Polvo eres

En su exposición “Cadáveres Indisciplinados”, el artista colombiano José Alejandro Restrepo presenta cuerpos de cera de figuras políticas y religiosas. Esta muestra revela una investigación acuciosa que interpela la historia de la muerte humana.

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María Elvira Ardila
04 de agosto de 2018 - 02:00 a. m.
Imagen de la exposición “Cadáveres Indisciplinados”, que se realiza en el Museo del Banco de la República.  / Mauricio Alvarado
Imagen de la exposición “Cadáveres Indisciplinados”, que se realiza en el Museo del Banco de la República. / Mauricio Alvarado
Foto: MAURICIO ALVARADO
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Hace dos meses la Fiscalía General de la Nación ubicó y exhumó 9.000 cuerpos de víctimas del conflicto armado en 30 departamentos, más de las encontradas recientemente en las fosas comunes de Ruanda. Esos cuerpos, que ahora otros levantan, albergan almas errantes que buscan ser identificadas y son buscadas por sus familiares. Este hecho siniestro hace parte de la larga historia de la violencia del país y coincide con la exposición “Cadáveres Indisciplinados”, del artista José Alejandro Restrepo.

Esta muestra revela una investigación acuciosa que interpela la historia de la muerte humana y del escrutinio de los cadáveres, enfatizando que no somos dueños de nuestro cuerpo después de morir. La mirada de Restrepo hace patente el miedo de las personas a perder el cuerpo del otro, cuestionando hasta qué punto la posesión y la pérdida de un ser querido van más allá de lo simbólico. Exhibe también esa increíble fascinación por conservar o realizar una serie de prácticas exploratorias con los cadáveres y la apropiación de los muertos en beneficio de intereses disímiles, como por ejemplo mediante la fotografía post mortem, cuando se puso de moda que los cadáveres de bebés, niños y adultos posaran como modelos ante una cámara fotográfica en el siglo XIX.

La exposición cuestiona la delgada línea que divide la teología y la política, y para esto recurre a la frase ignaciana: “Disciplinado como un cadáver”, pronunciada por el santo vasco, alrededor de 1554, al someterse a las órdenes del papa. Lo más inquietante es que esta oración la repitió en su defensa Otto Adolf Eichmann, miembro de las SS, en el juicio que lo condenó a muerte en 1961 por coordinar la llamada “solución final” en Polonia y las deportaciones de los judíos a los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Al pronunciar esta frase de san Ignacio, el comandante nazi argumentó que él sólo “obedecía órdenes”, a pesar de ser consciente del genocidio.

Entre la disciplina y la obediencia, Restrepo va hilando muy fino y a lo largo de la historia encuentra cadáveres que se sublevan. Su rebelión se da a partir de las prácticas de los “vivos” que encuentran en los cadáveres espíritus apetitosos o botines de guerra. Esos cuerpos indisciplinados se convierten en mártires, se momifican o se exponen en museos, como los encontrados en el municipio de San Bernardo, Cundinamarca. Allí entierran y sacan a los muertos que se han convertido naturalmente en momias para llevarlos luego a urnas de cristal, donde se exhiben al público.

El recorrido nos conduce al cadáver como fetiche del Estado. En el caso de la exhumación del cuerpo de Simón Bolívar, Hugo Chávez expuso los restos como un trofeo para afianzar su causa bolivariana. En el del narcotraficante Pablo Escobar, su sobrino lo desenterró para asegurarse de que era él y, de paso, propiciar una devoción por el maleante.

Pero Restrepo no sólo se enfoca en el cadáver como un cuerpo en su totalidad; también se detiene de manera metonímica en la relevancia de los fragmentos corporales, como las calaveras utilizadas en prácticas de brujería, o reliquias de santos incorruptos que son tocadas por los fieles para sanar y alterar el curso de las dolencias espirituales y corporales. La indisciplina de los cuerpos se hace visible en la prolijidad de los usos de aquellas partes que deben saciar al público, como el hueso de san Antonio, el cual se duplicó por arte de magia en varias iglesias de Europa, o se convierten en amuletos de protección, como la mano de Santa Teresa, que usaba el dictador español Francisco Franco. “Extrañas devociones”, como lo asegura el artista.

La muestra es una tormenta de iconografías y aproximaciones al triunfo de la imagen y, por supuesto, al triunfo de la muerte. Las réplicas de cera, un tanto siniestras, reúnen a personajes como el Che Guevara, Luis Carlos Galán y el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, desafiando la muerte e inmortalizándose. Alrededor de una mesa o en mausoleos transparentes, las figuras invitan a cuestionar que todo se puede exhibir, hasta la muerte, en un espejo de la sociedad del espectáculo.

Podemos pensar que los miles de muertos exhumados recientemente por la Fiscalía se alzarán como cadáveres indisciplinados y pedirán la restitución de su identidad y de su historia y la no impunidad de sus muertes. Como el fantasmal rey Hamlet, contarán a gritos quién los mató y así podrán convertirse en polvo.

Por María Elvira Ardila

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