Peter Bonetti y la maldición del portero suplente (Como de cuento)
El fin de semana pasado falleció Peter Bonetti, legendario portero del Chelsea, y protagonista de una de las tardes más tristes del fútbol inglés, la del 14 de junio de 1970 en León, México.
Fernando Araújo Vélez
Aquel partido, viejo y borroso recuerdo para memoriosos, fue uno de aquellos tantos juegos por los que años más tarde, Gary Lineker dijo que el fútbol era un deporte de once contra once en el que siempre ganaba Alemania. Fue sorpresa, emoción, novela, drama. Y fue, sobre todo, una de las tantas confirmaciones en la historia del fútbol de que más que la técnica, los lujos y las gambetas, lo que importa es la mentalidad. Aquel partido, sí… Como un cuento de niños, que se volvió cuento de adultos según fueron transcurriendo los años. Aquel partido… León, México. Copa del Mundo de 1970. 14 de junio 1970. Cuartos de final. Inglaterra contra Alemania. Por un lado, Uwe Seeler, Franz Beckembauer, Gerard Müller. Por el otro, Gordon Banks, Bobby Moore, Bobby Charlton.
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Aquel partido, viejo y borroso recuerdo para memoriosos, fue uno de aquellos tantos juegos por los que años más tarde, Gary Lineker dijo que el fútbol era un deporte de once contra once en el que siempre ganaba Alemania. Fue sorpresa, emoción, novela, drama. Y fue, sobre todo, una de las tantas confirmaciones en la historia del fútbol de que más que la técnica, los lujos y las gambetas, lo que importa es la mentalidad. Aquel partido, sí… Como un cuento de niños, que se volvió cuento de adultos según fueron transcurriendo los años. Aquel partido… León, México. Copa del Mundo de 1970. 14 de junio 1970. Cuartos de final. Inglaterra contra Alemania. Por un lado, Uwe Seeler, Franz Beckembauer, Gerard Müller. Por el otro, Gordon Banks, Bobby Moore, Bobby Charlton.
Era la revancha de la final de la Copa del 66. El definir, de una buena vez, cuál era superior, luego de las polémicas y las habladurías que habían surgido luego de que el árbitro Geof Dienst le convalidara a Inglaterra un gol que se discutirá hasta la eternidad. Geoff Hurst le pegó a una pelota que le llegó de los pies de Roger Hunt, y el balón dio en el travesaño del arco que defendía Hans Tilkowski y bajó. En un principio, el juez no sentenció nada, pero luego… Luego los ingleses protestaron, fueron a preguntarle al juez de línea, Tofiq Bakhramov, y el juez de línea dijo que había sido gol. Y fue gol, según la oficialidad. Inglaterra se puso por delante de los alemanes 3-2 y al final, acabó por anotar otro tanto y llevarse el título por primera vez en su historia. El recuerdo, aquel recuerdo del 66, aún estaba latente.
Y estaban latentes los sucesos de la Segunda Guerra Mundial, y Chuchill, y Hitler, y el desembarco en Normandía, y Hermann Göring sobrevolando las costas de Inglaterra, y preso después, y las bombas, y los aviones de la Luftwaffe, los gritos, el miedo y el odio y el rechinar de las sirenas que le avisaban a la gente que debía protegerse. Estaban latentes las viejas guerras de antes, las de 1914 y las anteriores. Tantas guerras, tantas muertes, tantos odios, tantas venganzas, tantas historias relatadas y transmitidas de generación en generación. El fútbol, con aquel partido, no era simplemente un pretexto. Era otra guerra, aunque nadie quisiera hablar de guerras. Era otra revancha, aunque nadie quisiera pronunciar aquella palabra.
Era, sobre todo, la oportunidad de restregarle al vencido que la historia se seguía escribiendo. Y se escribió con tinta indeleble, con decenas de detalles que fueron inclinando la balanza, porque dos días antes de que se iniciara el juego, Gordon Banks, legendario portero inglés, se tomó una cerveza para disipar el calor. Para ahuyentar la tensión. Para pensar durante unos pocos minutos, así fueran solo unos diminutos minutos, en otro asunto. La cerveza fue el veneno. Banks comenzó a sentirse mal en la noche. Vómitos, fiebre, náuseas, debilidad. Al día siguiente dijo que ya estaba bien, pero luego recayó. Recayó y recordó y devolvió la película, o la parte de la película que logró recordar. Se había tomado una cerveza, una simple cerveza, en un vaso que no estaba del todo limpio.
Una gota de agua fue suficiente para que alguna bacteria se le colara a Banks entre la cerveza, sentenciaron los investigadores del caso, pero ni ellos ni el equipo ni los hinchas que habían llegado a México para celebrar una nueva copa del mundo tenían tiempo para esperar. Debían viajar a León, y lo tuvieron que hacer en bus, pues no había cupo en ningún avión. Viajaron en uno de aquellos buses de aquellos tiempos, y durante las cinco horas de carretera no hicieron más que recriminarse por la bacteria, y luego por Banks, por no haber previsto la ida a León, porque las mil y una precauciones que habían tomado llevando agua desde Londres, y comida y cocineros para cuidarse habían sido insuficientes, y por la bacteria de nuevo y de nuevo por Gordon Banks, y por la suerte y la no suerte.
En León tuvieron que alojarse en un hotel de tercera, y dormir sobre las camas en las que habían dormido los jugadores de Bulgaria días antes. Y entrenaron como pudieron, a las órdenes de Alf Ramsey, que les decía que olvidaran, pero ellos no olvidaron. Seguían inmersos en la bacteria, en Banks, en los sucesos que habían llevado meses atrás a Bobby Moore a ser detenido en Bogotá como sospechoso de haberse robado un brazalete en una joyería del Hotel Tequendama, hasta que llegó el momento de enfrentar a Alemania. Gordon Banks se quedó por fuera. Lo reemplazó Peter Bonetti, un ídolo del Chelsea que había tenido que soportar en silencio la suplencia en la selección desde la copa del 66. A Bonetti le decían el gato, y él se daba fuerzas con aquel apodo.
Y se dio fuerzas durante el partido, sobre todo porque Inglaterra comenzó ganando con un gol de Alan Mullery, y se puso arriba dos por cero con una anotación de Martin Peters. Pero luego llegaron los momentos decisivos. Alemania se fue encima de los ingleses. Llenó el área de Bonetti de pelotazos y centros. Y Bonetti sacaba y sacaba pelotas. Y volaba hacia un lado y hacia el otro. Y ordenaba. Y pegaba gritos. Sin embargo, los alemanes seguían bombardeando su arco, su área, sus manos, su firmeza, y a los 67 minutos, Beckembauer se adelantó, la cabeza erguida, como siempre, la vista en busca de la mejor opción, y encontró la mejor opción, que fue pegarle al arco de Bonetti desde veintitantos metros. El balón picó una, dos, tres veces antes de llegar a su destino.
Bonetti se lanzó cuando ya era tarde. Fue gol. Y fue silencio. Miedo. Desazón. Preguntar cuánto tiempo faltaba. Apretar los dientes. Resistir. Contar los segundos, los minutos, que fueron dos, y cinco, y siete, y que solo fueron siete porque a los 74, un centro pasado y llovido sobre su área fue buscado más con hambre que con cualquier otra cosa por Uwe Seeler que metió la nuca y la cabeza y logró el gol imposible. Dos por dos, y a tiempo extra. Y en el tiempo extra, Gerard Müller, como siempre. Müller, una volea, gol, 3-2 para Alemania, que volvía a ganar, que volvía a ser aquel equipo que jugaba a un juego de once contra once en el que siempre ganaba ella.