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Pensar libremente desde la tumba

En un poema póstumo de 1796 decía Diderot: “Y con las tripas del último sacerdote estrangularemos al último rey”.

Damián Pachón Soto

07 de mayo de 2020 - 01:59 p. m.
Denis Diderot: "El filósofo nunca ha matado a ningún sacerdote, mientras que el sacerdote ha causado la muerte de un gran número de filósofos". / Archivo particular
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Esta frase da cuenta del talante espiritual de un hombre que vivió en una época donde en Francia, la nación que se convertiría a partir de 1789 en símbolo de la libertad y de los derechos del hombre y del ciudadano, los hijos no podían casarse antes de los 30 años sin permiso de los padres, y donde reinaba el absolutismo, herencia de Luis XIV; una nación donde la censura y la intolerancia religiosas habían llevado a la hoguera Las cartas filosóficas de Voltaire y la persecución de los jansenistas y disidentes religiosos era pan de todos los días, pues la moral y las buenas costumbres se encontraban custodiadas por los magistrados de la legislación divina, quienes siempre velando por el más allá suelen controlar el más acá para beneficio propio y desgracia de los demás mortales. 

Denis Diderot nació en 1713, hijo de una familia religiosa que siempre proyectó su futuro al interior de la carrera eclesiástica, tal como era el anhelo de su padre, con quien el futuro librepensador tuvo una relación compleja y ambigua durante toda su vida, llena de reconciliaciones esporádicas y persistentes desavenencias. Sin embargo, el destino de Diderot eran las letras y la filosofía, carrera que incluyó también algunas traducciones, pues tenía un buen dominio de la lengua inglesa, así como del italiano. Del inglés, Diderot tradujo The Grecian History, de Temple Stanyon, e Investigación sobre la virtud y el mérito, de Shaftesbury. Ese conocimiento del inglés le permitió a Diderot, como a muchos otros de la época, establecer un puente entre la ilustración inglesa y la cultura francesa, a decir verdad, muchos menos libre desde la derogación del Edicto de Nantes de 1598 que terminó con la libertad y la tolerancia religiosas que se habían obtenido desde la sangrienta noche de San Bartolomé en el siglo XVI. 

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Diderot pertenece a una generación heredera de la llamada revolución científica del siglo XVII, para la que el escepticismo se había convertido en método, y formaba parte de una propedéutica de espíritus inquietos que cuestionaron la autoridad, la tradición y el saber escolástico precedente con su ergotismo y culto a la memoria y la repetición, crítica que ya aparecía en la obra de Francis Bacon. Por eso Diderot decía: “el escepticismo es el primer paso hacia la verdad”. No hay que olvidar que ya en La gran restauración de 1620 Bacon había fundamentado la “interpretación de la naturaleza” en los sentidos y en las “percepciones del entendimiento” que llevan a “nociones verdaderas”. Después, partiendo de ahí, vendrán las teorías del conocimiento de Locke y de Hume. En Francia, por su parte, El discurso del método, de Descartes, había dado lugar a una nueva fundamentación de la filosofía, y a la concepción mecanicista de la naturaleza traducible en caracteres matemáticos. 

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En Francia, de todas formas, la teoría de las ideas innatas de Descartes era funcional a la iglesia, razón por la cual la teoría de Locke sobre la mente humana concebida como tabula rasa resultaba peligrosa, pues permitía cuestionar que la idea de Dios venía ya empaquetada en la cabeza humana desde el nacimiento. La idea según la cual la idea de Dios no es innata va a seducir a Diderot y va a ser esencial para fundamentar su decidido e insobornable ateísmo. 

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 En 1746 Diderot publica su primer libro, Pensamientos filosóficos, el cual evocaba en su título las Cartas filosóficas de Voltaire y los Pensamientos de Pascal. En la primera página aparecía una frase que decía: “este pescado no es para todo el mundo”, que trae a la mente a Nietzsche cuando escribió en Así habló Zarathustra: “un libro para todos y para nadie”. En el libro de Diderot era notoria la influencia de la crítica religiosa de Shaftesbury y su animadversión por la idea negativa que tenía Pascal de la naturaleza humana y del hombre como un ser degradado que cargaba el pecado original. Esto llevó a Diderot a escribir: “viendo el retrato de la deidad que algunos han pintado, viendo su tendencia a la ira, viendo la severidad de su venganza […] el alma más decente se sentiría tentada a desear que este Dios no existiera”. El resultado: Los pensamientos filosóficos terminaron en la hoguera. Y, a partir de ahí, como dice Andrew S. Curran en su magnífico libro, Diderot y el arte de pensar libremente (2019): “el peligroso juego del gato y el ratón de Diderot frente a los poderes del ancien régime había empezado”. 

En los siguientes tres años Diderot no dejó de escribir. En 1748 se publicó Los dijes indiscretos. En este relato, “un sultán africano cuyo anillo mágico podía hacer que los genitales femeninos contaran sus aventuras erógenas”, resultaba igualmente escandaloso, pues en él Diderot se atrevió a darle voz a la vagina, convirtiéndola en una vagina parlante. Pero fue la publicación de Carta sobre ciegos, un tratado filosófico de mayor calado, materialista y decididamente ateo, el que puso la lupa de las autoridades sobre Diderot. En el libro se hablaba de la relatividad de las sensaciones, de otros mundos disueltos en el universo a los que no se tenía acceso y postulaba un azar y una casualidad que lo regían todo, excluyendo, por contado, la ausencia de Dios. El libro llevó en 1749, finalmente, a Diderot a la cárcel, donde permaneció por 102 días. 

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Después del incidente, Diderot se dedicó casi de manera exclusiva a la realización de la gran obra que lo haría inmortal, la “biblia” del siglo XVIII, la biblia de la Ilustración que pretendía recoger el desarrollo de las artes y las ciencias como monumento a la posteridad: La Encyclopédie. Este proyecto se venía fraguando desde 1746, pero su primer volumen sólo apareció en 1751. Como se sabe, el resultado final fueron 17 volúmenes con 74.000 voces o entradas, con 23.000 referencias y remisiones cruzadas. El proyecto, que organizaba el conocimiento según las facultades de la mente que Bacon había postulado desde The Advancement of Learning, de 1605 (razón, imaginación y memoria), acompañado por once volúmenes de bellísimas láminas, fue paralizado durante dos ocasiones y perseguido por jesuitas y demás detractores. Pero a pesar de todo, pudo salir a flote, convirtiéndose en la mayor empresa editorial hasta entonces, summa del saber humano de la época. En la enciclopedia Diderot se las ingenió, engañando a los censores, para fustigar muchas de las creencias, los prejuicios y las supersticiones de su tiempo. Esta obra magna no fue posible sin D’Alembert, quien acompañó el proyecto hasta 1759, del editor Le Breton y sin los buenos oficios propiciados bajo las sábanas de Luis XV por esa fabulosa mujer de cultura, amiga de Diderot y de otros philosophes, que fue Madame de Pompadour. El último tomo de la enciclopedia se publicó en 1765 y el de láminas, en 1772. Desde entonces, Diderot pudo dedicarse a sus propios escritos. 

Hay que decir que desde la censura y el encarcelamiento Diderot había decidido ser discreto y dejar sus pensamientos más íntimos y profundos para la posteridad. Esto es claro cuando escribió: “Uno sólo se comunica con fuerza desde el fondo de la tumba; ahí es donde uno debe imaginarse; y es desde ahí donde uno debería hablar a la humanidad”. Es decir, como diría Nietzsche en El anticristo, nacer de “manera póstuma”, única forma en su tiempo para pensar con libertad. El philosophe cumplió con su palabra. Y si bien los 25 años que pasó realizando la enciclopedia los llegó a sentir como una verdadera carga, terminado el proyecto no dejó de escribir, máxime cuando ya era una celebridad en Europa, y cuando planeaba, como en el caso de Rusia, llevar la Ilustración al reino de quien fuera su amiga y mecenas, la emperatriz Catalina la Grande. En esos años Diderot escribió varias obras donde, por ejemplo, sostuvo teorías evolutivas, aportó a la crítica estética, especialmente, a la pintura; se ocupó de la vida sexual y se adelantó a algunos de los descubrimientos de Freud al tratar la represión sexual en monjas con tendencias lésbicas; definió bellamente el orgasmo como “un instante en el tiempo que posee su propia locura”; fustigó el patriarcado- a pesar de su propio machismo explicable por la circunstancia histórico cultural de la época- como responsable de la vida miserable de las mujeres, acogió la teoría de la soberanía popular, y vaticinó la aparición de un “Espartaco negro” que aboliera la inmoral esclavitud, entre otros interesantísimos temas. 

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Durante un periodo de su vida se rodeó de la amistad -bastante conflictiva, por demás- de Rousseau, tuvo un único encuentro con su admirado Voltaire, compartió con el conde Buffon, el Barón de Holbach, el sensista y materialista Condilllac, entre lo más granado de los hombres de letras de la época. Su vida es un ejemplo de librepensamiento y sin su labor, junto a la de los demás philosophes, no hubiera sido posible la ilustración alemana. Si Kant, en 1784, había llamado a superar la minoría de edad y a pensar por sí mismo sin el tutelaje de otro, hay que recordar que Diderot, que murió justo ese año, mucho antes había escrito que la misión del filósofo era “pisotear hasta pulverizar el prejuicio, la tradición, la antigüedad, el consentimiento generalizado… en una palabra, cuanto subyuga la mente del rebaño”.

Por Damián Pachón Soto

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