El Magazín Cultural

Otras caras de Nueva Colombia (crónica)

Si se busca en Google información sobre el barrio Nueva Colombia, el resultado es una sarta de noticias truculentas.

Fotos y texto: Linda Esperanza Aragón
20 de diciembre de 2019 - 03:39 p. m.
Rostro de Epifanía Reyes, una de las habitantes de Nueva Colombia.  / Linda Esperanza Aragón
Rostro de Epifanía Reyes, una de las habitantes de Nueva Colombia. / Linda Esperanza Aragón

Cito aquí varios titulares de prensa: “Taxista resultó herido a bala en Nueva Colombia”; “Hombres en moto lo asesinan en Nueva Colombia”; “Con una cuchilla hombre le cortó cara, cuello y oreja a su exmujer en Nueva Colombia”, entre otros que apabullan, que logran hacernos jurar que jamás pisaremos ese lugar y que, si por alguna circunstancia de la vida nos toca pasar por ahí en carro, aseguraremos las puertas de inmediato.

Además de la información amarillista que abunda en la web sobre este barrio, ubicado al suroccidente de Barranquilla, con más o menos 13.400 habitantes, de los cuales 10.700 son afros: ¿qué más se ha dicho?

Después de leer las noticias, decidí visitar el barrio.

Era sábado por la mañana cuando llegué al barrio con mi amiga Paula Botello, quien ya lo había visitado en varias ocasiones para capturar unas sublimes fotografías sobre el rito funerario de la cultura palenquera llamado Lumbalú.

En la iglesia nos encontramos con Anderson Blanco, un muchacho carismático y popular del barrio. Fue nuestra guía.

La iglesia no conservaba una arquitectura emblemática. Se trataba un salón que decoraron y definieron como un templo sagrado, un escenario construido para reunirse, escuchar y compartir.

Atril de madera, imágenes sagradas, cortinas blancas, sillas plásticas, velas, arreglos florales, ventanas amplias y mucha luz: mantener cada elemento limpio y cuidado era un vestigio de que existía una comunidad.

Juntos fuimos a visitar a un personaje muy respetado en Nueva Colombia.

Debajo un palo de mango sembrado en la terraza de su casa estaba sentada la señora Epifanía Reyes, de 90 años, proveniente de Palenque de San Basilio.

—¿Qué tal estuvo el mango? —le dije.

—¡Sabroso! —contestó.

—¿Hace cuánto tiempo se vino a vivir a Nueva Colombia?

—Bastante tiempo. Yo no recuerdo ya cómo es Palenque.

—¿No regresó más?

­—No. Desde muy joven me quedé amañada en el barrio y me puse a trabajar.

Parecía que saboreara todas las palabras que me decía. Tal vez le sabían al mango que se acababa de comer. Su rostro se me hacía ya conocido y su sonrisa era como un homenaje a la bacanidad. Las arrugas de las manos y de los párpados se parecían a los laberintos de su vestido. Y su mirada, su mirada cansada y diáfana era otro vestigio de la pujanza del barrio.

Mientras una de sus nietas la contemplaba desde la ventana, la señora Epifanía me contó:

—Caminaba varias calles con una ponchera llena de aguacates en la cabeza; vendía cocadas, bollos y alegría. Con mi esfuerzo levanté esta casa y a mi familia.

—¿Qué hay de sus hijos?

—Ya varios han cogido camino y tienen sus familias. Aquí viven conmigo unas nietecitas que les gusta estar en la casa. Ellas me hacen trenzas. Yo descanso.

Se quedó callada un rato y cerró los ojos para recibir un viento fresco. Volvió a abrirlos y me miró. Me sentí querida. Luego le dijo a una de sus nietas que me regalara un mango.

Seguimos caminando.

Llegamos a la casa de la señora Francisca Hernández, de 60 años. La pronunciación de su nombre me referenció al respeto, a una matrona, a un arte que ella se niega a abandonar: hacer bollos.  

"A punta de bollos he sacado adelante a mis hijos y levanté mi casa", me contó la señora Francisca, quien rallaba con magistral paciencia la yuca mientras recibía el viento que entraba por la puerta del patio de su casa grande.

La posición de sus pies descalzos buscando el frío del piso develaba el compás de su andar con el genuino pregón de esta veterana vendedora de bollos cuando recorre con la ponchera en la cabeza las calles de Curramba. 

Rallaba y rallaba al tiempo que escuchaba música de un sistema de sonido de madera improvisado que se encontraba en la sala.

—¿Quiénes lo construyeron?

—Mis nietos y sobrinos. A ellos les gusta la música.

—¿Qué les gusta escuchar?

—De todo un poco, pero la champeta les gusta mucho.

Así como la música que se escucha, las paredes de Nueva Colombia reiteran los orígenes palenqueros, son un grito acérrimo. La cotidianidad fluye y hay quienes luchan por los sueños, como Anderson, que estudia danza; como las vendedoras de cocada, bollo, sopas y fritos; los dueños y dueñas de las barberías, panaderías y tiendas de abasto.

Lo que se ha dicho y publicado sobre el sector de pronto sea nuestra jaula o calabozo, y no nos permite ver la luz, el ahínco de la gente, lo que hay al otro lado del peligro: sí, sí ha habido asesinatos y atracos, problemáticas que merecen atención; no obstante, coexisten otras historias positivas que a la prensa local no le interesan.

Nueva Colombia no es impenetrable. La maldad no es el único aire que se respira. Gran parte de sus habitantes son acogedores con el forastero, salen a la calle con tranquilidad, visitan al vecino y trabajan con esmero.

Si nada más se valora cuando la sangre es noticia, nos puede ocurrir lo mismo que al conejo que menciona Eduardo Galeano en uno de sus relatos:

“Una mañana, nos regalaron un conejo de indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula. Volví a casa el anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad”.

Lo que pasa con este sector me recuerda que en Colombia hay pueblos que jamás han aparecido en el mapa; la única vez que se habla y se escribe sobre ellos es cuando hay algún caso de violencia o resultan afectados por un desastre natural. Después de la lluvia de noticias, ¿qué termina pensando el resto del país? Que son zonas de peligro o que se esfumaron. El estigma se fortifica.

Entre tanto, esto es solo una invitación a ver la cara amable de Nueva Colombia, a reconocer que no todos somos malos y que la pujanza tiene el rostro de Epifanía y las manos inagotables de Francisca.

Por Fotos y texto: Linda Esperanza Aragón

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