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Para que las historias cantadas y contadas perduren

Un arte que deja huella, que trasciende el tiempo, que se mantiene vivo en la memoria y se conecta con y desde las emociones es el de los títeres de Teatro Comunidad. Este es un proyecto creado para los más pequeños, pero sin lugar a dudas es un deleite para cualquier edad.

Argenis Leal

12 de febrero de 2021 - 09:00 p. m.
Las dramaturgias de Teatro Comunidad buscan rescatar nuestra memoria, así como nuestras tradiciones y sonoridades.
Foto: Cortesía Teatro Comunidad
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Son actores de trapo y cartón, de papel y madera, capaces de interpretar seres mágicos, reyes tiranos y princesas revolucionarias que quieren cambiar de cuento. Ellos no envejecen, cantan y bailan al son de la tambora, recitan cuentos y hacen volar la imaginación. Estos personajes quedarán sin casa y, tras 30 años de vaivenes, los anaqueles de una oscura bodega serán su hogar. Los títeres y titiriteros de Teatro Comunidad, como consecuencia de un año nefasto para la cultura y las artes escénicas, anuncian el cierre de la Casa de los Títeres de Bogotá, un espacio de creación y formación que alberga más de 300 muñecos, resultado del trabajo ininterrumpido de Esmeralda Quintana y Javier Montoya.

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Parece que todo se desvanece al perder la sede, pero el trabajo de estos dos artistas y su equipo va más allá. Quintana y Montoya empezaron a coincidir en diferentes proyectos desde 1988, y fueron los títeres, el amor y el arte los que los unieron. En esa época se dedicaban al teatro callejero y, como varias compañías colombianas, estuvieron de gira por Perú y Ecuador. Tras su regreso al país surgió la propuesta de fusionar la música de ella y los títeres de él en recitales cantados, sello característico de la compañía. Quintana recuerda que en Manizales les pidieron presentar una obra. El reto principal de entonces fue el público: niños de un jardín infantil y adultos de un hogar geriátrico. “Sin importar la edad, las personas se conectan con las mismas cosas, con las mismas emociones”, afirma.

En ese momento empezó una investigación que, hasta la fecha y bajo la pregunta de cómo narrar para la primera infancia, sigue adelante. Descubrieron que las mejores herramientas para comunicarse con los más pequeños (niños entre uno y cinco años) son el histrionismo, el teatro, los títeres y la música. Así empezaron a tejer lenguajes y a construir historias. “En una función de nuestra obra Macondo, el cuento que se llevó el viento, en la Fundación Gilberto Álzate Avendaño, una madre y su hijo (de unos cuatro años) se acercaron a nosotros al final de la función. Ella lo llevaba cargado, pero al llegar al escenario él caminó. Yo tenía el personaje de Úrsula Iguarán en la mano y el niño se dirigió al títere. Le hablé y lo saludé. Él se presentó y empezó a conversar. La señora nos contó que su hijo era autista y que no hablaba con nadie, que eso que acababa de suceder era muy importante para ella”, comenta Quintana.

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Con el paso de los años sus obras han conquistado más espacios no solo en escenario de circulación, sino en los colegios donde realizan funciones especiales, aunque confiesan que convencer a los docentes y padres ha sido un trabajo arduo, ya que durante mucho tiempo se pensó que la primera infancia no era el mejor público para este tipo de espectáculos (porque lloran o no mantienen la tención por largo tiempo). “Cuando un niño se encuentra con un hecho artístico en vivo y en directo afina su atención, sus sentidos están en función de esa obra de arte y se confabula con todo ese universo que uno le está proponiendo. Creamos un lenguaje común, alimentamos su imaginación. Ellos adquieren nuevos elementos para sus juegos, para su lenguaje, para su desarrollo motriz. Perciben de una manera diferente. Nuestra apuesta es que los niños participen, y siempre terminamos en una fiesta”.

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Las dramaturgias buscan rescatar nuestra memoria, así como nuestras tradiciones y sonoridades. “En los recitales nos hemos dado cuenta de que los niños no conocen canciones como Los pollos de mi cazuela, pues la publicidad y las canciones de series extranjeras están ocupando ese lugar. Eso para nosotros ha sido de gran interés: cantamos esas canciones, pero también proponemos nuevas lecturas”, aclara Quintana. Un ejemplo claro de esto es la obra La princesa Filomena y el pirata. En esta versión ella desecha a todos sus pretendientes, incluyendo al pirata, pero canta y lee. Así descubre que existen otros mundos y futuros posibles. “En cada acto que proponemos queremos decir algo importante, pues hay mensajes que son inolvidables para los niños”, concluye la artista.

El trabajo de Teatro Comunidad depende de un hilo invisible, de una conexión profunda y poderosa que se mantiene en el tiempo. Aunque los títeres no se arrugan, mientras que los titiriteros sí, se mantiene el sueño vivo de contar con una sede propia, un hogar para sus muñecos, un espacio para su público.

Por Argenis Leal

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