A los pocos días de que Friedrich Nietzsche se hubiera conocido con Lou Salomé, y de que le dijera “¿En virtud de qué estrellas hemos ido a encontrarnos los dos aquí?”, le propuso matrimonio. Le envió un mensaje con ciertos visos condicionales, que luego le comentó a la madre de Franz Overbeck en una carta, “Me sentiría obligado a hacerle una propuesta de matrimonio con tal de protegerla de la habladuría de la gente…”. Su petición, que en realidad era una manera de tantear el terreno, se la mandó a través de Paul Rée, quien ya se había postrado a los pies de aquella muchacha. En otra misiva a la señora Overbeck, Jeanne Camille Cerclet, le comentó: “Observe que Rée y yo nos sentimos inclinados hacia nuestra valiente y generosa amiga en virtud de los mismos sentimientos, y que él y yo mantenemos una gran confianza también en este punto”.
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Unas palabras más adelante, aclaró, tajante y supuestamente convencido: “Además, ya no somos, ni los más tontos, ni los más jóvenes”. Según escribió Werner Ross en su biografía, “Nietzsche, el águila angustiada”, Nietzsche se olvidaba de que, según la tradición, tanto el sabio Salomón como el filósofo Aristóteles se habían dejado llevar por las narices por una mujer joven y atractiva”. Salomé, de nuevo en palabras de Ross, “tomó la decisión más inteligente: no decidirse. Los dos hombres le parecían de elevado nivel intelectual y muy estimulantes. No hubiera querido renunciar a ninguno de los dos, pero tampoco estaba enamorada de ninguno de ellos. Rée era el más tranquilo, el más fiable, el menos exigente, es decir, el mejor para una relación a largo plazo. Nietzsche era el más extraordinario, el más arrebatador, era posible embriagarse con su conversación”.
Sin embargo, por aquellas mismas razones, era quien más peligros entrañaba. Nietzsche era un tormento por llegar. Racional, lúcido, profundo, poético, audaz, delirante por momentos, pero tormento. Como escribió Ross, “La influencia y las pretensiones de uno debían ser compensadas por las del otro, a través de atenciones dosificadas con precisión, muestras de simpatía y rechazos. Ella era lo bastante hermosa para este juego, lo bastante temperamental para la diversión y lo bastante hábil como para saber orientar las pasiones que así despertaba en todos ellos. Más adelante, esta maestra de la doma de hombre fue lo bastante inteligente como para recuperar los testimonios de su coquetería existentes en las cartas a Rée y a Nietzsche y para destruirlos. Pasados muchos años, ya muertos Nietzsche y Rée, Ernst Pfeiffer, un amigo de Salomé, le preguntó si se habían besado. Ella respondió: “quizá”.
Pffeifer se refería al paseo de Salomé y Nietzsche por las inmediaciones del lago de Orta y la capilla del Monte Sacro, en los Alpes, cuando se escaparon de Rée y de la madre de Salomé y se encontraron y se perdieron. Nietzsche hablaría de aquel día como el del “Misterio del Monte Sacro”. Dentro de sus suposiciones, Ross escribió: “Nietzsche, el excursionista, era joven, daba lo mejor de sí mismo, se manifestaba, encontraba respuesta y preguntas; una vez desinhibido, podía resultar fascinante; su mirada introspectiva se iluminaba, hablaba del papel que iba a desempeñar en el futuro y se manifestaba poderosamente como el profeta que era, y Lou no era de la clase de jovencitas que se limitaba a escuchar con devoción, sino que le llevaba la contraria y se sentía reconocida como una igual, sus ánimos eran alegres, se reían, subían las escaleras de un salto, se cogían de la mano…”.
Unas líneas más adelante concluyó que “en algún lugar, en un escalón, sellaron su alianza, la afinidad de sus mentes y de sus almas. Sin duda nada del otro mundo, pero sí un indicio, eso a lo que por entonces se llamaba ‘dar esperanzas’”. Luego de lo que ocurrió aquella tarde, Nietzsche se convenció de que Lou Salomé era el milagro que tanto había aguardado. En julio de aquel año, 1882, le escribió a Peter Gast, uno de sus confidentes más cercanos, que aquella mujer era “sagaz como un águila, osada como una leona pero, a pesar de ello, una jovencita extremadamente femenina”. Sus biógrafos determinaron que se había enamorado. Cuando se separaron, él se fue a Basilea a confesarse con Franz Overbeck, y ella se había ido con su madre y con Paul Rée hacia el norte, con una pausa en Locarno. Nietzsche entonces le escribió una postal a su entrañable rival de amores.
Comenzaba con: “Querido amigo, ¿dónde podré encontrar la tantas veces mencionada pepita de oro, tras haber encontrado ya la piedra filosofal (que ni siquiera es una piedra, sino un corazón)?”. Los estudiosos de la obra y del lenguaje de Nietzsche no se han podido poner de acuerdo con el significado de aquella frase. Unos dijeron que estaba abriendo la puerta para que Rée le ayudara con algo de dinero. Otros, que le había dejado muy en claro que su relación con Lou Salomé iba por buen camino, y que ese camino era de doble vía. Independientemente de lo que quiso decir, Rée habló con Salomé para que de la forma más diplomática posible ella le hiciera ver a su amigo que no tenía tanto dinero como él creía. Por otra parte, ya en Basilea, Nietzsche averiguó sobre la realidad de sus ingresos, que eran manejados por Franz Overbeck.
Luego pactó un encuentro con Lou Salomé en Lucerna, en el Jardín de los Leones, precisamente para hacer alusión al temperamento de su amada. Se vieron el 13 de mayo, pero sus planes se enredaron pues Rée también acudió. Luego de diversas bromas mezcladas con profundas charlas, Nietzsche propuso que se hicieran una fotografía en la que ella iba sentada en un carruaje, con un látigo en la mano, y Nietzsche y Rée llevaban las riendas. La imagen permaneció oculta hasta 1937, y tanto antes como entonces y después, generó una infinidad de comentarios. Lo cierto fue que como lo afirmó Overbeck, Nietzsche jamás había estado tan bien como por aquellos días. Cuando se separaron, Rée le escribió casi día de por medio a Salomé, declarándole de una u otra forma su amor. A Nietzsche casi ni lo nombraba. Él, por su lado, le escribió una misiva al mejor estilo de aquellos tiempos.
Entre otras cosas, le dijo: “Cuando estoy completamente solo, pronuncio a menudo, muy a menudo, su nombre y - para mi mayor placer”. Le habló de Paul Rée y le aclaró que “Rée es en todo mucho mejor amigo de lo que yo soy y podré ser nunca: ¡tenga usted muy en cuenta esta diferencia!”. A Rée también le escribió: “No hay forma alguna de amistad tan maravillosa como la nuestra, ¿no es cierto? ¡Mi querido viejo Rée!“, y pasados unos días, le confesó que tenía un mejor concepto de sí mismo cada vez que pensaba que había sido capaz de tener una relación de amistad como la de ellos tres. De una y varias formas, los dos amigos se sonreían y se engañaban. Se declaraban amigos como ninguno, pero al mismo tiempo, buscaban el amor de Lou Salomé y lo pretendían con exclusividad. Ella los manejaba. Los subía al cielo y los dejaba allí por unos días, y luego actuaba con una total y pasmosa indiferencia.
Entre las cartas que iban y volvían, le escribió a Nietzsche una en la que le decía que había pensado en la filosofía de Rée y la de él, y que la primera era simplemente cómoda y feliz, mientras que la suya era heróica. “‘Alba’ (por aquel entonces el más récente libro de Nietzsche, también traducido como ‘Aurora’) es mi único compañero. Me entretiene, pero en la cama, mejor que las visitas, las preocupaciones y el polvo del viaje”, le dijo. En opinión de Werner Ross, “ya no era posible negarlo: el profesor Nietzsche, ya casi entrado en la cuarentena, autor de diez libros hasta el momento, sabedor de los más insondables secretos del mundo, se había enamorado como un adolescente”.