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Día a día escuchamos comentarios racistas que cada vez más se normalizan: “Saludos te mandó la chica del pelito malo, esa que vive espelucá”. También dicen: “¡Alísate ese pelo malo, usa queratina o pásate la plancha!”. Una tácita imposición supremacista al cabello afro que ahuyenta a la diversidad. Desde que son niñas se les recalcan a las mujeres que se verán bellas y elegantes si se alisan el cabello. Les arrebatan la autonomía de usar el cabello como quieran y las someten a un ritual amargo.
Me he topado con mujeres y hombres que han renunciado a desrizarlo en La Habana, Barranquilla y San Andrés; y en varios pueblos colombianos como Bomba (Magdalena), San Basilio del Palenque (Bolívar) y Rincón del Mar (Sucre). No quieren ser controlados ni que sus cabellos queden lacios. No esconden ya su forma genuina. Se reconciliaron con su pasado y escucharon las voces de sus ancestros.
En San Andrés una mujer raizal me contó: “No me aliso el cabello, lo adoro como es, me gusta. Luciéndolo así estoy inspirando a otras personas a valorar lo que son y a no olvidar sus antepasados”. No borrar las ondas del cabello es conocer la historia que está afiliada a la sangre. Porque el pelo malo no es: el pelo es mapa, territorio, libertad y pregón de la identidad. Su esencia no es anónima, su textura no es delincuente.
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