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Patricia Nieto y sus trozos de una memoria en ruinas

En Crónicas del paraíso (2022), el libro de Patricia Nieto, se ven retratadas aquellas memorias de un conflicto y una era de violencia en Colombia que muchos ignoran.

Redacción Cultura y Sofía Hernández Pasachoa, especial para El Espectador

31 de agosto de 2022 - 08:16 p. m.
Patricia Nieto habló de su último libro, Crónicas del paraíso, este pasado 30 de agosto en el marco de Ulibro 2022 en Bucaramanga.
Foto: Tania Valencia / especial de Ulibro para El Espectador
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Las mujeres hemos tenido que abrirnos paso en este mundo hecho a la medida de los hombres y, en el periodismo, sucede igual. Realmente, son contadas las mujeres que han logrado forjarse un nombre en esta profesión y Patricia Nieto es una de ellas. Mezclando su pasión por la narrativa y por la enseñanza, instruye a sus alumnos de la Facultad de Comunicaciones y Filología de la Universidad de Antioquia en Medellín. Su amor al periodismo, en específico al narrativo, la llevó a publicar su libro Crónicas del paraíso (2022) en cuyas páginas se ven retratadas aquellas memorias de un conflicto y una era de violencia en Colombia que muchos ignoran.

Leer a Patricia es experimentar emociones y una sensación de impotencia dolorosa, pero al mismo tiempo, se genera un efecto de admiración por conocer, páginas de por medio, un país con una gigantesca violencia.

Paraísos enterrados

Podría afirmar con total seguridad que muchos lugares de mi infancia e incluso de mi adolescencia son considerados mis pequeños paraísos, mis lugares seguros: la biblioteca del colegio donde me escondía a leer cuentos infantiles, el patio de mi casa cuando mi mamá colgaba las sábanas a secar; y mi cuarto, que aún lo considero un pequeño paraíso desgastado.

Recuerdo que esos dos primeros lugares dejaron de ser mi paraíso cuando crecí, porque la edad es un mensajero de realidad que destruye edenes. Me gusta pensar que cada persona dentro de su oficio tiene uno: el pescador al mar, el escritor a los libros, el ingeniero a los números y es por eso que duele leer: “Todavía era un niño cuando el río dejó de parecerle el paraíso”. No me puedo imaginar perder tu lugar seguro cuando aún no has podido refugiarte por completo en él y, más aún, reconocer que tu asesino es el país en el que vives.

En Puerto Berrío muchos paraísos llegaron muertos y muchos otros nacieron al darle un nombre a un desconocido. “Darle un nombre para llamarlo, prestarle su apellido para que se sienta en casa, imaginarle un rostro” y así darle un paraíso con la esperanza de recibir un cambio. Uno en el que una periodista, intentando reconstruir el pasado de un país desmemoriado, no se pregunte frente a tu tumba “¿Y tu alma? ¿Abriste la boca para que se fuera?”, porque tiene la certeza de que sí escapó, pero no con afán de huir, sino con anhelo de lo que le esperaba al salir.

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Uno en el que don Pacho, el dueño de los sin nombre, no le responda al visitante del cementerio de N.N. “Nadie habla ni pregunta por ellos” cuando alguien indaga por qué esa tumba no tiene nombre. En el que una niña, que se convertirá en una mujer berraca, no tenga que responder a una entrevista: “Yo amaba a mi papá y me lo quitaron porque en este pueblo no dejan vivir lo bueno”. Su papá fue asesinado por los protagonistas de la violencia que no son más que otras víctimas de este país desmemoriado.

Un paraíso en el que una niña que valora más el dinero que el estudio porque el estudio “no sirve de nada”, pueda dormir junto a “el tío que la cuida desde una fotografía en la parte baja de su cama”, para despertar en un lugar donde no le toque trabajar de cocinera a los 16 años y ser adolescente solo los fines de semana.

Un paraíso en el que el Estado no llegue “cuatro días después de la tragedia, cuando nada más quedaban ruinas y cadáveres”. Patricia Nieto, con sus palabras, logra alumbrar ese conjunto de paraísos enterrados.

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Palabras literarias

La experiencia de leer este libro me tatuó el sentimiento. Por eso, quiero compartir algunas reflexiones que por contundentes y explicativas no dejan de ser huellas de un dolor colectivo y nacional.

“Si no rezo, apenas empiezo a dormirme me sueño con los muertos”.

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No creo en un dios o en una entidad a la que hay que rezarle, pero algo particular en este libro es que todas las personas tienen como eje para sobrevivir rezar, orar, hablarle a dios. Si huían del campo unos y otros quedaban atrás, se rezaba por ambos y, por lo general, no le veo sentido a que la gente rece, pero leyendo la importancia del rezo para estas personas y cómo las ayudaba a sobrevivir, si existe un dios, estoy agradecida de que haya sido esa pequeña luz en la vida tan oscura que llevaban estas personas.

“Yo soy la única capaz de contar la historia porque a los viejos los mataron”.

Ser la última de la familia con vida. Ser ese punto final de una historia con relatos sin terminar y que, a pesar de eso, haya tanta gente que no escuche esa historia… Qué impotencia tan duramente jodida.

“Desde 1965, Colombia le tira muertos al río”.

Los pescadores salían todas las mañanas a cumplir con su trabajo, algunos días la pesca era exitosa, otros días algo se pescaba y en los días malos, no había ni un hueso en la red. Un día cualquiera, un grupo de pescadores se subió a su balsa y se adentró en el río. Sí, hubo pesca, pero no eran peces lo que se había enredado en la red, eran cadáveres que bajaban por el río a modo de deshecho de un crimen atroz. No puedo llegar a imaginarme el shock, pero al mismo tiempo esa resignación de pensar “de ahora en adelante lo que se pescará en el río son muertos”

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Un paraíso en vivo

4:02 pm y ya había palabras volando en una sala mediana de un lugar tan amplio como Neomundo en Bucaramanga.

En una de esas sillas situadas frente a Patricia Nieto, quien me hizo sentir muchas cosas con sus palabras escritas, pensaba cómo sonaría su voz, cómo se verían esas historias narradas por la persona que estuvo ahí para oírlas primero. Patricia Nieto en el lado derecho y Sonia Díaz, moderadora de la charla, en la silla de la izquierda. Una mesita en medio de ambas con botellas de agua para cuando la garganta esté cansada de expirar palabras y una audiencia a la expectativa de escuchar aquella a quien ya leyeron o leerán. Nieto agradece a la moderadora por haberse tomado el tiempo de leer Crónicas del paraíso e ingenuamente pienso que también me agradece a mí por leerlo, a pesar de que el placer fue todo mío.

Una que otra anécdota acerca de su llegada a Bucaramanga siendo una mujer de Medellín y comienza a desglosar punto por punto el libro que logró cautivarme desde la primera página. Cuando era adolescente, antes de leer un libro, siempre leía la última página para estar preparada emocionalmente si aquel final no era de mi agrado. Al igual que yo, Díaz comenzó la charla hablando del último “capítulo” del libro donde Patricia Nieto enlista una serie de verbos mientras encarna, de manera breve, pero contundente, esa violencia que algunas sufren solo por el destino cruel de haber nacido mujeres.

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La charla ahora va al inicio del libro. Las dos primeras crónicas con las que el lector decidirá si continúa con la lectura, pues a continuación solo presenciará lo cruel que puede ser la realidad de una Colombia ignorada. Ocho años de trabajo de reportería para dar a conocer la historia de quienes no tienen el medio ni la seguridad de compartirla. Patricia Nieto, con su buzo negro, con una especie de cuello de tortuga y unas chocaticas negras que al verlas causan ternura, comparte con esa voz que por suave y amable no deja de ser sólida, cómo fue llegar a los lugares de sus crónicas donde cosas horribles habían sucedido.

Empieza por mencionar lo que vio en Mogotes con su interminable lucha por un sistema constitucional justo. Con el pan de José Antonio Galán servido en la mesa del banquete que la audiencia imagina, Patricia Nieto rescató que comer aquel pan fue una prueba más de que aquellos mogotanos tienen todavía mucho para dar.

La audiencia se traslada a Caicedo cuando Sonia Díaz pregunta por la crónica que relata la iglesia destruida de un pueblo en medio de la guerra. “La primera iglesia que las Farc tumbó” es reconstruida en las palabras de Patricia Nieto, quien al mismo tiempo relató la duda que la llevó a Caicedo a hablar con esos personajes aglutinados alrededor de la iglesia en ruinas y soltó una pregunta que tiene imagen mental: “¿Cómo será una semana santa sin iglesia?”

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La respuesta a este enigma lo desarrolla en Crónicas del paraíso al paso de un viacrucis que como lectora sufrí a pesar de no ser religiosa. Nuevamente, Sonia Díaz nos transporta en un viaje cuyo destino ahora es Puerto Berrío, el lugar donde se adoptaba a los muertos que bajaban por el río. La audiencia ríe cuando Patricia Nieto destaca que la primicia, al oírla en la radio, suena a algo que ocurriría en Macondo y es difícil creer que algo así sea real. Pero tras confirmar con fuentes que la realidad era tan cruda, viajó a Puerto Berrío a visitar aquellos muertos con nombre y apellidos prestados.

La voz se le quiebra, mi corazón se apretuja y ese nudo en la garganta aparece en mí que no suelo llorar seguido. Sucede cuando Patricia Nieto comenta, mirando fijamente a esa pequeña audiencia que la observa con atención: “Es mi hermano, mi hijo al ponerle mi apellido”; así recuerda ese valioso simbolismo detrás de adoptar a un muerto y creo que ese mismo simbolismo fue el que, indirectamente, convirtió esa historia en un relato que se fija en la memoria.

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Para finalizar este viaje por los paraísos en ruinas llegamos a Bojayá. Como personaje principal de esta historia tenemos al cura de 29 años cuyo primer gran desafío fue la explosión del lugar más seguro: la iglesia. Él tuvo que decirle a un pueblo devoto en medio de una crisis: hoy a Dios le toca esperar.

La señal es dada y la charla debe concluirse. Patricia Nieto, con un toque de modestia, agradece a las personas que fuimos a verla. No entiende cómo es que hay gente interesada en escucharla hablar de cosas que ocurrieron hace muchos años y de las que nadie habla, pero lo que yo no entiendo todavía es que haya personas que no quieran escuchar a esta mujer reconstruyendo la historia que muchos aún ignoramos.

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Por Sofía Hernández Pasachoa, especial para El Espectador

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