Paul Breitner, Mao y el Che
Ya algunos años antes de que una foto suya al lado de un afiche de Mao provocara miles de polémicas, de idas y vueltas, de cuestionamientos y columnas de opinión, Paul Breitner se les plantaba de frente a los grandes referentes del Bayer de Munich y de la Selección alemana de fútbol.
Fernando Araújo Vélez
Se les plantaba y les preguntaba por sus vidas, por su misión, por sus razones, por el futuro. Podían llamarse Franz Beckembauer, o Uwe Seeler, o Gerard Múller, o Wolfgang Overath, y hacerle solas sus decenas de medallas. Él los confrontaba. En la cancha y en los campos de entrenamiento y en las concentraciones. Los llevaba a ir más allá del no pensar ni trascender del entorno. Ellos lo escuchaban. Al principio, con desdén. Luego, con algo de interés. Al final, aguardaban con ansiedad que llegara con sus bombazos.
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Se les plantaba y les preguntaba por sus vidas, por su misión, por sus razones, por el futuro. Podían llamarse Franz Beckembauer, o Uwe Seeler, o Gerard Múller, o Wolfgang Overath, y hacerle solas sus decenas de medallas. Él los confrontaba. En la cancha y en los campos de entrenamiento y en las concentraciones. Los llevaba a ir más allá del no pensar ni trascender del entorno. Ellos lo escuchaban. Al principio, con desdén. Luego, con algo de interés. Al final, aguardaban con ansiedad que llegara con sus bombazos.
Tal vez por todo eso, cuando Uli Hoeness se metió al área holandesa con la pelota a sus pies, en la final de la Copa del Mundo de 1974, en el estadio de Munich, y generó una falta que fue penalti y la posibilidad de que su equipo se pusiera uno por uno, aquellos hombres curtidos en mil batallas y en otras tantas proezas, lo miraron. Confiaban en él, más por su personalidad que por su juego, aunque por su juego fuera uno de los laterales más brillantes de su época. Sabían que para los grandes momentos se necesitaban grandes hombres. Aquel penalti era el momento de empezar a transformar el desarrollo de la final. Aquel penalti era el primer paso para levantarse de una derrota que todos veían como segura. A fin de cuentas, Holanda, la Holanda de Johan Cruyff, Neeskens, Johnny Rep y compañía era “el fútbol total”, como lo habían bautizado.
Era vértigo con o sin el balón. Orden en medio de un supuesto desorden. Velocidad y precisión. Control en todos los sectores de la cancha. Reducción de espacios para el rival, y amplitud para ellos cuando recuperaban la pelota, siempre lo más pronto posible y lo más lejos del su arco. Era, en síntesis, la gran revolución de la historia del fútbol, y lo fue. Cuando Beckembauer, Vogts y demás miraron a Breitner, Breitner les hizo saber que todo estaba controlado, que el resultado lo iban a voltear. Y cuando anotó el gol de la igualdad y celebró con Hoenes, Müller y Overath, los convenció de que con paciencia, orden, disciplina y compañerismo iban a ser campeones del mundo. Lo fueron. Más por él y por el carácter de sus compañeros, que porque tuvieran un equipo-revolución. Lo de Alemania en el 74 fue fútbol, sí, pero fútbol más vida, más experiencia, más determinación, más efectividad, más historia.
Un sinfín de sumas de la vida, pues al fin y al cabo, el fútbol siempre fue como la vida, y siempre lo será. No siempre ganó el más técnico ni el más disciplinado. Ganó aquel que sumó en su equipo más características positivas, y en el fondo, aquel que comprendió que el fútbol era un deporte colectivo, y que el mejor jugador de un equipo siempre era el equipo, como decía Alfredo Distéfano. Paul Breitner defendía y multiplicaba ese tipo de ideas, pues desde niño le habían hablado de héroes y de entrega hacia el otro y por el otro. De cambio. Y en alguna entrevista de las decenas de miles que concedió en su vida, reafirmó aquellos fundamentos cuando dijo para El País de España “que había tirado el penalti porque había oído desde niño que así nacían los héroes”. La hazaña de uno era la hazaña de todos. El triunfo de uno, la victoria de todos.
Él hablaba, criticaba, apoyaba huelgas, viajaba con una pistola en su equipaje porque era blanco de los ultras de toda clase que no comulgaban con sus ideas, se tomaba fotos con un fiche de Mao pegado a la pared y otro del Che Guevara, declaraba que el “libro rojo” era esencial, y no se detenía. Jugó en el Real Madrid en los últimos tiempos del franquismo, y se paseó por las calles y avenidas de la capital española en un Maserati. Cuando se lo recriminaron, dijo que sus ideas iban mucho más allá de sus lujos y sus contratos, y dejó en el tintero el concepto de que no necesitaba ser pobre y morirse de hambre para comprender el mundo y luchar por una sociedad distinta. Todo lo contrario. Desde su opulencia, confesó que el fútbol estaba infestado de doping, y repartió dineros a varios sindicatos de trabajadores de Madrid.
Poco antes de la Copa del Mundo del 78, renunció a la Selección porque no iba a colaborar con un régimen dictatorial, como el de Jorge Rafael Videla y Compañía. Les pidió a sus compañeros que no desaprovecharan la oportunidad de hablar, y dijo: “Alemania es el actual campeón y eso le hace tener unas responsabilidades especiales. La Selección no debe dejar que la utilicen como una marioneta, porque los deportistas, aunque tengan en el deporte su principal preocupación, no deben ser eunucos políticos”. Sus palabras fueron un reguero de pólvora. Algunos de sus compañeros callaron. Otros estuvieron de acuerdo con él, aunque en voz muy baja. Casi en secreto. Uno más dijo que él solo jugaba por el dinero, y que muy poco le importaba la situación de la humanidad. Breitner no fue a Argentina. Sin él, Alemania naufragó, dentro y fuera de la cancha.
Retornó para la Copa del 82, en España, jugando como volante ofensivo. O mejor, como todo, porque Breitner jamás se olvidó de apoyar al equipo, y si el equipo necesitaba que él fuera a marcar un corner, él iba, y si necesitaba que él se tirara a disputar un balón con la cabeza, él lo hacía. De alguna manera, era el gran referente de la selección, ya que entre otros, se habían ido los Beckembauer y Müller de antes. Con él como estandarte, Alemania llegó a la final, una vez más, pero entonces fue vencida por un equipo práctico con hambre y rabia, Italia, que basaba su juego en un portero sin fallas, Dino Zoff, y en un delantero implacable que brilló en ese Mundial, como nunca antes y nunca después, Paolo Rossi. Con el resultado casi sentenciado, 0-3, los alemanes tuvieron un penalty a su favor. El Santiago Bernabéu cayó en un prolongado silencio.
Como ocho años atrás en Munich, todas las miradas recayeron en Paul Breitner, su pelo en desorden, sus patillas largas, sus medias abajo, como de potrero. Él tomó el balón y anotó. Esa vez no fue el héroe del 74