El desgarramiento de nuestros lazos con la ciudad de Medellín, con nuestro país, nuestra tierra, nuestra historia, se hace corpóreo a través de los cuentos de Pablo Montoya reunidos en su libro La muerte anda suelta.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
“Tenga cuidado, en la ciudad la muerte está suelta”, nos advierte un taxista al comienzo de este recorrido literario por los parajes donde merodea ese monstruoso animal feroz, esa “bestia apocalíptica”, que se diría ha escapado de su jaula natural.
En la gran mayoría de estos 31 cuentos, frutos de 15 años de escritura (1991-2007) la voluntad, la necesidad de narrar, aflora para convencernos de que la vida también anda suelta, desbocada, abierta, desaforada, amorosa. Creemos en la vida “a pesar de que la muerte visite continuamente las calles”. Y nos cuenta como perviven la solidaridad, la amistad, los sentimientos filiales, la compasión, el disfrute de la música, la práctica del arte, del teatro. Y sobre todo de la escritura. El arte se convierte en un medio de salvación, una manera de soñar lo absoluto.
“¿Por qué escribir? Porque no podemos hacer otra cosa: Testimonio, resistencia, humanidad, navegación entre la realidad y nuestras ficciones, escribir para existir”, aconseja el médico y escritor Javier Burgos Cantor.
Medellín, diagnostica Pablo Montoya, es “una gigantesca ameba iluminada”. Pero él refuta el pesimismo absoluto que señaló al leer La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, para quien “solo hay algo importante e inobjetable: la parca está suelta en la ciudad, en el país, y su representante, Alexis, el Ángel Exterminador, está ahí”.
Uno de los cuentos de su libro se titula justamente “El ángel negro”, un hombre afrocolombiano que surge en lo más hondo de la desesperación para salvar al protagonista de la historia. “Dos manos vigorosas lo levantaron. Venga, le dijo el negro. Y en las aguas del Magdalena un destello de sol tocó por fin los ojos de Arturo”.
Quizás la mayor audacia y lo más logrado en este libro sea el poder taumatúrgico del autor al revivir a los muertos, al desenterrarlos y acercarnos a ellos, al llevarnos a ver sus rastros, sus presencias difusas. Tal vez por eso aparece, en esta isotopía de la resurrección, un personaje llamado Lázaro. ¿”Rescoldos de esa fe cristiana” que después arrojamos “al basurero de los recuerdos familiares”? Estamos aquí de cierta manera del lado de los mitos. A este propósito el filósofo Ernst Cassirer nos enseña que “todo el pensamiento mítico puede ser interpretado como una negación constante y obstinada del fenómeno de la muerte”.
Otro coqueteo con el mito: “Le contaba una vieja historia del barrio en donde los hombres sobrevolaban en jornadas señaladas, haciendo piruetas, la cumbre del monte. Esa era una manera ritual de amar a la mujer. ´Sí´, dijo, la madre es como una montaña, al menos para los que vivimos en Niquía”.
En el cuento “Noche de luna llena” el narrador invoca dioses chibchas, emberas, aztecas, para poder entrar a los camposantos. Como en la nekya homérica, la visión que tiene Ulises del reino de los muertos, el Hades, contado en el canto lambda (XI) de la Odisea, este gran literato que es Montoya deambula con valentía por calles oscuras, sin Sol, por velorios y cementerios, por las urgencias de los hospitales y las comisarías de policía, por las mansiones clausuradas de los mafiosos y los desaparecidos, por las mangas donde yacen cuerpos insepultos aún tibios tras la última masacre. Los cuentos de Niquía, su primer libro, ocurren a la sombra de la montaña Quitasol.
“Nuestras indagaciones no tienen fin; nuestro fin está en el otro mundo”, dice su bien amado Michel de Montaigne en el ensayo sobre la experiencia. Pablo, en su caza de conocimientos, no está contento con la doxa, con la “crónica roja”, con “los sucesos” que publican todos los días los periódicos. Vivir es experimentar, nos recuerda otro filósofo, el bogotano Freddy Téllez. Este libro nos ofrece entonces la experiencia de un artista, de un soñador, de un músico romántico, en el sentido del libro de Albert Beguin, El alma romántica y los sueños, quien buscó analizar “el estupor que inspira la condición humana”, contemplarla “en toda su extrañeza, con sus riesgos, su entera ansiedad, su belleza y sus decepcionantes límites”. De ahí que cite a Nerval, a Novalis, a Schubert.
Por eso las investigaciones de Pablo Montoya continúan en el más allá, detrás de esa cortina onírica que nos separa de quienes ya son solo recuerdos, mitos, cuentos. Los sueños forman parte de sus tramas. Y también la música, dejo de leerlo unos instantes para escuchar el piano acuático de Erik Satie en las Gimnopedias que él nos recomienda y se lo agradezco mucho.
Algunos tuvimos la fortuna de vivir en Medellín hace medio siglo, antes de que se descubriera el estiércol de oro y ese polvo de huesos nos transmitiera el miedo, no solo cuando se sopla, sino al negociar con él. El miedo y la ley del talión. Víctor Gaviria lo muestra muy bien en su película “Sumas y restas”.
“¡Perdimos, hermano!”, se llama el primero de los cuentos de Niquía, libro con el que Pablo Montoya llegó a París para iniciar el doctorado en literatura que lo convertiría, años después, en tremendo profesor de la Universidad de Antioquia.
Es imposible no citar aquí a otros dos escritores de Medellín, Juan José Hoyos con El cielo que perdimos y Gilmer Meza con La cuadra. Escritores del barrio y la universidad que no se han privado de vivir, pero tampoco de estudiar.
En varios cuentos aparece la imagen del autor, llamado por el respeto a la ficción, Pedro José Cadavid, ocupado en resistir, en desembarazarse de una “acuciante tristeza”, en leer y escribir en medio de la demencia colectiva, “siete bombas estallaron anoche en mi Medellín querido”, cantó también Joe Arroyo en esa época cariada por la desmesura, la hybris, el vacío peligroso de las sociedades de consumo y placer, lo del no nacimos pa’ semilla, etcétera.
En el cuento “Réquiem por un fantasma”, Cadavid está escribiendo “la novela del exilio”, dedicada a Ovidio. Montoya, sabemos, publicó Lejos de Roma, consagrada al autor de El arte de amar y Las metamorfosis.
Entre Los cuentos de Niquia y El beso de la noche se observa que el lenguaje se hizo más formal y menos coloquial y que algo perdió del humor juvenil que afloraba pese a todo: “Lluvia de alcohólicos que parecen actores de academia, caminar zigzagueante (…)”
Pablo Montoya nos transmite la sensación de ser un escritor comprometido íntegramente con su oficio, con la necesidad de ser eficaz al contarnos sus historias, denunciando todo lo que anda mal, no solo en Medellín sino en pueblos o ciudades intermedias como Tarazá.
“A veces sospecho, y esta es una idea que planea en varios de mis libros, que escribir, componer o pintar cumplen una función meramente consoladora en medio del continuo desasosiego del mundo y de los hombres. Pero así esto represente un sin sentido, sigo escribiendo y los personajes que he creado hacen arte en medio de la crisis. Ellos y yo no tenemos otra alternativa”, dice Pablo Montoya en una entrevista con El Espectador.
En el cuento “Antígona” releemos la obra dramática de Sófocles: Sara, una actriz de teatro, inicia una travesía por Medellín para buscar a su hermano Manuel, quien lo ha perdido casi todo por “el vicio” . “Yo lo enterraré, hermana, y hermoso será hacerlo”.
Sus cuentos ofrecen al lector una amplia gama de maneras de abordar los temas. A veces también son memorias o crónicas, como la historia de Tomás. Fábulas valientes, ejercicios para adquirir resistencia: la máquina imaginada para remontar el tiempo y poder asistir al suicidio del padre, para entender lo ocurrido; el terrible secreto del incesto, el alcoholismo, la muerte de la madre, el despertar hermafrodita.
En la dura y hermosa fábula titulada “La doble herida” leí un homenaje al filósofo de Envigado, Fernando González y a su bello libro El hermafrodita dormido.
Otro cuento, “Las mujeres de Aspasio” me recordó a Heródoto, que cuenta también los amores prohibidos entre los embalsamadores y las bellas difuntas en el antiguo Egipto.
Ahora a los 60 años, tras haber escrito obras como Lejos de Roma, Tríptico de la infamia y La sombra de Orión, Pablo Montoya se ha convertido en un ejemplo y una referencia para los escritores mayores y menores que él.
“Un libro es como una isla, como una burbuja, como un pedazo de imaginación hecho de signos que intenta reflejar la realidad. Y hacerlo es una empresa temeraria en la cual los escritores lo damos todo. Pero la realidad es muchísimo más compleja, más apasionante, más viva y por lo tanto más digna de celebrar, que un libro”, dice en la ya citada entrevista.
* Colaborador de El Espectador, fue corresponsal en París y es autor de los libros Vestido de bestia, Los domingos de Charito, Trapos al sol y Dionea. Su más reciente novela es Pechiche naturae (Collage Editores).