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Patología lectora

He perdido el norte con la lectura. Antes me decía que era un puro placer estético, el morbo del voyeur por desenredar las tramas y asomarme a las vidas de otros, era por demás, el típico lector promedio que se queda en el nivel de la historia.

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Gabriel Mendoza
01 de mayo de 2021 - 04:00 p. m.
"Pienso que el estudioso de la literatura es como un animal agazapado, hojeando su manual, sigiloso y que ataca herido de su hambre al mundo al que se acerca, que ansía y teme".
"Pienso que el estudioso de la literatura es como un animal agazapado, hojeando su manual, sigiloso y que ataca herido de su hambre al mundo al que se acerca, que ansía y teme".
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Luego quise exprimir las páginas situándome en el nivel discursivo, en la naturaleza del relato, en los bordes que contextualizan las obras para apreciarlas mejor. Por eso estudié literatura y profundicé en su teoría y la crítica que gira en su periferia. No sé si la academia y sus poses anticipadas de erudición corrompieron los primeros propósitos de aquel neófito que se asomó por primera vez a un libro, que, en este caso, creo se trataba de El viejo y el mar, de Hemingway (casi tres décadas hacen nebuloso el acto de recordar).

Reconozco no saber, no sin cierta vergüenza, si el saber literario haga necesariamente mejor a un lector y lo hago en contra de la lógica que dictaminaría que de manera evidente, mientras mayor sea el saber sobre lo literario, mejor será el proceso lector ya que estará dotado de exégesis y minuciosidad y, por lo tanto, habrá una comprensión más profunda de la obra en cuestión. Sin embargo, dudo de ello esbozando dos preguntas que se pueden tomar por retóricas y cuya premisa pudiese parecer pueril: ¿Disfrutaríamos menos La Odisea de Homero si no supiéramos de antemano que se trata de una epopeya y no de una novela de aventuras? y en su afán de estructurar toda una ciencia del lenguaje, ¿se podría decir que los formalistas rusos gozaban con estrépito al desentrañar cada elemento de la obra literaria?

Ambas preguntas apuntan al mismo tema: el placer y sus formas, que es a fin de cuentas, hasta donde entiendo, la finalidad de la obra literaria desde que es concebida hasta llegar como producto concreto al lector. No obstante, se percibe una escisión irreconciliable entre la promoción de la lectura como un ejercicio de placer y el estudio serio de lo literario, como si lo primero atendiera a una ligereza y lo segundo fuese lo realmente importante porque es avalado por académicos de renombre, pienso en Harold Bloom, por ejemplo, que hasta propuso un canon de lo que debería leerse.

No es esta una invectiva contra los estudios literarios, más bien se erige como un planteamiento algo descuidado sobre un dilema. Una vez nuestra visión de lo literario se impregna de parámetros, instrumentos de análisis, preconcepciones teóricas, siento ( verbo prohibido en el acervo estructuralista de quien ve en la literatura a un dinosaurio enorme y profundamente dormido que se ofrece a ser diseccionado para su estudio) que perdemos mucho de ese encuentro prístino, noble, en el cual yacemos descuidados, expectantes ante un mundo otro que no espera ser colonizado ni explotado, solo disfrutado como un paisaje dentro de un sueño o quizá, por qué no, con un infierno o camino al cadalso.

Entonces todas esas preconcepciones preñadas de método me recuerdan al poema de William Hughes Mearns:

Ayer en las escaleras conocí a un hombre que no estaba allí. Hoy de nuevo tampoco estaba Oh, ¡cómo deseo que se vaya!

Cómo deseo que se vaya, que se desprenda esa necesidad de análisis y solo entregarme al placer mundano del disfrute, de usar la prenda sin ver sus costuras, porque esta enfermedad del control, de la taxonomía, de la apropiación del código y la prostitución del símbolo para explicar el universo de la obra solo ha creado una añoranza por el lector que se fue, por ese que podía leer simplemente con la ansiedad de la próxima página y la audacia temeraria de sus predicciones. Pero ese hombre sigue ahí, haciendo el inventario de citas que desplieguen autoridad, atribución que suele confundirse con la verdad última, para su próximo ensayo sobre alguna obra narrativa o poética.

Pienso que el estudioso de la literatura es como un animal agazapado, hojeando su manual, sigiloso y que ataca herido de su hambre al mundo al que se acerca, que ansía y teme. Perdió la vitalidad de un lector virgen, pero ama en secreto a esa harapienta prostituta redentora de un idealista justiciero o a la bailarina que tanto fascinó al lobo Harry, mientras se empecina públicamente en enaltecer al intocable García Márquez y polemizar por Benedetti. Su espíritu se ha vuelto científico: categoriza, disecciona las obras como buen taxónomo o un aprendiz de vehemente inquisidor. Entonces la literatura le resulta un artefacto estético que fija una posición frente al poder, legitima o cuestiona posiciones ideológicas inherentes a un discurso político, cultural o de género, subestima la ingenuidad y la falta de prejuicios intelectuales. En síntesis, este estudioso se vuelve una masa confusa e informe de conceptos que se convierten en verborrea insustancial. El mundo ha dejado de ser mágico, parafraseando al viejito del Aleph y así, va dejando su meditabunda imagen en diversos grupos y eventos culturales. No pretende ser Saint Exupéry, ni Cioran, no conjugará el verbo de Rimbaud ni se aproximará ni siquiera a la profundidad de un Sabato ni al cinismo de Papini, pero allí va, nutriendo la desazón de un lector que pudo ser genial, pero se perdió en los recovecos de sus propias ambiciones por comprender la vida y sus laberínticas confirmaciones de la dicha y el dolor, del absurdo y la simplicidad, de lo cósmico y lo visceral de las invenciones humanas.

Por Gabriel Mendoza

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Magdalena(45338)03 de mayo de 2021 - 02:54 a. m.
Estoy de acuerdo con su planteamiento.La aplicación de esos esquemas interpretativos desdibujan el placer de leer.
Octavio(20279)01 de mayo de 2021 - 04:38 p. m.
Pertinente, refrescante, incitador el tema y el tono de su columna. Muchas gracias.
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