El Magazín Cultural

No olvidemos la Batalla de San Victorino

Un profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia e investigador del Centro para la Educación Política, propone revisar este episodio como prueba del genio militar y político del prócer Antonio Nariño.

Juan Gabriel Gómez Albarello / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
08 de enero de 2023 - 02:00 a. m.
 El sector bogotano de la Plaza de San Victorino en la actualidad.
El sector bogotano de la Plaza de San Victorino en la actualidad.
Foto: EL ESPECTADOR - CRISTIAN GARAVITO

En la plaza de San Victorino, en Bogotá, pareciera que no hubiese nada especialmente memorable. En su amplio espacio abundan vendedores informales cuyo nombre no aparece en ningún registro mercantil, no pagan impuestos y ven a las autoridades bastante lejanas, quizá más que las de España, cuando todavía éramos una de las tantas colonias de su imperio.

Por eso, me temo que la Batalla de San Victorino evoque en primer lugar una trifulca: un choque desapacible, pleno de gritos injuriosos, entre ciudadanos airados y policías en uniforme, por causa del incumplimiento de una orden de la Alcaldía; un asunto digno apenas de una página de periódico, no de los libros de historia.

Quisiera disipar esa primera impresión. Valdría la pena que recordáramos la Batalla de San Victorino como prueba del genio militar y político del prócer Antonio Nariño, y sobre todo como uno de los eventos que nos ha constituido como nación. A fin de cuentas, esa batalla es uno de los eslabones de la cadena del pasado y su significado, hecho y rehecho con el paso del tiempo, podría servir de base a un sentido más optimista de nuestra identidad colectiva.

Hay, desde luego, una buena razón por la cual la Batalla de San Victorino permanece en el olvido: la historia oficial quiere que pongamos la mirada solamente en los enfrentamientos contra los españoles, los que sellaron nuestra independencia —la Batalla del Pantano de Vargas, la Batalla de Boyacá, etc.—, y que hagamos caso omiso de nuestras guerras civiles, sobre todo de la primera, evidencia de un período irredimible, condenado como está con el peyorativo mote de Patria Boba. Bien sabemos que las guerras civiles son fratricidas; son guerras que nos dividen y se libran con una sevicia mayor, porque mayor es la rabia que despierta verse agredido por familiares que por extraños.

Salgámonos, tal es la invitación, del sendero trillado de las fechas gloriosas. Adentrémonos, con la ecuanimidad que nos da el paso del tiempo, en la espesura de las luchas del hermano contra el hermano. Veámoslos, cada uno convencido de la justicia de su causa, marchar al combate para que este, cual delegado del tribunal de la historia, adjudique los derechos y deberes correspondientes al vencedor y al vencido. Viajemos, con la velocidad del pensamiento, doscientos diez años atrás, al 9 de enero de 1813, a la Batalla de San Victorino, y mirémonos desde ahí con otros ojos, con más aceptación y confianza en nuestro destino.

Antes de seguir, conviene que haga una advertencia. En este apretado espacio, no puedo ofrecer un relato detallado de ese hecho memorable; apenas, un ligero esbozo. No obstante, espero que estas líneas exciten la imaginación y el interés de quien me lee, y le sirvan para encuadrar de un modo nuevo el decurso de nuestra historia.

Luego de haber traducido la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, haber sido prendido y llevado preso a España, haberse escapado y regresado a su tierra, haber sido prendido de nuevo, mantenido preso en Cartagena y recobrar su libertad, Nariño vio con mucha preocupación la debilidad del nuevo gobierno que los criollos habían establecido en Santa Fe de Bogotá. Creyó que era mejor contar con autoridades centrales fuertes, que sirvieran de freno a la muy segura reacción de los Borbones. Mediante una cuestionable maniobra, depuso al entonces presidente Jorge Tadeo Lozano y se dio a la tarea de imponer el mando de Cundinamarca sobre las demás provincias.

Camilo Torres y sus partidarios en Tunja eran de otro pensamiento. Estaban convencidos de que lo que convenía era una constitución federal, que diera amparo a la autonomía que muchas ciudades de la entonces Nueva Granada habían comenzado a reclamar. Nariño despachó a Baraya contra Tunja para que impusiera con la razón de la fuerza lo que las razones de su discurso no habían podido lograr. Los líderes federalistas, sin embargo, resultaron más persuasivos que Nariño, y Baraya terminó por cambiar de bando. Con menos razón que obstinación, Nariño se empeñó en doblegar a Tunja, pero los federalistas le propinaron una severa derrota en la Batalla de Ventaquemada. Se atrincheró en Bogotá, adonde llegaron los federalistas a montar un asfixiante sitio.

Nariño sabía que los federalistas tenían más tropas y resolverían a su favor cualquier choque frontal. Procuró entonces la vía del diálogo y el entendimiento. Le escribió a Francisco José de Caldas, quien estaba en el otro bando, para que desistiera de ocupar Bogotá. Lo animó a instalar un Congreso que decidiera la forma de la naciente república. Añadió que, ante ese Congreso, presentaría su renuncia, si ello ayudaba a finalizar los enfrentamientos.

Sus palabras no tuvieron mayor efecto. Entonces Nariño le hizo llegar una carta escrita por la propia esposa de Caldas en la que esta le pedía que desistiera de tomarse la capital. El sabio estimó que esa misiva era uno de los tantos ardides de Nariño. Convencidos de su superioridad numérica, lo único que los federalistas estaban dispuestos a aceptar era la rendición incondicional de Bogotá.

Nariño no desesperó. Si sus oponentes creían que lo suyo eran puras argucias, con un ingenioso engaño logró neutralizar parte de sus fuerzas. Le envió una carta a Atanasio Girardot, quien a la sazón ocupaba el cerro de Monserrate, con la firma falsificada de Baraya, en la que le ordenaba no moverse de su posición por ningún motivo. Sabedor de que el lugar más vulnerable de la ciudad era la plaza de San Victorino, Nariño estableció allí su principal línea de defensa, pues sería allí donde Baraya aplicaría su mayor esfuerzo.

Tal como lo previó Nariño, Baraya se lanzó a la carga por el occidente de la plaza. La población bogotana, preparada por el prócer, abrió fuego desde tres costados: el norte, el sur y el oriente. Confundidos por esta inesperada respuesta, Baraya y sus tropas dieron marcha atrás, pero emprendieron con más vehemencia un segundo ataque. Nuevamente, les llovieron disparos, esta vez desde todos los flancos. Una milicia popular les cerró la retaguardia y los atrapó en la plaza. Baraya, completamente cercado, decidió rendirse. Entre los vencidos estaban el joven capitán Francisco de Paula Santander y el coronel Rafael Urdaneta.

Nariño, teniéndolos a su merced, habría podido imponerles términos bastante ominosos. Su victoria le habría permitido castigar la deslealtad de Baraya y escarmentar con el terror a todos los que se atrevieran a desertar de sus filas. Sin embargo, ese día brilló en Nariño la marca de los grandes hombres: con magnanimidad, invitó a vencedores y vencidos a unirse en un solo cuerpo, y servir a la causa común de la independencia.

El revés final de la campaña en el sur contra los españoles opacó la figura de Nariño. Las penalidades a las que se vio sometido después de ser aprendido en Pasto por los realistas lo dejaron bastante disminuido. Fue enviado preso otra vez a España, pero pudo regresar a su patria, luego del pronunciamiento constitucionalista del general Rafael del Riego. Durante su cautiverio, cambió de parecer y adoptó el ideario de sus antiguos oponentes. Tal vez otra habría sido la historia de la Gran Colombia si su proyecto de constitución federal hubiese sido adoptado en el Congreso de Cúcuta. Sus últimos días los vivió con la amargura de tener que defenderse de las acusaciones de los santanderistas.

La historia usualmente la escriben los vencedores. Después de Boyacá, Bolívar acrecentó su gloria con sus propias victorias y también con las de Sucre. Las batallas de Carabobo, Pichincha, Junín y Ayacucho son otras de las empinadas cumbres de nuestra independencia; pero no son las únicas. Escalemos hoy la cumbre de San Victorino y contemplemos desde allí, de un modo nuevo, el largo y accidentado itinerario de nuestra nación.

Por Juan Gabriel Gómez Albarello / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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