El Magazín Cultural

¡Órdenes, sargento! (Cuentos de sábado en la tarde)

En el principio solo éramos dos ejércitos. Con los años el número ha ido creciendo y es difícil decir cuántos somos ahora. Como suele pasar con las habitaciones, que cambian mucho y siguen siendo las mismas, pasa también con este cuarto que ha cambiado mucho y somos los que permanecemos en él quienes mantenemos viva su esencia.

Miguel Hernández Franco
03 de agosto de 2019 - 11:43 p. m.
Cortesía
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Para Pacho, de adulto;
y de niño, sobre todo.

 

Hay muebles y juguetes que estamos desde el principio, algún viejo móvil y nosotros, los soldaditos de plomo. 

Un ejército de juguete para cada nieto fue la herencia del abuelo, y desde entonces Eduardo y Germán batallan con nosotros. A la guerra se han ido uniendo primos y familiares lejanos que también tienen sus propios ejércitos, y vienen a jugar al cuarto de los hermanos. No recuerdo un día sin batallas, un día en el que no hayamos tenido que recoger soldaditos de plomo muertos, más por costumbre que por honor, pues hace tiempo que el dolor por la muerte de mis compañeros se convirtió en la horrenda certeza de saber que renacerán en la misma guerra, en el mismo destino. Pero parece que en este batallón eso solo me pasa a mí, al sargento, pues en el momento en que cae muerto uno de mis hombres, todos los demás soldados parecen olvidar quién era el caído, y se preocupan solamente de recogerlo. Supongo que los sargentos de los demás ejércitos también recuerdan. 

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A los demás soldaditos pareciera que les lavan el alma en olvido antes de revivirlos, y regresan a la guerra sin saber que ya han muerto en ella. Y yo, que la he visto repetirse tantas veces, he tenido que reinventarla para que los enemigos no ganen ventaja. Aquel proverbio que dice que hay que conocer a los enemigos, tiene como corolario evitar a toda costa que los enemigos nos conozcan. Y a fuerza de repetir nuevas guerras, nos hemos vuelto, los sargentos, indescifrables murallas, con el corazón endurecido por las muertes que cargamos en la espalda. “¡Avancen, avancen!”, les ordeno a mis hombres y ellos avanzan hacia los otros ejércitos, y la guerra no es más que un batallón reflejado en el espejo de su muerte. 

Yo no sé por qué recuerdo, pero lo hago. Recuerdo haber muerto y vuelto a nacer treinta y dos veces, y recuerdo perfectamente cada muerte, cada batalla. Recuerdo renacer y recordar a mis compañeros caídos renacer y no recordarme. Recuerdo las estrategias de los otros sargentos. Recuerdo a los niños del cuarto mirar divertidos desde sofás y sillas cómo nos matamos una y mil veces. Recuerdo cuando éramos dos ejércitos y en el cuarto solo jugaban Germán y Eduardo, y recuerdo también como a la guerra de los dos hermanos se fueron sumando más niños con sus ejércitos de plomo, y cómo la habitación de los hermanos se convirtió en un enorme campo de batalla lleno de soldaditos de plomo de muchos colores, que se mataban para renacer lavados en olvido, listos para morir en la misma nueva guerra. 

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La habitación ha ido tomando la forma de las batallas, y los demás juguetes se han convertido en objetos de guerra, o en espectadores indiferentes. A lo largo y ancho del cuarto hay ciudades de lego y cubos de madera, hay cordilleras de ropa sucia y trincheras construidas con figuras de acción mutiladas. Hay juguetes que no han tenido otra opción que participar de las batallas. Los más afortunados observan desde los estantes, deseando nunca tener qué hacer algo distinto a mirarnos morir. 

Yo también quisiera que me lavarán el alma en olvido al renacer como a los demás soldaditos. Quisiera poder olvidarlos como ellos me olvidan a mí, no tener que soportar sus muertes, ni cargar con el recuerdo de sus agonías, que ellos olvidan al morir, y por eso están dispuestos a repetirlas. Quisiera no tener en mi memoria el recuerdo de cada vez que los envié a la muerte, o que los usé como carnada para ganar una batalla. Quisiera olvidar este peso en los hombros de tener que decidir diariamente entre matar o morir, entre ellos o nosotros. Quisiera también no tener que andar con el alma anestesiada para decidir con frialdad, y quisiera poder llorar a todos los que he visto morir desde que renuncié, por deber con mis hombres, a mi derecho a ser frágil. 

Solo quien ha tenido que decidir sobre la vida y la muerte conoce la puñalada angustiosa que es decirle a los hombres “¡Avancen, avancen!”, y verlos avanzar hacia el combate, hacia las balas. He tenido que anestesiarme esta alma plúmbica, y olvidar que los hombres son hombres, y dejarlos morir, y hasta sacrificarlos, porque es lo que conviene a la estrategia, y mis soldados no son más que piezas para derrotar a los enemigos. Soy yo quién los envía a matar y a morir, y ellos lo saben, y lo entienden, y de seguro es el olvido lo que les permite repetirlo una y otra vez, convencidos de que no hay otra opción, de que es la guerra y nada más. Y yo, que los recuerdo a todos, que en estas treinta y dos muertes he levantado sus cadáveres varias veces, soy quien los envía tras la selva de peluches a tomar por sorpresa al ejército azul, o a escabullirse por entre la ciudad de lego, y emboscar al ejército negro.

Fui yo quien hoy los envió a rodear una montaña de ropa sucia tras la que se esconde el ejército amarillo. Soy yo, ahora, quien deberá cargar con el recuerdo de sus muertes tras la emboscada a traición del ejército verde, aliados ahora, y quién sabe por cuánto, de los amarillos. Quedarán sobre mis hombros esas muertes, y las que hayan de venir, y ahora debo decidir qué pelotón vivirá y cuál servirá como carnada, para tener aún una oportunidad de ganar. Otra vez debo sacrificar nuevas vidas porque lo que importa es ganar la batalla, y maldito día en que me maldijeron con reencarnación y memoria, y malditos mis hombres anestesiados de olvido, que aún creen que morir así tiene algún sentido. 

Ahí van mis guerreros adentrándose en la emboscada que yo ya vi, pero de la cual no les avisaré, para que al menos se mueran luchando, para tener una oportunidad de ganar. “¡Avancen, avancen!”, ordeno, y los veo morir con el corazón congelado, y veo como sus muertes sirven de distracción, y el otro pelotón se escabulle y se prepara para matar, y pienso que al final no somos más que plomo pintado de soldados, juegos para niños. Y mientras medio escuadrón muere acribillado por un ejército de soldaditos amarillos y verdes, los demás logran escabullirse tras un bosque de cubitos de madera y rodear el cerro de ropa sucia. Parece que la batalla se puso interesante, porque ahora todos los niños del cuarto y sus ejércitos observan atentos el combate. Gustavo es quizá él que nos mira con mayor atención, pues son sus soldados quienes serán masacrados por lo que queda de mis tropas, y él ya lo vio, y comprendió, y hará como siempre un berrinche, y los demás se burlarán, y nosotros estaremos aquí abajo, muriendo como siempre. 

“¡Avancen!”, ordeno, y comienza el contraataque, y con los espíritus ardiendo mis soldados arremeten inclementes por la retaguardia, y mueren verdes y amarillos, y Gustavo estalla de la ira, y retumba en la habitación su grito furioso. Comienza la pataleta de la derrota, y no puedo evitar sonreír. Dará brincos y golpes al aire, como de costumbre. Pero de repente se levanta del sofá desde el que nos observa, y empieza a dar zancadas hacia el campo de batalla. Comprendo aterrado que el niño entrará al combate y aplastará sin piedad a mis hombres con tal de no perder. Comprendo y veo que mis hombres, y todos en el campo, comprendieron también, pues miran aterrados las pisadas rencorosas que se ciernen sobre ellos. Se quedan petrificados, y entre el aturdimiento escucho un grito: “¡Órdenes, sargento!” Órdenes, qué ordenes doy. Hay un maldito niño corriendo salvaje hacia mis hombres, vamos a perder todos. Moriremos todos. Moriré de último, y renaceré recordando sus gritos de agonía, y ellos me habrán olvidado, y estarán listos para morir de nuevo, y yo tendré que estarlo también. “¡Órdenes, sargento!”, gritan otra vez. Maldita sea es un niño. Qué diablos hace entre las balas ese niño, y avanza, y mata con una sola pisada a quince de mis soldados. 

“¡Sargento, órdenes, por favor!” Hay que matarlo. Tengo que matarlo y resignarme para siempre a haber decidido ser la tiniebla en esos ojos enojados. Perdón. Perdón. Lo sé, y lo supe la primera vez que tuve que matar a un niño, y ahora recuerdo que desde entonces es que no olvido, y por eso soy sargento, y para eso estoy aquí, y por eso sé que es mi deber matarlo, y que es mejor que cargue solo yo con ese peso, y que mis hombres me olviden, y que solo yo recuerde todo como precio, porque esa muerte, la de ese primer niño, ha sido todas las demás muertes con las que cargo en esta cárcel de memoria, lo siento tanto. “¡Órdenes, sargento!”, ruega una voz impotente. Han muerto más de cien hombres. Perdón. Perdón.

Por Miguel Hernández Franco

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