeron susurrar más de una vez un viejo tango de Francisco Gorrindo que decía, “Con el pucho de la vida apretado entre los labios, la mirada turbia y fría, un poco lento el andar, dobló la esquina del barrio, burda ya de recuerdos, como volcando un veneno, esto se lo oyó cantar: Vieja calle de mi barrio donde he dado el primer paso, vuelvo a vos cansao el mazo en inútil barajar, con una daga en el pecho, con mi sueño hecho pedazos, que se rompió en un abrazo que me diera la verdad. Aprendí todo lo bueno, aprendí todo lo malo, sé del beso que se compra, sé del beso que se da; del amigo que es amigo siempre y cuando le convenga, y sé que con mucha plata, uno vale mucho más”.

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Con un pucho entre lo labios, Loche había aprendido todo lo bueno y todo lo malo y había sabido “del beso que se compra y del beso que se da”, y de los amigos que se iban, y del show que había terminado y de los cientos de personajes que se habían hecho millonarios con él, por él, y de las argucias de los vendedores que para ganar más plata regaban de agua las tribunas para que la gente tuviera que ver sus peleas de pie y así cupieran más. Y más. Y más. Porque con él no había límites. Había creado un estilo aunque no lo hubiera patentado, porque la vida para él, el día a día, el hacer y sumar e inventar y recrear eran más importantes que los registros legales. En 1974, un año después de que hubiera perdido su título del mundo ante Antonio Cervantes, Kid Pambelé, en Maracay, Venezuela, Mohamed Alí peleó con George Foreman en el Zaire y obtuvo su segundo título del mundo al estilo Loche. Aguantando, esquivando, tirándose contra una esquina para dejar que su rival se cansara, hasta que en el octavo asalto vio un espacio, el espacio.

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Entonces dio dos pasos hacia adelante, le envió un gancho largo a Foreman y lo envió a la lona. Alí había sido Nicolino Loche, aunque pocos se atrevieran a decirlo en voz alta. Foreman había sido uno de sus tantos rivales, y había caído, como casi todos ellos (Takeshi Fuji, Ismael Laguna, Barreras Corpas, Leston Carl Morgan), aturdido por le ley de lo imprevisible. Pasados los años, las historias transformadas en leyendas y mitos, y las anécdotas multiplicadas y exageradas, Loche seguía con el pucho entre los labios. Socarrón, desafiante, canchero, como solían decirle en Argentina, más vividor que profesional, más tomador que receptor, callaba cuando le preguntaban y se reía cuando nadie lo esperaba. Era descendiente de españoles e italianos, y había aprendido en la calle y con un interminable pucho entre los labios lo que era la vida. Y así se había atrevido a vivir su vida. A desafiar los manuales. A ir contra la naturaleza de las cosas. “En el terrible circo, Nicolino fue arrojado a los leones. Para sobrevivir, no trató de degollarlos. Y qué cosa, los leones tampoco se lo comieron. Se pusieron a conversar con él”, como escribió Rodolfo Braceli.

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Por Fernando Araújo Vélez

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