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                                                                                                                              Por el recuerdo de las viejas gambetas

                                                                                                                              Phillip Potdevin presentó su más reciente novela, “Y adentro, la caldera”, con la editorial Desde Abajo, en la que se sumerge en el mundo oscuro del fútbol colombiano, con personajes ficticios, cuyo parecido con los de la realidad son pura coincidencia.

                                                                                                                              FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

                                                                                                                              / Ilustración: Tania Bernal

                                                                                                                              Y adentro, la caldera, señor Potdevin. Y adentro la caldera, como el título de su última novela, que surgió de algunas de las tantas palabras mágicas de Osvaldo Ardizzone, aquel viejo escritor que retrataba el fútbol, y la vida en el fútbol, y los sueños en el fútbol. ¿O será mejor decirle don Osvaldo, y hacer una pausa de respeto, cada vez que uno lo mencione, como lo hizo usted una y tres y cinco veces en su libro? Y adentro la caldera, no dejo de repetirlo, y cada vez que lo repito me suena a más, porque el fútbol, como usted lo describió, es eso, una caldera. Miedos, odios, vanidades, venganzas, ambición, fraude, soborno, trampa. En últimas, la vida, lo humano, esta vida colombiana que nos aplasta, que nos deja día a día un reguero de muertes y de amenazas, de vivos muy vivos y de muertos muy muertos, como en su novela, señor Potdevin.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Porque pese a las muertes, usted lo sabe, a la sangre, a los chanchullos y a tanta podredumbre, la caldera de nuestro fútbol es mezquina. Nuestro fútbol es mezquino. En la cancha, sale a no perder, como en el Mundial, y en el escritorio, sale a robar lo poco que hay. Cuando no pierde, celebramos con carros de bomberos, himnos, camisetas y todo el repertorio de nuestro arrodillado folclor, y cuando pierde, le echamos la culpa al otro, siempre el otro. Árbitro, rival, pelota, campo, dirigentes, siempre perdemos por el otro, y somos tan absurdos, que hasta nos inventamos una invisible conspiración a nivel mundial organizada en un lejano y escondido paraje de los Alpes suizos para sacarnos de cuanto torneo haya. Y la verdad, usted lo sabe, usted lo escribió en su novela, tuvo la valentía de mostrarlo en más de doscientas páginas, es que los conspiradores están acá adentro, en nuestra caldera.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Los conspiradores son nuestros dirigentes, que conspiran con los apostadores, con los periodistas, con los empresarios, con los manejadores de futbolistas, con los técnicos y preparadores, y que engañan al pueblo, que es feliz dejándose engañar. Los conspiradores son ellos, que arreglan resultados, que mueven técnicos, que compran y venden jugadores, que avalan títulos, con un favor de más o una amenaza a un periodista. Su libro, señor Potdevin, debería ser de obligada lectura en todos los colegios de este país, pero no lo será, ya sé. A fin de cuentas, el gran mandato y la gran ejecución de nuestros políticos fue hacernos idiotas. Idiotas, sumisos, obedientes, ignorantes. Y lo lograron. Lo más grave de todo es que lo lograron, y con creces, multiplicadas por mil esas creces, y nosotros ni nos dimos cuenta.

                                                                                                                              Y ahí vamos, llenando los estadios, oyendo la radio y viendo cuanto partido hay, creyendo, siempre creyéndoles a los que dicen lo que desde arriba les dicen que digan. Amor al equipo, amor al fútbol, amor a la patria. Y en el fondo, plata. Y en el medio, plata. Y en la superficie, plata. Es una infinita cadena de negocios donde todos ganan y creen que ganan. Hasta el hincha cree que gana cuando su equipo le mete seis goles a su enemigo de siempre en la final de un campeonato. Pero, pero. Siempre hay un pero, o millones de peros. Es como hablamos un día, señor Potdevin: todo es mentira, y al fútbol y a la sociedad los manejan los mafiosos. Unos se llamarán apostadores legales. Otro, ilegales. Unos más, negociantes. O dirigentes, o empresarios, o agentes. Cualquier cosa, menos artistas, claro. De todo menos escritores, como usted, porque eso no da plata, dicen. Eso cómo se vende y cómo se compra, preguntan.

                                                                                                                              Todos tenemos un precio, decía El Padrino. ¿Se acuerda? Sus personajes tuvieron un precio, señor Potdevin. Los periodistas Arturo Camacho y Yesid Llerena, los dirigentes, como Baldomero Arzayús, y de ahí para abajo. El precio de los millones, el precio de la cuota inicial de un apartamento exclusivo, el precio de la pasión, el precio del amor, el precio del miedo, del secreto con el que te chantajean. Un día le pregunté a usted quiénes eran en la vida real esos personajes, los personajes de su novela. Usted sonrió y su sonrisa fue la gran respuesta, porque con ella me dijo que así eran todos, que así se manejaba el fútbol colombiano, y también el fútbol mundial. Me habló del asesinato de Andrés Escobar y me dio el nombre del gran apostador de los apostadores, King Leroy. Me comentó que ese señor tenía en su nómina a varios apostadores colombianos, y lo peor de lo peor, a varios periodistas.

                                                                                                                              Mientras leía su libro, subrayé varias frases, por no decir que casi todas las frases. En una, un apostador de bajo fondo describía cuál era la función de los periodistas, o de uno en particular, que eran todos. Y se soltaba ante la pregunta de si ese intervenía directamente con los jugadores. Y decía, “Su rol era diferente. Una labor sutil. Un trabajo de formación de opinión, quizá lo más sofisticado en este negocio: formular un discurso creíble para la gente. La muchedumbre necesita creer en algo, en la religión, en la política, en el político que ofrece sacarla de la olla, en el equipo del alma, en que el débil va a vencer al fuerte; la ilusión, es decir, la imbecilidad, mueve al ser humano. En este negocio vivimos del engaño; todos nos beneficiamos de la mentira (…). El fútbol, como rey de todos los deportes, es la caverna de Platón, donde se ven solo sombras y todos niegan la realidad que las proyecta”.

                                                                                                                              Queremos mentiras. Necesitamos mentiras. Buscamos mentiras. Nos mentimos a nosotros mismos, y en esto del periodismo, más, porque nos mentimos y le mentimos al público. La credibilidad es el nombre del juego, como sugería su apostador. Y por ella, los que quieren que las mentiras sean creíbles, se inventan premios, ratings, congresos, discursos. Tienen que subir a un altar a su objeto-sujeto-periodista. Mientras más premios le den, mayor será su poder, su influencia. Mientras más lo publiquen en otros medios y digan que como él ninguno en la historia, mayor su poder, y el del titiritero, obviamente. Pero qué va, los estúpidos somos nosotros, señor Potdevin. Usted y yo y unos cuantos por ahí, que aún creemos en ciertos principios. Usted y yo, que aún creemos en las gambetas, en la honestidad, en el juego del potrero, como aquel puntero izquierdo del cuento de Benedetti. Usted y yo, que aún temblamos con las viejas crónicas de Ardizzone.

                                                                                                                              / Ilustración: Tania Bernal

                                                                                                                              Y adentro, la caldera, señor Potdevin. Y adentro la caldera, como el título de su última novela, que surgió de algunas de las tantas palabras mágicas de Osvaldo Ardizzone, aquel viejo escritor que retrataba el fútbol, y la vida en el fútbol, y los sueños en el fútbol. ¿O será mejor decirle don Osvaldo, y hacer una pausa de respeto, cada vez que uno lo mencione, como lo hizo usted una y tres y cinco veces en su libro? Y adentro la caldera, no dejo de repetirlo, y cada vez que lo repito me suena a más, porque el fútbol, como usted lo describió, es eso, una caldera. Miedos, odios, vanidades, venganzas, ambición, fraude, soborno, trampa. En últimas, la vida, lo humano, esta vida colombiana que nos aplasta, que nos deja día a día un reguero de muertes y de amenazas, de vivos muy vivos y de muertos muy muertos, como en su novela, señor Potdevin.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Esta vida colombiana signada por el atajo, por el aguardiente, la fiesta, los colores, lo fácil y lo alegre, y que Dios nos proteja y que Dios nos salve, porque Dios proveerá. Esta vida colombiana que tiene tanto ritmo porque tal vez, apenas, sea un pretexto, un “Déjenme reír, para no llorar”, como canta Rubén Blades. En su libro está la caldera. Está el fuego de la caldera. Uno la imagina repleta de tubos encendidos, al rojo vivo, a 50 o 60 grados, con máquinas que trituran, con otras que destilan, con unas más que queman, y con obreros vestidos de driles muy, muy gruesos, con guantes aún más gruesos y máscaras para cuidarse del fuego. Uno se la imagina como La caldera del diablo, aquella vieja serie de Mia Farrow y Ryan O’Neill, pero en realidad, la caldera de nuestro fútbol ni siquiera pasa de los 20 grados, y en lugar de obreros hay tipos muy encorbatados.

                                                                                                                              Porque pese a las muertes, usted lo sabe, a la sangre, a los chanchullos y a tanta podredumbre, la caldera de nuestro fútbol es mezquina. Nuestro fútbol es mezquino. En la cancha, sale a no perder, como en el Mundial, y en el escritorio, sale a robar lo poco que hay. Cuando no pierde, celebramos con carros de bomberos, himnos, camisetas y todo el repertorio de nuestro arrodillado folclor, y cuando pierde, le echamos la culpa al otro, siempre el otro. Árbitro, rival, pelota, campo, dirigentes, siempre perdemos por el otro, y somos tan absurdos, que hasta nos inventamos una invisible conspiración a nivel mundial organizada en un lejano y escondido paraje de los Alpes suizos para sacarnos de cuanto torneo haya. Y la verdad, usted lo sabe, usted lo escribió en su novela, tuvo la valentía de mostrarlo en más de doscientas páginas, es que los conspiradores están acá adentro, en nuestra caldera.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Los conspiradores son nuestros dirigentes, que conspiran con los apostadores, con los periodistas, con los empresarios, con los manejadores de futbolistas, con los técnicos y preparadores, y que engañan al pueblo, que es feliz dejándose engañar. Los conspiradores son ellos, que arreglan resultados, que mueven técnicos, que compran y venden jugadores, que avalan títulos, con un favor de más o una amenaza a un periodista. Su libro, señor Potdevin, debería ser de obligada lectura en todos los colegios de este país, pero no lo será, ya sé. A fin de cuentas, el gran mandato y la gran ejecución de nuestros políticos fue hacernos idiotas. Idiotas, sumisos, obedientes, ignorantes. Y lo lograron. Lo más grave de todo es que lo lograron, y con creces, multiplicadas por mil esas creces, y nosotros ni nos dimos cuenta.

                                                                                                                              Y ahí vamos, llenando los estadios, oyendo la radio y viendo cuanto partido hay, creyendo, siempre creyéndoles a los que dicen lo que desde arriba les dicen que digan. Amor al equipo, amor al fútbol, amor a la patria. Y en el fondo, plata. Y en el medio, plata. Y en la superficie, plata. Es una infinita cadena de negocios donde todos ganan y creen que ganan. Hasta el hincha cree que gana cuando su equipo le mete seis goles a su enemigo de siempre en la final de un campeonato. Pero, pero. Siempre hay un pero, o millones de peros. Es como hablamos un día, señor Potdevin: todo es mentira, y al fútbol y a la sociedad los manejan los mafiosos. Unos se llamarán apostadores legales. Otro, ilegales. Unos más, negociantes. O dirigentes, o empresarios, o agentes. Cualquier cosa, menos artistas, claro. De todo menos escritores, como usted, porque eso no da plata, dicen. Eso cómo se vende y cómo se compra, preguntan.

                                                                                                                              Todos tenemos un precio, decía El Padrino. ¿Se acuerda? Sus personajes tuvieron un precio, señor Potdevin. Los periodistas Arturo Camacho y Yesid Llerena, los dirigentes, como Baldomero Arzayús, y de ahí para abajo. El precio de los millones, el precio de la cuota inicial de un apartamento exclusivo, el precio de la pasión, el precio del amor, el precio del miedo, del secreto con el que te chantajean. Un día le pregunté a usted quiénes eran en la vida real esos personajes, los personajes de su novela. Usted sonrió y su sonrisa fue la gran respuesta, porque con ella me dijo que así eran todos, que así se manejaba el fútbol colombiano, y también el fútbol mundial. Me habló del asesinato de Andrés Escobar y me dio el nombre del gran apostador de los apostadores, King Leroy. Me comentó que ese señor tenía en su nómina a varios apostadores colombianos, y lo peor de lo peor, a varios periodistas.

                                                                                                                              Mientras leía su libro, subrayé varias frases, por no decir que casi todas las frases. En una, un apostador de bajo fondo describía cuál era la función de los periodistas, o de uno en particular, que eran todos. Y se soltaba ante la pregunta de si ese intervenía directamente con los jugadores. Y decía, “Su rol era diferente. Una labor sutil. Un trabajo de formación de opinión, quizá lo más sofisticado en este negocio: formular un discurso creíble para la gente. La muchedumbre necesita creer en algo, en la religión, en la política, en el político que ofrece sacarla de la olla, en el equipo del alma, en que el débil va a vencer al fuerte; la ilusión, es decir, la imbecilidad, mueve al ser humano. En este negocio vivimos del engaño; todos nos beneficiamos de la mentira (…). El fútbol, como rey de todos los deportes, es la caverna de Platón, donde se ven solo sombras y todos niegan la realidad que las proyecta”.

                                                                                                                              Queremos mentiras. Necesitamos mentiras. Buscamos mentiras. Nos mentimos a nosotros mismos, y en esto del periodismo, más, porque nos mentimos y le mentimos al público. La credibilidad es el nombre del juego, como sugería su apostador. Y por ella, los que quieren que las mentiras sean creíbles, se inventan premios, ratings, congresos, discursos. Tienen que subir a un altar a su objeto-sujeto-periodista. Mientras más premios le den, mayor será su poder, su influencia. Mientras más lo publiquen en otros medios y digan que como él ninguno en la historia, mayor su poder, y el del titiritero, obviamente. Pero qué va, los estúpidos somos nosotros, señor Potdevin. Usted y yo y unos cuantos por ahí, que aún creemos en ciertos principios. Usted y yo, que aún creemos en las gambetas, en la honestidad, en el juego del potrero, como aquel puntero izquierdo del cuento de Benedetti. Usted y yo, que aún temblamos con las viejas crónicas de Ardizzone.

                                                                                                                              Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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