Una vez más el chileno Pablo Larraín desembarca en la Mostra de Venecia con su nueva película. Si bien cada ocasión ha sido meritoria de contento y orgullo, en esta oportunidad con El conde el júbilo es mayúsculo, y no es para menos.
El cineasta chileno junto al guionista Guillermo Calderón se sentaron a escribir una sátira en la que Augusto Pinochet es un viejo decrépito y decadente vampiro, recluido en un paraje solitario e inhóspito, que humillado e indignado porque se le acusa de ladrón, tras 250 años de intensa vida, quiere morir. “A un soldado se le puede decir que es asesino pero no ladrón”, se indigna el Pinochet-vampiro encarnado por Jaime Vadell.
En primera instancia lo que suena “como una idea absurda”, afirmaba Larraín en una suite del Hotel Excelsior en la Mostra de Venecia, el vampiro – como el dictador Pinochet – precisamente se vanagloria de la impunidad de sus actos, y “la impunidad crea la eternidad”, sentenciaba el realizador que compite con El conde por el León de Oro en el Festival Internacional de Cine de Venecia.
Protagonizada por Vadell, Gloria Münchmeyer y Alfredo Castro, El conde es una historia sobre vampiros y vampirismos, de eternidades, de exorcismo, de desmesurada codicia y de podredumbre humanas; es además una ficción basada en personajes reales y en sus actos que van desde asesinatos, torturas y desapariciones hasta el saqueo y la corrupción en todas sus formas.
“No es una metáfora, aunque puede que sea el final de la metáfora”, sostenía Larraín, “porque es exactamente así”. La sombra de Pinochet hasta hoy en día es larga, oscura, está muy presente. “Ahora que se cumplen 50 años del Golpe de Estado (a Salvador Allende), Pinochet se siente más vivo que nunca, su figura y presencia representan una enorme fractura en la sociedad y en la política”, apuntaba el director.
Pablo Larraín se remite al caso de Argentina, “allí fueron capaces de enjuiciar y encarcelar al dictador y a muchos militares que participaron en la dictadura, tal como lo mostró la película de Santiago Mitre (Argentina, 1985)”, describe, “así es como se hace un proceso de curación, esa es la manera de crear el pacto de no permitir que algo así suceda otra vez”.
Que aún exista un tercio de la población que piensa que Augusto Pinochet “fue un gran hombre” y que la división política en torno a su figura sea gigantesca, sostiene Larraín que es una consecuencia de que “en Chile no se dijo el ‘Nunca más’ que sí existe en Argentina o en Uruguay, hasta allí no hemos llegado y las explicaciones son muchas, la impunidad es una de ellas”.
Larraín vuelve el punto de partida de El conde, “el chiste negro” sobre el del soldado convertido en general desmoralizado por las acusaciones de pillaje, pero no de violador de derechos humanos. En la comedia negra, en la sátira es donde ha encontrado el instrumento perfecto para contar esta historia, tiene sus razones.
“Uso la sátira porque otras maneras para abordar un personaje como este podría crear empatía, y eso no lo podíamos permitir ni hacer de ninguna manera”, argumenta, “la sátira te proporciona la distancia correcta, y de esa manera es que puedes verlos a todos ellos”.
El plural viene porque Pinochet no está solo en El conde, le rodean su esposa Lucía Hirriart (Münchmeyer), “mucho más perversa y arribista que Pinochet”, como la describen en la película, Fyodor Krasnoff (interpretado por Castro, basado en Miguel Krassnoff, ‘El ruso’, condenado por crímenes de lesa humanidad), “bazofia humana, maestro de torturadores”, le describen; además de los cinco hijos de los Pinochet Hirriart (interpretados por Antonia Zegers, Amparo Noguera, Catalina Guerra, Marcial Tagle y Diego Muñoz), desplegando sus habilidades de corruptos, codiciosos, vampiros sin colmillos.
Buena parte de su filmografía Larraín la ha dedicado al contexto y consecuencias de la dictadura, como en Tony Manero, Post Mortem, No y El club; pero en ninguna de ellas aparece el dictador. “Pinochet nunca antes había sido filmado, en ninguna forma, ni en el cine ni en la televisión”, apunta, “decidimos poner la cámara enfrente de él, y la manera de hacerlo era a través de la creación de una farsa para burlarnos de él”.
La noticia de la sentencia de los asesinos del cantautor Víctor Jara está fresca, pero ¿qué peso puede tener en la impunidad que aún existe? “Ayuda sobre todo con casos tan emblemáticos como el de Jara”, afirma y relata que uno de los sentenciados se suicidó cuando la policía fue a buscarlo a su casa para encarcelarlo.
“Existen miles de muertos y desaparecidos, miles fueron torturados y miles tuvieron que exilarse, sin embargo aún perdura el pacto del silencio en las fuerzas armadas además de la protección que tuvo Pinochet una vez que fue despojado del poder”.
Tomando en cuenta el contexto de la sociedad y política en Chile, Pablo Larraín está consciente de que la recepción de la película distará de ser dulce. “Creo que la gente que aún lo apoya considerarán este filme como una ofensa, y así es como tiene que ser. Argumentarán que se ignoran todas sus maravillas y milagros que hizo”, se encoje de hombos.
Para Larraín existe pues una herida abierta. “Mis hijos me preguntaron por qué estaba haciendo una película sobre Pinochet”, se sonríe. Aunque no tiene la certeza de cómo El conde pueda influir en el presente y en el curso de la historia, de algo sí está seguro, “el cine es la máquina del tiempo más grande que hemos creado, si pudiera usarse para hacer película como esta, sería fantástico. Yo estoy dispuesto a hacerlo”.