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Paco, el de Lucía

Fue premio Príncipe de Asturias, doctor honoris causa de la escuela de música de Berklee y, para muchos críticos, el mejor guitarrista del Siglo XX.

Redacción Cultura

01 de marzo de 2014 - 09:00 p. m.
Francisco Sánchez Gómez o Paco de Lucía (1947 - 2014). / AFP
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Entonces soltó aquella frase como si hubiera querido decir voy por un vaso de agua. La soltó y se quedó serio, imperturbable. “La guitarra es una hija de puta”, le dijo a Juan José Télez en una entrevista para Público.es, pocos días después de haber cumplido 60 años. La guitarra era su enemiga y su amante, su amor y su odio. “La detesto, jamás lograré reconciliarme con ella”, confesó aquella vez, para luego añadir que le hubiera encantado hallar un pretexto importante para dejarla a un lado. “Cómo me gustaría tocarla como los brasileños, más relajado”.

Paco de Lucía era, en realidad, Francisco Sánchez Gómez, un niño nacido en Algeciras, Andalucía, que aprendió a tocar guitarra porque don Antonio Sánchez, su padre, dijeron, lo obligaba. Porque su padre, dijeron, lo castigaba si no tocaba 10 horas al día. Porque su padre, decían, lo azotaba si se equivocaba en un acorde o en un tono. La primera vez que tomó una guitarra entre sus manos tenía siete años. Su padre, siempre su padre, intentaba enseñarle a su hermano Antonio un compás, pero el niño no podía y se quejaba. Decía que le dolían los dedos. “Pero si es muy fácil”, dijo él, y tocó.

Con los años se convirtió en Paco de Lucía; Paco, el hijo de Lucía Gomes (españolizado como Gómez), el de Lucía. Su personaje, el muchacho-hombre-señor que transformó el viejo flamenco con su virtuosismo y su energía, con sus acercamientos a otras músicas para fusionarlas, con la introducción del cajón peruano, le ganó la partida. De Lucía fue Sánchez muy pocas veces en su vida, aunque buscó serlo todos los días. Por eso, cada vez más, se apartaba del mundo y alquilaba una casa en Playa del Carmen, cerca de Cancún. Allí pescaba y jugaba a la pelota con sus hijos menores, Diego y Antonia.

Allí salía a pasear con su perro, intentando aislarse de sí mismo, reprochándose su dualidad con una frase de David Hume: “Cuando me busco, nunca estoy en casa”. Allí murió el martes 27 de febrero. Muchos años antes, le había confesado a su hija Casilda que creía que después de la muerte no había nada, pero que una vez, a los cinco años, había soñado con la muerte de un tío contrabandista que, semanas más tarde, ocurrió como en su sueño. “No sé, es una de esas cosas que no puedes explicar”, confesó entonces. Luego de un silencio, le contó que había comprendido lo que era la muerte una tarde, cuando quiso plantar un árbol y no le encontró sentido pues no lo vería crecer. Ese día quien habló fue Francisco Sánchez Gómez. Francisco, el mortal.

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Por Redacción Cultura

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