Los críticos de arte, y la crítica en general, han atravesado decenas de arduas polémicas a lo largo de los últimos 300 años, desde que en 1719 un pintor, Jonathan Richardson, escribiera por vez primera el término en su obra “Ensayo sobre todo el arte de la crítica”. Ciento setenta años más tarde, Óscar Wilde les dio un estatus superior, a veces incluso al de los artistas, en su texto “El crítico como artista”, presentado como un diálogo entre dos personajes llamados Ernesto y Gilberto.
Por los días de 1890 en los que Óscar Wilde escribió su diálogo “El crítico como artista”, acababa de publicarse en Londres su novela “El retrato de Dorian Grey”. Habían pasado 14 meses desde que se editaran sus primeros ensayos, y pasarían cinco años más para que el marqués de Queensberry lo demandara ante la Justicia por “sodomía y grave indecencia”. Wilde era uno de los personajes más famosos e influyentes de la Inglaterra del siglo XIX. De alguna manera, y aunque él jamás lo admitiera, era la excepción a sus propias sentencias. Cuando escribía como Gilberto, uno de sus tantos personajes, de sus alter egos, “Demasiado sé que vivimos en un siglo en el que no se toma en serio más que a los imbéciles, y vivo con el terror de no ser incomprendido”, lo hacía a sabiendas de que la escena literaria y artística de Inglaterra hablaba de él.
Con los años, su obra se diluiría, pues el público y el periodismo, del que dijo que sobreviviría “por el gran principio darwiniano de la vulgaridad”, se dedicaron a hablar y a publicar noticias sobre sus escándalos. Wilde pasó de ser “un genio”, a convertirse en un hombre casi que innombrable. Las librerías sacaron de las vitrinas sus obras, “El retrato de Dorian Gray” y “La decadencia de la mentira”, por ejemplo, y los teatros se negaron a seguir representando “La importancia de llamarse Ernesto” y “El abanico de Lady Windermere”. Pasado el escándalo, o los escándalos que provocaron su relación con Alfred Douglas, su estadía en prisión y su muerte, el morbo también se fue diluyendo, y el Óscar Wilde de carne y hueso con su carga de polémicas le dio paso al Óscar Wilde escrito y por escrito.
Al de los diálogos ficticios que se debatía a duelo de ideas, de palabras, de textos e ingenio con sus otros yo, Ernesto, Cyril, Vivián, y les decía que aunque jamás hubieran dejado una pequeña huella de crítica de arte en sus obras, “ningún fragmento de crítica de arte”, los griegos clásicos eran críticos de arte, y habían “inventado esa crítica igual que todas las demás”. Como tantos de los otros a los que admiraba, Wilde admitía que les debía a los griegos el espíritu crítico, y “este espíritu que ellos ejercían sobre cuestiones religiosas, científicas, éticas, metafísicas, políticas y educativas, lo ejercieron igualmente sobre cuestiones de arte, y realmente nos han dejado, sobre las dos artes más elevadas sobre los artes supremos, el sistema de crítica más impecable que ha existido nunca”.
Luego de haber recordado a Platón, que “había tratado, es cierto, numerosos temas artísticos determinados, tales como la importancia de la unidad en una obra de arte, la necesidad del tono y de la armonía, el valor estético de las apariencias, las relaciones entre las artes visibles y el mundo exterior, entre la ficción y el hecho”, pasaba a hablar de Aristóteles, y a afirmar que Aristóteles se ocupaba del arte, primero, desde sus “manifestaciones concretas”, y tomando la tragedia, por poner un ejemplo, examinaba en profundidad aquello con lo que estaba hecha la tragedia, que eran las palabras, el lenguaje, “su asunto propio, que es la vida; su método, que es la acción, las condiciones con las que se revela, que son las representaciones teatrales; su estructura lógica, que es la intriga”.
Y al final, aclaraba que Aristóteles exponía su fin estético, su objetivo estético, que era “evocar el sentimiento de la belleza realizada por medio de las pasiones, como la piedad y el terror”, y que lo hacía desde la estética, no desde la moral. Analizaba antes que nada las impresiones que una obra producían entre el público, y luego intentaba hallar su origen, sus móviles, y la forma en que se había producido. “Fisiólogo y psicólogo”, era consciente de que “la salud de una función” dependía de la energía. “Ser capaz de sentir una pasión y no darse cuenta de ello es ser incompleto y limitado”, aclaraba Wilde, para después afirmar, rotundo, que el espectáculo mímico sobre la vida, o La Vida, libraba a los humanos de “gérmenes mórbidos”, reemplazándolos por móviles “elevados y nobles en el juego de las emociones”.
Defensor del “arte por el arte”, solía ironizar sobre sí mismo y la sociedad, y de pasada iba regando frases como “Soy tan inteligente que a veces no comprendo una sola palabra de lo que digo”, “Es curioso este juego del matrimonio. La mujer tiene siempre las mejores cartas y siempre pierde la partida”, o “Ningún gran artista ve las cosas como son en realidad; si lo hiciera, dejaría de ser artista”. Cuando discutía sobre la creación y la belleza, sobre la idea de los genios, tan de moda por aquellos tiempos del “romanticismo”, era tajante: “Todo bello trabajo imaginativo es consciente y muy pensado. Ningún poeta canta porque se ve impulsado a ello. Por lo menos, ningún gran poeta. El gran poeta canta porque quiere cantar”. En últimas, defendía la conciencia de sí mismo, que no era sino otra expresión de “el espíritu crítico”.
Lo que Wilde quería dejar en claro era que el arte surgía del arte y de la crítica, que sin el espíritu crítico jamás habría existido un arte refinado, se hubiera estancado y “limitado a reproducir modelos consagrados”, “porque es el espíritu crítico el que inventa formas nuevas”. Para él, una cosa eran la creación y la innovación, y otra, el inventario de lo que se hubiera hecho, “separando el oro de la plata y la plata del plomo, contando las joyas y dando nombres a las perlas”. Citaba a Alejandría, y decía que allí las formas del espíritu crítico fueron inventadas y perfeccionadas, y comenzó a gestarse la conciencia de los griegos de sí mismos, y por lo tanto, el arte sobre el arte de la poesía, el drama, la lírica y la épica, la novela romántica y la de aventuras, el ensayo, el diálogo, el discurso, la retórica.
Para Wilde, en últimas, la crítica debía ser arte sobre el arte. Una creación sobre una obra que fuera más allá de la obra, que abriera caminos. “Yo definiría la crítica como una creación sobre otra creación. Porque así como los grandes artistas, desde Homero y Esquilo hasta Shakespeare y Keats, no tomaron sus asuntos directamente de la vida, sino que los buscaron entre los mitos, las leyendas y los cuentos antiguos, de igual modo el crítico usa elementos que otros han purificado, para decirlo así, para él, y poseen ya, además, la forma imaginativa y el color”. Su idea de la crítica y de los críticos como artistas eran una razón de ser en sí mismos. No estaban obstaculizados por la verosimilitud. Eran, en sus términos y como decían los griegos, un fin por sí mismos y para sí mismos.