Ese día terminaba la guerra. El pequeño niño mantenía su bayoneta cargada porque no podía dilucidar aún si lo que los adultos de alrededor decían era verdad. Los soldados descargaban cosas y buscaban la forma de volver a casa. El niño al que la guerra le arrebató la familia, la escuela, los juegos y la cotidianidad infantil recordaba su pueblo, allá lejos, en uno de los picos de la cordillera que atraviesa ese país. En esa montaña estaba su mamá, no sabía si volvería a verla, había tantas cosas que quería contarle, aunque sospechara que no iba a creerle muchas de sus historias. Por ejemplo, que ya había conocido el mar y era más lindo que cualquier imagen que hicieran de él.
La guerra duró mil días, los pueblos de ese país parecían un escenario posapocalíptico, con casas abandonadas, calles vacías, caminantes quemados por el sol y soldados de uniformes raídos y zapatos rotos. Los batallones estaban llenos de niños que habían sobrevivido a la selva espesa del trópico y la furia de la guerra. Todos querían retornar a casa, todos querían saber si el paso de la guerra por sus veredas había dejado a alguien de su familia con vida.
Un fotógrafo se asoma a la escena de niños armados, hambrientos, harapientos y cansados. Los mira fijamente, se detiene en el estupor con el que siguen manteniendo las bayonetas cerca. Son niños a los que la guerra les dio un color y un partido, les dicen rojos, disparaban con los liberales para cazar conservadores. Mil días ha durado la guerra, mil días de gente muriendo por el color de una bandera.
El fotógrafo se acercó a los niños, pidió que posaran para una foto; ellos, niños sin nombre, acostumbrados a obedecer, montaron sus bayonetas al hombro y posaron serios, rígidos, fríos. Soldados curiosos que estaban alrededor presenciando la escena se asomaron a la foto sonriendo. Contrastaba la sonrisa de los adultos con la seriedad de los niños de la guerra.
Después de la foto, los niños conversaban entre sí. “Uno de ellos dijo que quería volver a su pueblo, al sur, pero que ya no sabía cómo. Otro dijo que quería buscar a su abuelo, en algún lugar debería estar esperándolo. El último solamente quería cobrar un sueldo que no cobraba desde el inicio de la guerra, comprar una mula y volver a ver a su familia”.
La fotografía hecha ese día serviría de evidencia durante años a las generaciones venideras sobre los estragos que dejaron mil días de guerra. ¿Volvería ese país montañoso, bañado por mares y ríos, a caer en los devenires de cruentas guerras en las que involucrarían a los niños? ¿Se repetirán imágenes de niños cargando armas sin ir a la escuela?
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Retrato de niños con bayonetas es un libro escrito por Jairo Buitrago e ilustrado por Mónica Betancourt. Buitrago es un escritor colombiano apasionado por la historia, el cine, los cómics y los libros ilustrados antiguos. Mediante esta entrega hecha para el público infantil busca sensibilizar a niños y adultos frente a las atrocidades de la guerra. Es un relato cercano que demuestra los ciclos de la historia colombiana atravesada por el dolor del conflicto armado. Una invitación a repensar el país que hemos sido desde hace mucho tiempo, para reflexionar sobre la espiral de violencia que ha arrebatado la vida de mucha gente. Pero, sobre todo, es una oportunidad para que aprendamos, niños y adultos, a desdeñar las armas y la guerra. Para proyectar, parafraseando a Gabriel García Márquez, un país al alcance de nuestros niños.