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Pero ya en 1878 se había publicado una de sus obras significativas: “Humano demasiado humano”. Ahí habla de muchas cosas, pero en especial de la urgencia de rescatar el espíritu libre, de la necesidad de la autonomía del individuo, del arte como redentora de los males de la existencia, de la metafísica del ser humano.
Nietzsche enseña a pensar, invita a interrogarse. La filosofía, como dice él, es “apología del conocimiento”. No solo es recibir una idea, leer un libro, escuchar una sonata, también es necesaria la involucración del individuo, la capacidad de pensar por sí mismo, la liberación del espíritu dependiente.
“225 Se llama espíritu libre a aquel que piensa de manera distinta a la que se cree de él por causa de su origen, de sus relaciones, de su situación y de su empleo, o por causa de las miras reinantes en los tiempos actuales” (Humano demasiado humano).
No importa si ello implica contradecirse. Cambiar de opinión. Refutarse. No: el espíritu libre se diferencia del fuerte porque conoce más puntos de vista, “y por ello su mano está poco segura”.
El espíritu libre persigue motivos, argumentos, causas: abandona creencias. Erradica convicciones. Y por ello su esencia deviene dolorosa y errante. El espíritu libre es audaz: se sale de lo tradicional, se evade de lo establecido, se escapa de las prisiones sociales. Es dubitativo, y es proclive al sufrimiento y la equivocación. Pero es libre, es libre -a pesar de sí mismo, y de los demás-, es libre.
“318 En el dolor hay tanta sabiduría como en el placer; ambos pertenecen a las fuerzas primordiales que conservan la especie. De no ser así, esta fuerza habría desaparecido hace mucho tiempo; el hecho de que haga daño no constituye un argumento contra él, sino que es su naturaleza” (La gaya ciencia).
Como gran pensador, como buscador incansable de explicaciones que deparaban en interrogantes -o interrogantes que deparaban en explicaciones-, Nietzsche era proclive a la contradicción de sí mismo. Pero lo que algunos podrían sabotear, en él resulta una virtud: la del pensador que no se aferra a ninguna certeza, ni siquiera a las que le han costado sesos. O en su caso: soledad, enfermedad e insania. Exceso de la conciencia a la que muchos le temen.
En un breve apunte sobre el filósofo, Fernando Pessoa dice: “En Nietzsche, la contradicción de sí mismo es la única coherencia fundamental, y su verdadera innovación consiste en el no poderse saber qué fue aquello en lo que él innovó. La mayoría tan solo acepta de Nietzsche lo que se encuentra en ellos, cosa que, en últimas, acontece con todos los filósofos de todos los filósofos”.
No estoy tan seguro de eso. Creo más bien que él era muy consciente de que la subjetividad es inherente al ser humano: “no hay hechos, solo interpretaciones”, dice en sus Fragmentos póstumos. (“¿Qué puedo saber yo de lo que seré, yo que no sé lo que soy?”, escribe un nihilista puro: Álvaro de Campos).
Y por eso invitaba al espectador a la conversación: “178 Del mismo modo que las figuras en relieve actúan tan fuertemente sobre la imaginación, porque se hallan, por decirlo así, como desprendiéndose de las murales, y que al mismo tiempo se detiene sin saber por qué, así, a veces, la exposición incompleta como en relieve de un pensamiento, de una filosofía entera, es más eficaz que la explicación completa: cuanto más se deja que hacer al espectador, más se excita en triunfar el mismo del obstáculo que hasta entonces se oponía al desenvolvimiento completo de la idea” (Humano demasiado humano).
El filósofo no pontifica, el filósofo sugiere meditaciones.
El nacido en Röcken hacía de lo sombrío algo brillante. De las experiencias más difíciles de su vida material de filosofía. De las denostaciones morales, que tanto escandalizaron a la iglesia; del nihilismo, que tanto influenció a Heidegger y a Jünger; de lo axial que es el cuerpo, que sirvió a Simone de Beauvoir, Foucault y hoy Judith Butler, pese a ser un machista incurable; del arte, que sigue cautivando poetas y generando lecturas sentimentales, como esta que propongo. De la metafísica del caos. Las hermenéuticas que hay sobre su obra son incontables y diversas.
Es un profeta que enseñó que no hay un mundo real, sino un mundo que aparenta ser, no hay verdad, sino interpretación, pugnas de perspectivas, colisión de voluntades de poder: “Todo es subjetivo”, decís; pero esta ya es una interpretación, el “sujeto” no es nada dado, es solo algo añadido por la imaginación, algo añadido después. ¿Es, en fin, necesario poner todavía al intérprete detrás de la interpretación? Ya esto es invención, hipótesis” (Samtliche Werke: Kritische Studienausgabe, 31).
2. El genio de Friedrich pesa con algunos infortunios. Dos en especial: la muerte de Dios (anunciada por primera vez en La ciencia jovial), que va más allá del plano literal; y, en esa misma desorientación, la de ser un proto nazi que nunca ocultó su animadversión por el cristianismo, la moral y el socialismo.
Dichas atribuciones son fieles a un deseo de encontrar lo que se quiere, no lo que es. Quiero decir: no son exégesis que consideran atenuantes, acaso el más importante: que su obra cayó en manos equivocadas: su hermana Elisabeth Nietzsche, verdadera promotora del tercer Reich, casada con un deleznable fascista, y autora de una de las primera biografías sobre el autor de Más allá del bien y del mal.
De hecho, es asaz conocido que la relación entre los hermanos no era la mejor. Uno de los amigos más fieles del filósofo, el teólogo Franz Overbeck, dice que “los dos hermanos no hicieron más que arruinarse la vida. El hermano a la hermana en la medida que la instó a seguir el camino peligroso y falso de la escritura; la hermana al hermano por cuanto ha arruinado la memoria que él construyó para sí mismo con tanto esfuerzo” (La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche, 122).
En este libro, en efecto, se resaltan aspectos como este, y otros que desmitifican al hombre dinamita: por ejemplo, que no era el ser solitario que amaba su soledad, como pregona Zaratustra; que había algo de performance en algunos de sus actos; que cuestionaba con severidad sus primeras publicaciones. Y una bien importante: que odiaba los antisemitas: “Nietzsche no podía soportar a los antisemitas. Su hermana se casó con uno de ellos y demuestra en Vida de FN -con esa charlatanería que deja huella- que tenía todo el derecho del mundo a hacerlo” (Ibid., 123).
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En una carta el filósofo advierte que ese antisemitismo que pulula en Europa le generaba inconvenientes y enemistades, verbigracia, con el editor de sus libros, que no era bien visto en Viena; con su hermana y con uno de sus ídolos: Wagner.
Lo cierto es que la recepción de la intensidad y vehemencia que fulgura en sus pensamientos hizo eco en mentes equivocadas: “185. Las paradojas de que el lector se sorprenda, no están a menudo en el libro, sino en la cabeza del que lee” (Humano demasiado humano).
Nietzsche es un ironista feroz, un insinuador implacable, un provocador letal. Un filósofo que habría que leer con cierto cuidado: no es igual el autor de El origen de la tragedia que el de El Anticristo, no es el mismo el de Consideraciones intempestivas que el de La voluntad de poder. Hay cambios, incoherencias y ajustes en las tres etapas de pensamiento que los estudiosos filosóficos le subrayan.
Con esto no quiero decir que no se puedan disfrutar de sus obras como unidades individuales. Si hay algo grato en Nietzsche es que el lector lego en filosofía puede abrir uno de sus libros y sentirse complacido. (En muchos casos son más diáfanos sus escritos que las meditaciones abstrusas que escriben sobre él). Lo que ocurre es que para desarrollar una hermenéutica de su filosofía es necesario diferenciar sus etapas (y acaso no perder de vista su crítica a Platón). Para aproximarse a su metafísica es preciso conocer qué entiende Nietzsche por vida, valor, nihilismo, etc.
Es una ironía devastadora: las invitaciones reflexivas que dejaron sus libros suscitaron nefastos equívocos.
El quid aquí es que la muerte de Dios en Nietzsche no es en tanto ateísmo, ni en tanto negación metafísica de su existencia; más bien como desvalorización de los valores supremos, como renuncia a la verdad, como renuncia a la inmortalidad. Mejor: como declinación por idealismos urgentes de autocomplacencia y fantasías enajenadas de las desgracias reales.
Cuando el loco de La gaya ciencia dice “¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!” (aforismo 125). No aniquila y ni siquiera se opone a la existencia metafísica de Dios.
Las explicaciones que Martin Heidegger -su lector más lúcido- hace sobre esto son cuidadosas y brillantes: “Con la conciencia de que «Dios ha muerto» se inicia la conciencia de una transvaloración radical de los valores anteriormente supremos. Gracias a esta conciencia, el propio hombre se muda a otra historia que es más elevada, porque en ella el principio de toda instauración de valores, la voluntad de poder, es experimentada en tanto que realidad efectiva de lo efectivamente real, en tanto que ser de lo ente” (Caminos de bosque, 186).
Gianni Vattimo, lector contemporáneo de ambos filósofos, complementa: “En Nietzsche, como se sabe, Dios muere en la medida en que el saber ya no tiene necesidad de llegar a las causas últimas, en que el hombre no necesita ya creerse con un alma inmortal. Dios muere porque se lo debe negar en nombre del mismo imperativo de verdad que siempre se presentó como su ley y con esto pierde también sentido el imperativo de la verdad y, en última instancia, esto ocurre porque las condiciones de existencia son ahora menos violentas y, por lo tanto y sobre todo, menos patéticas” (El fin de la modernidad Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna, 16).
Nietzsche propone una manera de acentuar los interrogantes de la humanidad. La verdad no existe: la verdad puede estar hurtada por la mentira. No hay hechos: no se pueden constatar. Todo es interpretación. (Esas interpretaciones, huelga decir, le han jugado en su contra).
“El lugar que, pensando metafísicamente, es propio de Dios, es el lugar de la eficiencia causal y la conservación de lo ente en tanto algo creado. Pues bien, ese lugar de Dios puede quedarse vacío (…) Este otro ser de lo ente se ha convertido mientras tanto -y es lo que caracteriza el inicio de la metafísica moderna- en la subjetividad” (Caminos de bosque, 190).
Se hacen mágicas sus palabras: “Hay un solo mundo, y es falso, cruel, contradictorio, corrupto, sin sentido... Un mundo hecho de esta forma es el verdadero mundo... Tenemos necesidad de la mentira para vencer a esta ‘verdad’, es decir para vivir... La metafísica, la moral, la religión, la ciencia... son tomadas en consideración como diversas formas de mentira: con su ayuda se cree en la vida ‘la vida debe inspirar confianza’: el deber, planteado en estos términos, es inmenso” (apud Introducción a Nietzsche, Vattimo, 126).
3.El segundo equívoco que hay en torno a él es la idea del superhombre (übermensch). En el IV libro de Zaratustra hace su primera epifanía, de modo irónico e implacable, danza y canto del asno, jugándole una mala pasada a los huéspedes de su personaje: los hombres superiores.
Zaratustra se mofa de ello. Y señala constantemente que hay que aborrecer la piedad. Que el Dios de antes ha muerto. Las cualidades enfundadas por la cultura occidental han fenecido. Y por lo tanto, el hombre “malo” es el mejor hombre: “Dios ha muerto! Ahora nosotros queremos que viva el Superhombre” (Así habló Zaratustra, 299).
Vattimo observa que el superhombre nietzscheano no solo se burla de los tipos superiores aupados por la tradición moral occidental, también de su tipo de experiencia superior: “la experiencia estética como modo de alcanzar ilusoriamente, y como sucedáneo, un dominio del puro significado, separado de la vida real” (Diálogo con Nietzsche, 156).
El superhombre está por encima porque renuncia a esas tradiciones y se refugia en su individualidad a pesar de los riesgos que ello puede implicar: “El mayor mal es necesario para el mayor bien del Superhombre” (Así habló Zaratustra, 301).
Todo esto como síntoma de superación: no de decadencia. El ser humano cambia para siempre: la cultura se modifica. Nietzsche invita a arriesgarse. Abre caminos nuevos y desafiantes. Azuza la superación de sí mismo. Incentiva la renuncia de abstracciones.
La explicación de Heidegger es bastante elocuente: “El «superhombre» no es un ideal suprasensible; tampoco es una persona que surgirá en algún momento y aparecerá en algún lugar. En cuanto sujeto supremo de la subjetividad acabada es el puro ejercicio de poder de la voluntad de poder. El pensamiento del «superhombre» no surge, por lo tanto, de una «arrogancia» del «señor Nietzsche» (…) El superhombre vive en cuanto la nueva humanidad quiere el ser del ente como voluntad de poder. Quiere este ser porque ella misma es querida por este ser, es decir, en cuanto humanidad, es entregada incondicionadamente a sí misma” (Nietzsche, Tomo II, 245).
Es imperativa la voluntad de la humanidad. Su necesidad de apertura. Su deseo de renunciar a la tradición y aventurarse a lo futuro. Su voluntad de izar y representar nuevos valores.
“No más voluntad de conservación, sino de poder; no más el giro humilde “todo es sólo subjetivo”, sino “¡es también obra nuestra!, ¡estemos orgullosos de ello!”” (La voluntad de poder).
Ya es sabido cómo terminó la vida del filósofo más importante de los últimos tiempos. Su exceso de humanidad, su exceso de búsqueda, su interminable pesquisa del espíritu, terminó acabando en su contra.
La de Nietzsche fue una existencia excedida, abusadora de sí misma, desproporcionada en sus fines. Un ser que abandonó la tradición, que se negó a las necesidades que exigen las reglas morales, los patrones sociales, los preceptos celestiales. Un hombre que se abocó a una filosofía -hoy sin duda loable-, a una aventura, una lucha que sólo el artista que contempla el mundo como su escenario entiende, siente, conoce. Qué importa la vida sin la experiencia al tenor de otras reglas, otros valores, otros desenlaces. Otras utopías.
Zaratustra lo predijo de manera estética y de acción eterna -cual abismo deseable-: “no aspiro ya a la felicidad; aspiro a mi obra”.
1 Crítico literario.
Lo invitamos a que escuche el capítulo 14 de la audionovela Yo Confieso