“Igual que en la vidrierairrespetuosa de los cambalaches se ha mezclao la vida”.
Cambalache, Enrique Santos Discépolo.
Hay que imaginarlos como maromeros que suben y bajan, se descuelgan de los estantes y vuelven a ascender para sostener alguna charla o, sencillamente, escribir, seguir escribiendo. Hay que imaginarlos como aquel personaje de Hermann Hesse, que era él y se escapaba de una cárcel por una carretera que había dibujado. Por ahí están, ficción y fantasía. Llegan y se marchan, viven y mueren. Oscar Wilde, con el manuscrito de El retrato de Dorian Grey bajo el brazo; Quevedo, con sus poemas y una de sus frases inmortales: “Enseña a morir antes y que la mayor parte de la muerte es la vida…”; Hesse y Demián, Julio Cortázar y Rayuela. Hay que imaginarlos a todos metidos en la misma biblioteca, la del Cambalache, inmiscuyéndose en las historias de otros personajes y otros escritores, huyendo por entre las hendijas y hallándose en la imaginación. (Vea aquí nuestro especial de la Feria del Libro de Bogotá)
Son imaginación. Pasados dos minutos de sus charlas, una mano los separa, y una más los guarda dentro de una bolsa para reemplazarlos por otros personajes y otros escritores, dentro de una vorágine de idas, vueltas y cambios en la que, por unos días, todos hacen parte de esta infinita obra que llevaba por nombre Cambalache.