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Tengo canas desde los 25 años, es decir, que tinturarme el cabello ya es un ritual bien instaurado. En estos dos meses de confinamiento, cada día que me miraba en el espejo del baño me horrorizaba ver la cantidad de raíces blancas que habían invadido el marco de mi cara y mi cabellera en general. Inicié la cuarentena con unos dos centímetros de canas y lo siguiente ya fue una fiesta de pelos blancos y descontrol en mi cabeza. En estos dos meses de crecimiento capilar desaforado, me di cuenta de que mi cabello es casi gris. Se lo comenté a mi mamá, quien me envió tutoriales para pintármelo en casa. Sin embargo, decidí esperar a que me lo hiciera una profesional, pero lo que no me imaginé, es que ir a la peluquería se convertiría en una experiencia que daría que pensar y material para escribir.
Días antes, cuando pedí la cita, me dijeron que era obligatoria la mascarilla, preferiblemente las de farmacia. Cuando llegué, las dos peluqueras estaban ocupadas y me dijeron de esperar afuera. En el local solo podían estar dos clientas a la vez. Cuando una de las clientas salió, rápidamente, limpiaron la silla y la mesita debajo del espejo con desinfectante, pasaron minuciosamente la escoba para recoger los pelos, limpiaron la silla del lavacabezas y le pasaron un trapo con cloro a los números del datáfono y a los pomos de la puerta. Acabada está eficiente operación antivírica, me abrieron la puerta para invitarme a pasar. Antes de entrar, saqué la mascarilla recién comprada (sí, soy de esas personas inconscientes que no la lleva puesta en la calle). Me puse los elásticos detrás de las orejas, me la acomodé bien centrada sobre la nariz, exhalé una bocanada de aire fresco matutino y entré. Ahora todos somos desconocedores de los códigos de comportamiento en espacios cerrados, así que esperé a que me dijeran qué debía hacer. Olía a desinfectante, en la radio sonaba música latina. Caraluna de Bacilos y luego Carlos Vives, una rareza. Por un momento me sentí en una peluquería colombiana, hasta que escuché el acento español de mi peluquera, que me indicó sentarme en la silla aún húmeda de desinfectante. Podía dejar mis cosas en el asiento que me separaba de la otra clienta. A mi izquierda, una rubia de ojos verdes con mascarilla, que parecía rusa o alemana, estaba cortándole el pelo a una anciana muy delgada. A pesar de que la anciana también tenía mascarilla, su expresión y su pelo remojado me recordaron a un animalito temeroso. Le expliqué a mi peluquera lo que me quería hacer y se fue a preparar la tintura en la parte de atrás del local. Observé mi cara con la mascarilla en el espejo, era demasiado grande, se me veían los ojos con dificultad. Luego, me evadí en los mensajes no leídos del WhatsApp.
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Con tan solo tres minutos de secador y cepillo, la anciana recuperó su elegancia. Cuando le quitaron la capa, sacó su teléfono para que le tomaran una foto, se la quería enviar a su hija. La peluquera le dijo que mejor se la tomaba con el de ella y, si le daba permiso, la publicaría por Instagram. La anciana no tenía ni idea de qué era Instagram, pero con que le enviaran la foto se daba por bien servida. Se puso de pie y se estiró la ropa. Cuando quiso quitarse la mascarilla para sonreír a la cámara, la peluquera rubia dio un salto hacía atrás y le dijo con un acento muy venezolano:
–No, no, no, no se quite la mascarilla, señora, por favor –poniendo su mano como barrera imaginaria.
–¿Cómo me va a toma la foto con mascarilla, no se me ve la cara? –exclamó desconcertada la anciana.
—La mascarilla es la nueva moda. Ahora las fotos se toman así –le aseguró mientras hacía la foto.
La anciana pagó. La venezolana le recordó ponerse los guantes de látex antes de salir, la anciana obedeció y se fue. Supongo que se fue contenta, porque su sonrisa no la pude ver.
Repitieron el mismo ritual de limpieza y le dieron paso al siguiente cliente, un niño de tres años acompañado por su madre. Ella llevaba mascarilla, él no. Tenía una especie de afro caprichoso, como si durante la cuarentena le hubiera crecido un arbusto en la cabeza. A mí ya me habían aplicado el tinte oscuro, me quedaba un rato de espera. Mientras pensaba en qué ocupar mi tiempo, veía cómo el niño se resistía a los tijeretazos. Su madre le prometió un helado y ver La patrulla canina si estaba tranquilo. La venezolana, que trabajaba con concentración a pesar de los manazos del niño, le repetía: “Pero no llores chamito, que no te estoy haciendo nada”. El niño lloraba aun más, con cada tijeretazo sus rizos caían al suelo y él intentaba proteger los pocos que le quedaban con sus pequeñas manos.
Afuera había otra clienta esperando. Me pidieron que me sentara en el lavacabezas para darle entrada. Se sentó en mi silla, sin que nadie aplicara previamente el protocolo de limpieza. Era una chica muy joven, de cabello rubio y liso, que comentó que en otra peluquería le habían quemado el pelo haciéndole unas mechas. Y sí, se le veía francamente deteriorado. Tenía pestañas postizas, un buen artilugio para estos tiempos de mascarillas en los que los ojos tienen que ser súper expresivos. Sacó su teléfono, ladeó un poco la cabeza, estiró el brazo y se tomó una selfie. Luego, tecleó concentrada durante un ratito. Supongo que colgó la foto en alguna red social. Como dijo la venezolana, será que ahora está de moda tomarse fotos así, con sonrisas afables tapadas por mascarillas. Mi prima, que es enfermera, hace ya tiempo que cuelga selfies con mascarilla en Facebook. Es la única a la que, de momento, le he visto fotos así. ¡Una adelantada a su época!
Las gomas de la mascarilla me estaban tallando detrás de las orejas. No sabía cuánto tiempo de espera me faltaba, pero ya me moría de ganas de irme. Pero, de repente, vi claro que esa experiencia sería mi tema para la entrega de esta semana. Busqué en el teléfono información sobre la comunicación no verbal y las mascarillas. Daniela Paolieri, psicóloga y profesora de la Universidad de Granada, decía en un articulo en la revista Verne que “en la comunicación cara a cara nos apoyamos en un amplio rango de señales, como gestos o miradas que acompañan al lenguaje oral”. Normalmente no somos conscientes de la influencia de estas señales visuales. Aunque, últimamente, he interaccionado con personas con mascarillas, y he notado que estas suponen una pequeña barrera para la comunicación. Los gestos que hacemos con la boca están presentes todo el tiempo y ahora no los podemos ver. Me miré al espejo durante un rato. Sonreí de diversas maneras para ver su efecto sobre la parte visible de mi cara. Luego saqué mi teléfono y me hice varias fotos. Seleccioné una en la que parecía una ninja venida a menos y la envié a un chat de amigas.
Después de otro rato, me lavaron la cabeza para quitarme el tinte. Luego recuperé mi silla, pues habían mandado a la chica rubia al lavacabezas. El protocolo de limpieza brilló, de nuevo, por su ausencia. A mi izquierda ya no estaba el niño, sino su padre. El hijo y la esposa lo esperaban afuera. Al ver la cantidad de pelo en el suelo, entendí el origen de la frondosidad del pequeño. El hombre tenía el pelo gris, tal cual como sería el mío si no lo tinturará. Sin duda, me vería envejecida, como yo veía a ese hombre. Volví a mirar mi rostro enmascarado en el espejo. Mientras la peluquera me cortaba el cabello, empezamos una conversación sobre los muchos desastres caseros que había tenido que arreglar estos días. Charlando frente al espejo, me di cuenta de que a menudo le respondía solo con una sonrisa (no hablo mucho, soy buena escuchando). Como es natural, esta sonrisa quedaba tapada por la mascarilla, así que me esforcé en responder con mi voz a su conversación. La venezolana encendió el secador para quitarle la humedad del cabello al hombre canoso. No podía oír con claridad lo que me decía mi peluquera y asumí que ella tampoco podía oírme a mi. Yo me esforzaba en contestar con grandes movimientos de cejas a sus casi inaudibles comentarios. Era todo un espectáculo. Instintivamente intenté buscar sus labios, pero la mascarilla seguía allí, implacable. Para ser sincera, tampoco es que me interesara mucho lo que decía, mentalmente estaba haciendo un repaso de todos los recados que tenía que hacer. La peluquera terminó de cortarme el flequillo y me mostró con un espejito la parte de atrás del corte. Me gustó. Luego, la venezolana, visiblemente la jefa, le pidió que lavara la cabeza a la rubia jovencita.
El hombre canoso también estaba listo, se levantó de la silla y muchísimos pelos terminaron de caer al suelo. Pagó los dos cortes y se fue. La venezolana me hizo señas de que la esperara. Limpió la silla, el datáfono, el pomo de la puerta y barrió los pelos. Entró otra clienta con la mascarilla mal puesta, la boca tapada y la nariz por fuera. Se sentó en la silla húmeda de desinfectante. Yo ya estaba harta de la mascarilla. Creo que me estaba marcando un surco detrás de las orejas que me quedaría de por vida. Quería irme. Me levanté de mi silla, les dije que no quería que me peinaran, les agradecí por su trabajo y pagué. Tan pronto puse un pie en la calle, me arranqué la mascarilla, la guardé y subí a mi bicicleta. Mientras pedaleaba, recordé mis viajes a países árabes. Siempre me impresionaron mucho los ojos de las mujeres con burka, tan maquillados y expresivos. Sin duda, son la zona más relevante de nuestra cara para la percepción de las emociones auténticas, así que, tal como están las cosas, tendremos que volvernos expertos en descifrarlos.