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Después de más de medio siglo de una carrera que lo hizo famoso en todo el mundo, en 2012 Philip Roth anunció que ya no tenía “nada más de qué escribir” y que ya no tenía energía para gestionar la frustración que acompaña a la creación literaria. Ese mismo año fue galardonado con el Príncipe de Asturias de las Letras, cerrando una trayectoria que arrancó con la publicación en 1959, cuando tenía 26 años, de Goodbye Columbus, un conjunto de cinco relatos y una novela de amor que le valió uno de los premios más prestigiosos de Estados Unidos, el National Book Award.
Roth se fue apagando desde hace seis años. En agosto de 2017, en una de sus últimas entrevistas, dijo para el diario francés Libération: “contar historias, eso que me ha resultado preciso durante toda mi existencia, ya no es el centro de mi vida. Nunca habría imaginado que podría pasarme algo así”.
En sus últimos años, Roth pudo ver como sus obras fueron convertidas en películas. Las últimas dos adaptaciones fueron Pastoral americana, basada en la novela homónima, estrenada en 2016, dirigida y protagonizada por Ewan McGregor, e Indignation, también basada en la novela homónima, dirigida por James Schamus, estrenada en 2016 y protagonizada por Logan Lerman.
Su última novela fue Némesis, que vio la luz en 2010. Se trata de una obra de ficción ambientada en el verano de 1944, que habla de una epidemia de polio y sus efectos en una comunidad de Newark muy unida y sus hijos.
Roth dedicó su vida a escribir, andar a caballo y dividir su tiempo entre su apartamento en el Upper East Side de Nueva York y una casa en Connecticut, en el noreste de Estados Unidos. Después de 2012 solo le quedaron los caballos y el silencio. La escritura se alejó como la sombra que proyectan las montañas sobre los edificios cuando anochece. “Ya no tengo la energía suficiente para soportar la frustración. La escritura es frustración, una frustración cotidiana, por no decir humillación”, dijo en 2012 para The New York Times. “Ya no puedo afrontar más esos días en que escribo cinco páginas y las tiro”.
Roth pudo soportar la presión de la escritura, el tedio de tener que bajarse del caballo gracias a que desde niño nunca supo comunicarse con el resto de personas de una forma “normal”. “Sé fluido”, le decían. En ese trabajo forzoso en el que se convirtió la escritura, descubrió que la única y mejor forma para hacerlo era estando de pie. Escribía sobre una mesa alta y larga que le permitía caminar por toda la habitación mientras la idea afloraba, mientras la mente se despercudía.
Así escribió la legendaria trilogía americana, que le abrió definitivamente las puertas del Olimpo literario: Pastoral americana (1997), sobre los estragos de la guerra de Vietnam en la conciencia nacional; Me casé con un comunista (1998), sobre el macartismo, y La mancha humana (2000), ), que denuncia un Estados Unidos puritano y replegado sobre sí mismo.
La introspección psicológica fue permanente campo de batalla del prolífico Roth, con obras memorables como Patrimonio (1991), en la que el protagonista examina su compleja relación con su padre y se sitúa ante la dificultad de ser testigo de su agonía hasta su muerte. En su obituario, The New Yorker ha recordado los temas preferidos de Roth: “La familia judía, el sexo, los ideales americanos, la traición de los ideales americanos, el fanatismo político y la identidad personal”.
Nieto de inmigrantes judíos de Europa del Este y nacido en Nueva Jersey, Roth siempre rechazó la reiterada categorización que tenían los medios hacia él: un escritor judío-americano. “Ese epíteto no tiene sentido para mí: si no soy americano, no soy nada”, dijo en una ocasión. “Yo no escribo judío, escribo estadounidense”. En su autobiografía Los hechos, publicada en 1988, escribió de su padre: “Su repertorio nunca ha sido enorme; familia, familia, familia, Newark, Newark, judío, judío. Más o menos como el mío”. En ese libro, el escritor relató sus primeros 35 años de vida con un humor descarnado y un tono franco. Comenzó una nueva forma de escritura para él.
Sus relatos provocadores sobre la moral de la pequeñoburguesía judío-estadounidense, sátiras políticas, reflexiones sobre el peso de la historia o más recientemente sobre el envejecimiento, están a menudo en la frontera entre la autobiografía y la ficción. “Escribo ficción y me dicen que es autobiografía. Escribo autobiografía y me dicen que es ficción. Como yo soy tan tonto y ellos tan listos, dejémoslos decidir”, dijo un día.
Roth se dio a conocer en 1969 con El mal de Portnoy, que generó una gran polémica. En ella, su joven protagonista aborda sin rodeos con su psicoanalista su obsesión por la masturbación y la relación con su posesiva madre, Estados Unidos y el judaísmo.
Esta obra lo puso en boca de los críticos: si bien representantes de la comunidad judía consideraron que la novela estaba impregnada de antisemitismo, otros vieron pura y simplemente pornografía. “Me encanta escribir sobre sexo. ¡Un tema extenso! Pero la mayoría de las cosas que cuento en mis libros nunca existieron. Sin embargo, se necesitan algunos elementos de realidad para empezar a inventar”, dijo después. A finales de los años 1970, influenciado entre otros por el novelista estadounidense Saul Bellow, Roth empezó una serie de nueve libros en los que el protagonista era un joven novelista judío, Nathan Zuckerman, que apareció en nueve de sus novelas y que fue catalogado como su alter ego.
En enero de este año, después de años alejado de los medios, el autor de La visita al maestro (1979) concedió una entrevista a The New York Times en la que afirmaba que la lectura –sobre todo de obras de Historia– había reemplazado su pasión por la escritura y explicaba que había dado por finalizada su carrera al tomar conciencia de que había dado de sí todo lo que llevaba dentro: “Había sacado lo mejor de mi trabajo, y lo siguiente sería inferior”. “Ya no poseía la vitalidad mental, ni la energía verbal o la forma física necesarias para construir y mantener un largo ataque creativo de cualquier duración sobre una estructura tan compleja y exigente como una novela”.
Cuando decidió dejar de escribir, Philip Roth pegó un autoadhesivo en su ordenador que leía: “Mi lucha con la escritura ha terminado”. Para evaluar su obra, citaba esta frase que dijo hacia el final de su vida el boxeador Joe Louis: “Hice lo mejor que pude con lo que tenía”.
Autobiografía “Los hechos”, 1988
Mi querido Zuckerman: En el pasado, como bien sabes, los hechos siempre han sido anotaciones rápidas en un cuaderno, manera mía de colarme en la ficción. Para mí, como para la mayor parte de los novelistas, todo suceso auténticamente imaginario empieza por abajo, en los hechos, en lo específico, no en lo filosófico, ni en lo ideológico, ni en lo abstracto. Y, sin embargo, para mi sorpresa, ahora parece que me he puesto a escribir un libro absolutamente hacia atrás, tomando lo que ya había imaginado y, por así decirlo, desecándolo, para de este modo devolver mi experiencia a la autenticidad, a un estadio previo a la ficción. ¿Por qué? ¿Para demostrar que hay un desfase significativo entre el escritor autobiográfico que los demás ven en mí y el escritor autobiográfico que de veras soy? ¿Para demostrar que la información que extraje de mi vida era, en la ficción, incompleta? Si eso fuera todo, no creo que me hubiera molestado, porque los lectores reflexivos, si hubieran puesto el interés suficiente, ya lo habrían averiguado por sí solos. Tampoco es que hubiera necesidad alguna de este libro: nadie me lo encargó, nadie reclamó una autobiografía de Philip Roth. El encargo, si alguna vez existió, se produjo hace ya treinta años, cuando hubo, entre los venerables judíos que me aventajaban en edad, quienes quisieron saber quién era el chico ese que tales cosas escribía.