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“Podemos perderlo todo, pero nunca la lengua miraña”: Elio Miraña, líder indígena

Cuarta crónica sobre los esfuerzos del Instituto Caro y Cuervo por el rescate de lenguas indígenas que están en peligro de desaparición en Colombia.

César Mora Moreau * / Especial para El Espectador

08 de julio de 2025 - 11:00 a. m.
Elio Miraña y Elvira Miraña, defensores y cultores de su idioma indígena.
Foto: Cortesía Prensa Instituto Caro y Cuervo
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Miraña es su nombre, como también el de su idioma y su pueblo. Miraña del clan Booanamʉ (Boa) por el lado paterno y del Neebaje (Achiote) por el materno, Elio Miraña, documentador de la lengua miraña en el marco del Programa de documentación de diez lenguas para 2025 del Instituto Caro y Cuervo, dice que, aunque este término de origen tupí fue una forma de colonización que tergiversó la historia de su gente, “lo usamos de apellido porque también es una manera de reconocernos y hermanarnos. Al ser reducidos como población [durante la fiebre del caucho], todos nos consideramos parte de la misma familia, más allá de la diversidad de los clanes”. (Lea otra crónica sobre la importancia de la lengua kamentsá).

Los miraña son un pueblo indígena amazónico cuyo territorio ancestral está ubicado en la quebrada del río Gwaa’i (Pamá), afluente del Paa’i (río Cahuinari). Durante el genocidio cauchero, que tuvo como epicentro el Putumayo, el grupo migró a zonas cercanas al Iñe’i (río Mirití), territorio de comunidades como los matapi y los yucuna. Desde 1937 se estableció en asentamientos ribereños a orillas del río Caquetá o río de la danta (Okajimo), formando las comunidades de Puerto Remanso del Tigre, Mariápolis, San Francisco, Las Palmas y Metá-Quinché.

De esta diáspora de mirañas nacidos lejos del territorio desciende Elio, quien desde el municipio de Leticia ha presenciado una disminución del número de hablantes de su lengua debido a la muerte de los mayores, muchos de los cuales no enseñaron el idioma a sus hijos porque consideraron que era más útil aprender solo el español. Frente a esto, el documentador reconoce la urgencia y la necesidad de la preservación del idioma: “Podemos perderlo todo, incluido el territorio, pero nunca la lengua miraña, que es nuestra esencia. Si desaparece, nuestro pensamiento original ya no va a estar. Por eso hay que hacer algo”. (Lea la crónica sobre los hablantes del idioma murui).

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De acuerdo con el Plan decenal de lenguas nativas de Colombia (2022), de la población total de 759 mirañas, solo 166 manifestaron hablar la lengua, lo que equivale a un 22 %. Esta cifra representa una disminución significativa frente al 32 % que afirmó hablar miraña en 2009, en un diagnóstico realizado por el Ministerio de Cultura. La investigadora Yaty Urquijo explica que de este último porcentaje menos del 2 % corresponde a hablantes menores de 18 años.

Considerando estos números, tiene sentido que en su ejercicio de documentación y salvaguarda Elio lidere actividades de promoción del miraña a través de talleres con jóvenes, para atenuar la ruptura de la transmisión intergeneracional del idioma; mambeaderos para reflexionar sobre la importancia de la lengua propia y divulgación de materiales escritos y sonoros para la visibilización de su grupo con el apoyo de la Universidad Nacional de Colombia – Sede Amazonía. (Crónica sobre la defensa del idioma misak).

En contextos pluriétnicos, la enseñanza de los idiomas propios es un tema complejo, teniendo en cuenta la diversidad de pueblos indígenas que conviven en un mismo territorio (solo en el Amazonas se reconoce la presencia de al menos 26) y la exclusión involuntaria de personas de otros grupos: “Por ejemplo, si los maestros son miraña, en el mejor de los casos dictan sus clases en lengua miraña, pero se excluyen las lenguas de niños de otros grupos étnicos. Por lo general, lo que ocurre es que los maestros terminan dando las clases en español, que es la lengua que dominan todos los niños”, explica el documentador. Esta situación evidencia los riesgos de pérdida de idiomas indígenas, por el hecho de que el español sea la lengua utilizada para la enseñanza, y refuerza la necesidad de los procesos de documentación.

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Elio tenía entre 9 y 11 años cuando investigadores y tesistas provenientes de países como Francia, Alemania y Estados Unidos llegaron al territorio para hablar con su tío Neeba Gwajko, un cantador del clan Neebaje, y grabar las conversaciones. En ese momento, el documentador se preguntaba qué propósito tenían esos ejercicios y no entendía su importancia.

Treinta años después, es consciente del valor de preservar los saberes para evitar que desaparezcan. Sin embargo, en el ejercicio de la documentación, el hecho de que los investigadores no sean de la propia comunidad ni hablantes de miraña plantea una serie de problemas y limitaciones: “Yo he tenido la oportunidad de leer el trabajo de otros investigadores, pero a veces uno se da cuenta de que hay mucha interpretación. Es evidente la ausencia del espíritu, como decimos localmente. Es diferente un investigador de afuera que nosotros mismos, que hablamos el idioma y entendemos el contexto. No digo que los demás no lo puedan hacer, pero son procesos diferentes”, afirma Elio. Al ser el español el idioma intermediario, distintos aportes y conocimientos pueden quedar por fuera o ser modificados. En especial, porque varios de los investigadores que llegaron a las comunidades miraña fueron extranjeros que hablaban el español con dificultad, lo cual fue un reto para los abuelos, ya que no podían expresarse en su idioma materno.

Cuando un miraña muere, los familiares deben deshacerse de todo lo que le perteneció, incluido cualquier registro en el que se vea su imagen o se escuche su voz, de manera similar a las creencias del pueblo nukak. Si los familiares conservan los objetos de los muertos, es necesario realizar curaciones y cantos para que el alma no traiga enfermedades a los vivos.

Tras la muerte de su tío, Elio enfrentó un dilema sobre qué hacer con los casetes donde quedaron registrados cantos del clan Neebaje que ni siquiera otros mirañas conocían. Pese a que varios miembros de su familia querían destruir las grabaciones, Elio se opuso, consciente de que ese acto significaba ir en contra de las creencias: “Quemar esos cantos era también perder parte de lo que somos como mirañas”.

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Tal vez el canto de su tío es lo que lo motiva a recorrer las ciudades amazónicas de Leticia (Colombia) y Tabatinga (Brasil) para documentar y asegurar la preservación de los cantos de arrullo y los ceremoniales: “Dentro de nuestra cultura, los cantores son esenciales para el bienestar. Así como los médicos son esenciales, los cantores también lo son porque los cantos son fragmentos de historias y las historias son curaciones. Cantando y bailando se armoniza el territorio. Por eso fue que los religiosos no nos entendieron y estigmatizaron nuestras creencias, historias, cantos e idioma”.

Uno de los cantos recopilados en su labor de documentación es el de la perra de monte, cantado por Neeba Jʉmille (Elvira Miraña), la última abuela del clan Neebaje. Este canto cuenta la historia de una perra con la capacidad de transformarse en mujer que, durante las noches de baile, se acerca a las malocas para robarse a los niños varones que están siendo amamantados. Como se trata de un ser astuto, la perra de monte logra que las madres les entreguen a los niños y se los lleva. Pero un día, una de las mujeres le pide ayuda a la abuela armadillo para recuperar a su hijo. Entonces, la abuela armadillo se dirige a la casa de la perra de monte con una preparación de tucupí con picante. Al principio, la perra de monte es desconfiada; sin embargo, le entrega el niño a la mujer armadillo y, al probar la comida, se da cuenta de que necesita tomar agua, sin saber que la abuela armadillo ha secado todos los cuerpos de agua, lo que obliga a que la perra de monte tenga que alejarse mucho. Mientras tanto, la mujer armadillo escarba y escapa con el bebé para llevarlo de regreso a su familia. Al darse cuenta de que perdió al niño, la perra de monte llama a sus parientes perros para que la ayuden a recuperar al bebé, y ellos escarban la tierra para seguir el rastro de la abuela armadillo, sin saber que ella creó el árbol de yarumo para confundirlos, debido a que sus raíces se parecen a las extremidades y cola del armadillo. Esta historia habla sobre la desconfianza del mundo de afuera, una reflexión que puede extrapolarse a las dinámicas entre los indígenas y los blancos.

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Imagen del árbol de yarumo, parte de la documentación de la tradición oral miraña, que cuenta historias a partir de sus raíces, que se parecen a las extremidades y la cola del armadillo.
Foto: Cortesía de Elio Miraña

Es bien sabido que para los pueblos amazónicos la fiebre del caucho tuvo consecuencias devastadoras como abusos, esclavitud forzada y masacres que sufrieron principalmente miembros de los grupos indígenas murui, bora, okaina, muinane, andoque, nonuya, resígaro y miraña. Aunque no hay datos exactos sobre la cantidad de víctimas indígenas, según cifras oficiales hubo 60.000 asesinatos mientras que otros sugieren que las muertes podrían ascender a 100000 (SWI, 2024).

A partir de estos hechos, una población de niños huérfanos quedó bajo el cuidado de los misioneros católicos, quienes los ubicaron en orfanatorios e internados en distintos lugares del Amazonas donde sufrieron procesos de adoctrinamiento. Se les prohibió hablar y cantar en sus propios idiomas. Esta situación motivó a que muchos niñas y niños dejaran sus cantos y su historia y no las transmitieran a sus hijos, temerosos de que ellos padecieran lo mismo.

Resulta paradójico que un mundo occidental que les prohibió el uso de su lenguaje también haya provisto las herramientas para su preservación. Para la labor que Elio está realizando en su comunidad, estas tecnologías son una vía para la pervivencia de su pueblo: “Reconocemos que muchos de los programas y herramientas de documentación tienen origen en contextos no indígenas; sin embargo, las hacemos nuestras en el camino de salvaguardar y fortalecer nuestros saberes. El estilo nuestro es la oralidad, pero para la oralidad se requieren unas condiciones: dietas, lugares, momentos específicos. Es otro espacio, otro contexto, pero gracias a este intercambio de conocimientos es posible llevar a cabo la documentación”.

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Asimismo, muchos de los trabajos previos de investigadores han sido valiosos para la visibilización del grupo, como los de la lingüista colombiana Rosa Alicia Escobar, quien en los 80 documentó información relacionada con el vocabulario, numeración y narraciones del pueblo; el antropólogo francés Dimitri Karadimas, quien trabajó continuamente con los mirañas y con Neeba Gwajko desde 1988 hasta la década de los 2000, y el lingüista alemán Frank Seifart, quien, en una reunión realizada en 2001 en Puerto Remanso del Tigre con miembros de la comunidad miraña, contribuyó al desarrollo y a la definición de la forma definitiva de escritura del idioma. De esta experiencia en 2002 se redactó el documento Una guía para escribir la lengua miraña (2002), escrito por Frank Seifart y Elio Miraña para la enseñanza del miraña en las escuelas.

Tomando todas estas experiencias y aprendizajes del pasado, el documentador afirma que es el momento de que los propios pueblos sean quienes lideren sus procesos de investigación y documentación lingüística.

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Motivado por lo que él denomina una presión y responsabilidad ética, expresa: “Nosotros somos un instrumento esencial para que los saberes del pasado y los nuevos conversen. Por eso tenemos que hacer un trabajo serio, consciente, desde el corazón, teniendo presentes siempre los intereses de la comunidad. Nosotros somos una de las raíces que van a conectar la historia del pasado con el presente. Somos el vehículo que va a conectar esos saberes de los abuelos con las nuevas generaciones. Ahí está la esencia y la semilla de los miraña”.

*Periodista del departamento de comunicación del Instituto Caro y Cuervo.

Por César Mora Moreau * / Especial para El Espectador

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