“Nietzsche me parece demasiado ingenuo”: Emil M. Ciorán
En un principio, todo era seducción. Juego, euforia, locura, incluso. Despertar. Descubrir. Friedrich Nietzsche le dio más de un bofetón a Emil M. Ciorán. Lo desafió. Lo puso boca arriba. Lo botó al piso.
Fernando Araújo Vélez
Le ofreció la mano para levantarlo y lo dejó caer. Le dijo, por ejemplo, que Dios había muerto, cuando Ciorán aún creía en alguna deidad a la cual entregarse, pues no hacía más que pensar en la muerte. “Cuando yo era joven, pensaba en la muerte en todo momento. Era una obsesión, incluso cuando comía -le dijo en octubre de 1978 a Helga Perz, en una entrevista publicada en el diario Süddeutsche Zeitung-. Ese pensamiento nunca me ha abandonado, pero con el tiempo se ha debilitado. Sigue siendo una obsesión, pero ya no es un pensamiento”.
Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.
Le ofreció la mano para levantarlo y lo dejó caer. Le dijo, por ejemplo, que Dios había muerto, cuando Ciorán aún creía en alguna deidad a la cual entregarse, pues no hacía más que pensar en la muerte. “Cuando yo era joven, pensaba en la muerte en todo momento. Era una obsesión, incluso cuando comía -le dijo en octubre de 1978 a Helga Perz, en una entrevista publicada en el diario Süddeutsche Zeitung-. Ese pensamiento nunca me ha abandonado, pero con el tiempo se ha debilitado. Sigue siendo una obsesión, pero ya no es un pensamiento”.
Le sugerimos leer Caño Mochuelo: un resguardo usurpado
Luego, lo ató a la soledad, a comprender que solo desde la soledad podría ser, en algo, él, y lo alejó del poder. “Creo que el poder es malo, muy malo. Soy resignado y fatalista frente al hecho de su existencia, pero creo que es una calamidad. Mire usted, he conocido a gente que ha llegado a tener poder y es algo terrible. ¿Algo tan malo como un escritor que llega a hacerse célebre!”. Lo alejó de lo mundano, muy a pesar de que en más de una ocasión dijera que se sentía pleno en París, y que si el fin de lo humano era el conocimiento, era necesario conocer París, y en general, las grandes ciudades, que al mismo tiempo, y por eso mismo, eran el infierno. Ciorán bebió de París. Incluso, decidió escribir en francés y dejar a un lado su lengua, el rumano.
En París, dijo sin decirlo, y a veces diciéndolo con otras palabras, conoció lo más profundo del ser humano. Al hombre y su necesidad de aplauso. Al hombre y su afán por aparentar. Al hombre y su imperiosa necesidad de obtener y tener poder, y de ejercer ese poder contra los otros hombres. “Es que parece que la aparición del hombre se hubiera debido a una explosión de megalomanía. La ambición es la causa de los desastres. Es lo que hace desgraciada a la gente, deseosa de superarse. Todo el mal se debe a esa voluntad de superación, a esa enfermedad mental, a esa omnipotencia”. En París, se fue convenciendo de que la historia de la humanidad, o por lo menos la última parte de la historia de la humanidad, había surgido de París y con los franceses.
Gran parte de todo lo demás, de lo que había ocurrido y se había escrito en La Historia, en mayúsculas, había sido generado, promovido y ejecutado por franceses y desde Francia. Era la distinción entre ser objetos y sujetos. En París, en fin, y por París, comenzó a entender que Nietzsche, aquel Nietzsche que tanto lo había marcado, había sido un ingenuo solitario, entre tantas razones, porque jamás había vivido en una gran ciudad, con todos los hervores y pasiones y contradicciones, odios e intereses e intrigas de las grandes ciudades. Por eso había creado a un hombre que se superaba a sí mismo. “El hombre -le dijo a Georg Carpat Focke- no puede ser superado, lo máximo que podemos hacer es renegar de él. Debemos renegar de él. Considero esa idea de superhombre un completo absurdo”.
Si quiere leer más de Cultura, le sugerimos: La voz que brota del silencio
“Tan sólo pensar en los vicios propios de los animales nos hace estremecernos -continuó-. Y los del hombre son mucho peores. Un superhombre tendría, naturalmente, cualidades, pero también los defectos de dichas cualidades, que serían terribles, mucho más terribles que el propio hombre. Nietzsche me parece demasiado ingenuo. Era un solitario que no vivió demasiado entre sus semejantes, un hombre digno de lástima, en el fondo, un hombre aislado, al que faltaba la experiencia inmediata del otro. Toda su tragedia, sus disputas con sus amigos, prueban simplemente que Nietzsche no conoció de verdad a los hombres. Además, tenía predilección por las localidades pequeñas, por lo que carecía también de la experiencia tan instructiva de la gran ciudad”.
Emil M. Ciorán, en esencia, era todo lo contrario de Nietzsche, muy a pesar de que hubiera sido influido por él en sus primeros años. “Nietzsche es interesante y seductor, pero sus conclusiones no me parecen ni pertinentes ni verdaderas”, diría mucho, mucho tiempo después de aquellos primeros encuentros y de aquella seducción inicial. Uno creía en el tedio y en la razón, en el vacío absoluto y en la ruina de las sonrisas. El otro, en la pulsión y en la creación, en la posible superación y en la grandeza. Con esas dos maneras de ver la vida y al ser humano, bien se podría sintetizar la distancia entre ellos, pero había más, bastante más. Y podía haber aún muchísimo más, partiendo de una frase lapidaria de Gesualdo Bufalino que decía, “Entre escritores no nos leemos, nos vigilamos”.
Ciorán vigiló a Nietzsche. Lo desmenuzó, en vida y obra. Desde sus primeros libros, El nacimiento de la tragedia, Genealogía de la moral, hasta el último, El crepúsculo de los ídolos, pasando por Zaratustra, por supuesto, y por Más allá del bien y del mal y El anticristo. Leyó y releyó su vida, desde sus propias palabras y desde los relatos de su gran amor, Lou Andreas Salomé, y sus pocos amigos. Supo de su afán por vivir en poblados al sur, cada vez más al sur, pues necesitaba sol, un mediodía eterno, como lo escribió en Zaratustra. Concluyó que la soledad, ante todo la soledad, lo había llevado a la ingenuidad, pero no por la soledad en sí, sino por la ausencia de roce con los seres humanos, pues el ser humano, como solía decir, está cada vez más condenado a su desaparición. A la catástrofe.