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“No hay arte que no surja de una rebeldía”: Juan Villoro

El escritor mexicano habló con El Espectador sobre su última novela La tierra de la gran promesa, publicada por Editorial Random House, la cual presentó en el marco de la Feria del Libro de Guadalajara.

Laura Valeria López Guzmán - @Lauravalerialo - Desde México
13 de diciembre de 2021 - 11:06 p. m.
El escritor y periodista mexicano ganó en 2004 el Premio Herralde por su novela "El testigo".
El escritor y periodista mexicano ganó en 2004 el Premio Herralde por su novela "El testigo".
Foto: Luis Ángel - El Espectador

En la Tierra de la gran promesa, novela que parte relatando el incendio de la Cineteca de la Ciudad de México en el 82, nos encontramos con una serie de reflexiones que exponen el narcotráfico de este país y temas pendientes que tiene México como la corrupción, la violencia y el acceso a la cultura en un país donde pocos llegan a esta y hay un alto nivel de analfabetismo.

A lo largo del libro nos encontramos con varios conceptos como la paternidad, pues el personaje principal, Diego (cineasta), que tiene una relación compleja y distante con su padre, quien es notario y en la novela ejerce una posición sobre los actos correctos. Además de este concepto también está el de memoria y utopías que, según Villoro, “tienen que ver con la forma en que transmitimos y heredamos historias. La tierra de la gran promesa aborda distintas narrativas para explicar lo sucedido desde lo que decimos en sueños hasta lo que hace un documentalista (oficio del protagonista) o un notario (oficio de su padre)”.

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El libro habla sobre el incendio de la Cineteca de México de 1982, ¿usted cómo recuerda ese suceso?

Yo vivía en Berlín Oriental en 1982. Uno de mis mejores amigos, Leonardo García Tsao, crítico de cine que años después sería director de la Cineteca, trabajaba ahí. Temí por su vida y le hablé por larga distancia. Me contó lo sucedido y luego leí con avidez los periódicos que llegaban a la Embajada de México en Berlín. Ese fuego, que nunca tuvo una explicación convincente, quedó como una herida abierta que reclamaba una historia. Ahí se perdieron vidas y más de seis mil películas. Mi novela parte de ese drama.

“En México, la ilusión siempre es más fuerte que la realidad”, se lee en el libro. ¿Por qué considera que esta queda siempre incumplida o se ve como algo lejano casi imposible de suceder?

Las ilusiones sirven para compensar la realidad. México es un país con enormes recursos naturales y una cultura poderosa, desde la gastronomía hasta las formas más sofisticadas del arte, pero llevamos siglos metidos en la corrupción y la violencia. El título de mi novela es irónico por muchas razones. La tierra de la gran promesa era la película que se exhibía durante el incendio de la Cineteca, que además trata de un fuego que acaba con las esperanzas del protagonista. Mientras el cine ardía en llamas, el presidente prometía “la administración de la abundancia”. Nos habíamos convertido en el cuarto productor mundial de petróleo, pero también esa riqueza desapareció. Cuando la realidad te queda a deber, la mejor recompensa es imaginaria, y una de ellas es la literatura.

¿Por qué cree que la ilusión es un acto rebelde en un territorio como lo es México, pero también América en general?

La imaginación es una forma de rebelarse contra un entorno adverso. No hay arte que no surja de una rebeldía.

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De acuerdo a lo que menciona Diego, el protagonista, ¿por qué el arte se alimenta de las desgracias?

Si el mundo fuera perfecto, no necesitaríamos novelas. El arte da orden al caos y sentido a una realidad que no lo tiene.

En el libro también nos encontramos con una reflexión sobre la responsabilidad moral del artista, ¿por qué los artistas deben tener una moral frente a ciertas situaciones sociales y políticas?

No creo que haya una responsabilidad social determinada. Cada artista encuentra su manera de ubicarse en el mundo. Me parece legítimo que alguien se concentre en escribir sonetos de amor o novelas de ciencia ficción ajenas a su entorno. No se puede imponer una conducta ética al artista. Mi compromiso personal consiste en no cerrar los ojos ante los muchos quebrantos que atestiguo y en imaginar alternativas para el infierno. En situaciones de injusticia y violencia nada es tan disidente como la belleza, el sentido del humor o la sensualidad. El arte depende de una paradoja esencial: se alimenta de problemas, pero te hace sentir bien.

Sobre la frase “la realidad política depende de la construcción de narrativas”, ¿cree que aún no se ha escrito la historia de este continente?

Nunca se acaba de escribir la historia; el pasado tiene mucho futuro por delante, depende de las interpretaciones que hacemos de él.

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Uno de los temas que trata en la novela son las redes sociales ¿cómo lo inmediato de estas puede ayudar a la construcción de la cultura?

Las redes son una herramienta que aún no dominamos; somos los bárbaros de una nueva era. Permiten comunicarnos, pero también fomentan linchamientos y juicios binarios que no pasan por la argumentación y se limitan a la adhesión o la condena. El mejor antídoto contra la inmediatez irreflexiva de la realidad virtual es la literatura, forma compleja del entendimiento.

Relacionado con lo anterior, ¿por qué estos espacios han incentivado al discurso del odio y al linchamiento?

El ser humano no es más dañino ahora que hace siglos. La diferencia que han traído las redes sociales es que el odio ha adquirido valor comunicacional. Los haters se dedican a ejercerlo de tiempo completo; para ellos, un pensamiento positivo es una claudicación. Quienes los siguen no necesariamente comparten lo que dicen, pueden hacerlo por morbo o curiosidad. Se trata de una hojarasca intrascendente que en ocasiones causa daño. Ha habido suicidios a causa de esto, sobre todo en lugares pequeños, donde la opinión pública puede ser agobiante. Otras facultades humanas, como la rectificación o la enmienda, no han dejado de existir, pero se expresan menos en internet porque se trata de reacciones “hacia dentro”, íntimas, que no piden ser comunicadas. Nadie manda un tuit para decir “ya entendí”.

¿Qué ha causado que en América Latina la cultura y el arte sean privilegios de algunos pocos?

La respuesta es sencilla: vivimos en sociedades desiguales, profundamente injustas, donde todos los privilegios pertenecen a unos cuantos. Pero también ahí veo una paradoja. En México, los pobres valoran mucho más la cultura que los ricos. Para las clases altas, el arte es una ópera en Nueva York. En las presentaciones de libros, es muy raro ver gente acaudalada.

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En Colombia, cuando se dieron las marchas y protestas en el marco del Paro Nacional, se les pidió a los diferentes artistas, entre ellos a los escritores, que se pronunciaran al respecto, ¿por qué cree que se tiende a pedirles a los artistas que tomen una postura política?

América Latina padece altas cuotas de analfabetismo y de exclusión cultural. Esto provoca que los escritores sean vistos como oráculos que dominan una esfera de cristal. Con frecuencia han asumido el rol de caudillos culturales que hablan de todo tipo de temas. En los países con muchos lectores, un autor se conoce por sus libros y tiene menor representatividad social. En cambio, en sociedades donde pocos leen, el escritor puede ser visto como alguien que dispone de una varita mágica, una especie de profeta. Me parece importante luchar contra esta distorsión. La primera obligación del intelectual consiste en ponerse en tela de juicio y admitir los límites de su conocimiento. Al abordar temas sociales, prefiero el papel del acompañante y de aprendiz; soy un testigo, no un protagonista.

Por Laura Valeria López Guzmán - @Lauravalerialo - Desde México

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