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¿Por qué hacemos parte de la era de los “consumidores de atención”?

Fragmento del libro “Consumidores de atención. Sobre la dispersión y la vida interior en la era digital” (sello editorial Debate), investigación de un filósofo colombiano que dirige la organización Seminarios La Vida Examinada.

Jorge Roberto Palacio * / Especial para El Espectador

10 de noviembre de 2025 - 12:00 p. m.
En 2023, Roberto Palacio publicó “La era de la ansiedad”, un libro en el que reflexiona sobre la posibilidad de superar la ansiedad de los tiempos que corren con la ayuda de la reflexión filosófica. “Consumidores de atención” es su sexto libro.
Foto: Cortesía Penguin
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LO QUE HICIERON CON NOSOTROS(LA HISTORIA DE UNA DESCONEXIÓN)

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Este es un libro sobre una desconexión. Nuestra desconexión contemporánea con la realidad. Cuando se dice de esta manera, suena trivial y al mismo tiempo dramático, un reclamo que hacemos los padres y los maestros a los alumnos desatentos. Pero lo que nos caracteriza hoy es una escisión profunda y radical entre nosotros y el entorno —en el cual hemos de incluir a los demás—, llevada al punto de que nos cuesta trabajo creer que pisamos el mismo orbe.

Esa desconexión, a la que a veces me referiré como alienación o como mundo en retroceso, se manifiesta de varias maneras: nuestra radicalización política, que al parecer no admite conciliación; la separación entre los mecanismos que nos evalúan y lo que somos y esperamos de las evaluaciones —algo especialmente notorio en la educación—, y la radical distancia entre la capacidad contributiva de los individuos al núcleo social —lo que Alexander Bard llamó el sociont— y el reconocimiento que obtienen de este, con lo que los menos capaces de contribuir al núcleo social suelen ser los más recompensados. La falta de atención, o la deficiencia en esta, es apenas un resultado esperado de tan radical desconexión con la realidad, que lleva décadas en cocción.

[…] en nuestro mundo se dio una rebelión contra el mundo de lo real, una rebelión que se presenta en una serie de nombres más o menos pulidos: Revolución Industrial, Ilustración, modernización, servicios sociales, técnica, democracia. Cuando uno emplea estas expresiones se da cuenta de que cobran sentido en tanto parte de una revolución ontológica1.

¿Dónde estamos entonces si no con los pies en la tierra? ¿A dónde nos hemos ido? ¿Cómo es posible navegar la existencia sin una conexión profunda con la realidad y con los demás? ¿Qué mecanismos, dispositivos, como los llamaría Foucault, se han instaurado para que esa desagregación fuera siquiera posible?

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Hay un dispositivo que considero primordial en la conformación de este mundo en el que hemos perdido el mundo. Hace más de medio siglo, Sartre lanzó una de las sentencias que más han marcado nuestro tiempo: libertad es lo que nosotros hacemos con lo que hicieron con nosotros. Si mi padre, un narcisista irredento, me humilló de todas las formas posibles, mi libertad no podrá consistir en nada más que en mi elección de destruirme a mí mismo, o en procurar ser por mis propios medios algo que no sea esto que me impusieron. La libertad es un principio activo, es rebeldía contra ese pasado que nos marcó, o, en su defecto, derrota y aceptación pasiva. Cualquiera que sea el caso, dependerá de lo que yo haga conmigo mismo. En el pensamiento sartriano, la libertad está cimentada en un sistema angustioso y amplio de elecciones, entre las cuales realmente no hay una correcta o incorrecta; un bien o un mal absoluto.

Hoy, todas nuestras limitaciones se deben a algo que hicieron con nosotros; nunca fueron nuestra culpa, nunca fue por causa propia que forjamos nuestro fracaso o infelicidad. Pareciera que no nos llegó la parte del “meme” sartriano que recordaba que yo algo debía hacer conmigo mismo. A nuestros tiempos los caracteriza el no poder soportar lo que sentimos que otros han hecho con nosotros; lo erróneo en mí debió ser inculcado. Self-hatred was put into our brain from birth2, oí recientemente en un pódcast con top models afroamericanas.

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La retórica correspondiente que respalda estas ideas tiene más de tres décadas: en los noventa vimos surgir narrativas que yo llamo de historia profética limitadora. Iban más o menos así: los médicos le dieron a Roberto apenas seis meses, pero mírenlo, lleva ocho años imparable; a Fernanda le dijeron que nunca volvería a correr, pero acaba de ganar la maratón para atletas especiales; mi padre alguna vez me dijo que mis dibujos ciertamente podían mejorar, pero ahora soy un gran artista. En estas historias no solo nos rebelábamos contra las injusticias cometidas contra nosotros; nos rebelábamos contra los hechos. No es como si Fernanda pudiera entablar una conversación con los médicos que fuera en esta dirección: bien, doctor, yo le admito que lo que tengo es una parálisis, pero, por favor, usted suba el tiempo para quedar totalmente inmovilizada de seis a ocho meses. Nuestras salidas giran en torno a encontrar la lateralidad, la forma en que nuestros derechos salen a relucir, porque, como lo abordo en La era de la ansiedad3, nuestros nuevos hechos son los derechos. Y estamos en una campaña contra los hechos. Qué criminales esos médicos de Fernanda… ¡no darle unos mesecitos más!

Hemos intentado instanciar, limitar y controlar los efectos de estas historias en nuestras vidas y en las vidas de nuestros hijos: si bien antes debíamos protegerlos de la adversidad de la inequidad que creemos pueden proyectar sobre ellos los demás, ahora nosotros mismos los debemos proteger también de las adversidades del mundo, y para el efecto nos encargamos del entorno por ellos, incluso en lo que concierne a estar atentos.

Las viejas ideas de Rousseau estaban a la orden del día; todos nuestros males debían ser inculcados, venían de afuera. Llamaré a esto la lucha de los paseantes solitarios versus los chicos de Mercado Libre, que se puede resumir hoy como el debate entre naces o te haces. Los liberales, creyentes en el libre mercado, sostenían que este se edificaba sobre una naturaleza humana sólida, una serie de ideas más o menos invariables sobre la manera en que estamos hechos los seres humanos. Los paseantes solitarios roussonianos creían que todo era una inculcación social, es decir, que estamos hiperculturizados: no hay una naturaleza humana y dependemos de la educación. Rousseau abordó esta bifurcación directa o indirectamente en todos sus escritos: especialmente en sus famosos Discursos y en Las ensoñaciones del paseante solitario. Como en todos los debates, las líneas entre una posición y otra suelen cruzarse y entrecruzarse, y los límites son fluidos: los defensores del libre mercado admitían que en el “paquete” humano venían unas formas de ser preprogramadas. Los paseantes solitarios querían creer que todo nos lo podíamos erradicar o se nos podía inculcar.

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A los paseantes solitarios —jacobinos, como los llamaré— les gusta el drama individualista; la violación de sus derechos es la máxima afrenta, no ser vistos es un oprobio. Basta con tocar sus telas, como en el caso de las arañas en la poderosa imagen de Nietzsche, para que acudan furiosos. Los jacobinos aman la “igualdad”. Son adictos a la indignación. Para los chicos de Mercado Libre, por el contrario, todo —incluso las normas más básicas de convivencia— parece un drama ético no avalado por las leyes del mercado. Esta pelea está viva hoy entre la derecha —que, paradójicamente, ha tomado tanto de los viejos liberales— y el wokismo jacobino.

El problema es que en el proceso de ese debate que tiene al menos dos siglos empezamos a privarnos de un contacto esencial con la realidad: no queríamos hacer con ellos lo que hicieron con nosotros. Los dramas jacobinos roussonianos nos hicieron especialmente proclives a la ofensa, con un fuero interno delicadísimo. Todo tenía el efecto sobre nosotros de una pedrada en la cabeza. Cualquier cosa, menos “untar” a nuestros hijos con lo que sentimos que nos untaron y que nunca realmente nos permitió “despegar”. Emprendimos la absurda tarea de ser libres por ellos, eliminando todo potencial obstáculo a esa libertad. Y uno de esos obstáculos era el mundo: los demás que nunca les darían a nuestros hijos todo el espacio que nosotros sí.

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En cierta forma, nos (y los) hemos privado de comunidad, del otro y de la necesidad de lidiar con la realidad. Son el objeto de nuestra hiperatención4. Intentamos vivir la libertad a través de ellos; hacer con ellos lo que no hemos hecho con nosotros mismos. En el proceso, nos hemos encargado del mundo por ellos, tanto de manera presencial directa como poniendo a su disposición un cosmos virtual casi infinito que puede suplir la función de pensar.

Su respuesta ha sido la dispersión de la atención como un componente de su libertad. Un Sartre contemporáneo diría que la libertad es la atención que no prestamos a lo que nos hicieron ponerle atención, y esta se ha ido a una instancia puramente negativa; para usar la expresión de Isaiah Berlin, es un repliegue, un no hacer voluntarioso y autoprivativo del entorno.

Fotografía del 7 de septiembre de 2023 de personas usando celulares durante el concierto de la cantante brasileña Ludmilla, en Sao Paulo (Brasil). Psicólogos, sociólogos y educadores advirtieron sobre el impacto que la tecnología puede tener en la juventud de hoy. "No somos nativos digitales, somos nativos vinculantes", fue el llamado que hicieron los expertos para recuperar el contacto humano y la educación emocional como herramientas para enfrentar la ansiedad, depresión y violencia en la era digital.
Foto: EFE - Isaac Fontana

El sistema educativo escala a costos innombrables porque promete deliberadamente no hacer lo que hicieron con nosotros. Hemos entonces de educar sin confrontar, formar sin cuestionar. Todas estas cosas pueden ser conducentes a un “trauma frustrante”. Tímidamente intentaremos darle cucharadas de realidad al alumno como si intentáramos tentar a un anoréxico con el postre. El lugar que antes ocupaba ese mundo en el cual había alguna solución de continuidad a través de las relaciones inferidas entre referentes reales ahora lo ocupa una representación de segundo orden de la realidad, la virtualidad, con sus fragmentos de “soluciones” mágicas tutoriales, visiones modulares y fragmentadas de la vida y la respectiva idea de una existencia sin fricción que nos merecemos.

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Basta con imaginar construir una imagen del mundo, un sistema, una pequeña globalidad —llegar a convertirse en un ser en el mundo, para usar la expresión de Heidegger— a partir de TikTok, sin jamás haber leído a Cervantes, sin tener idea de la obra de Van Gogh aparte del video viral en donde le arrojan sopa de tomate a sus Girasoles, pensando que bien se puede poner en duda que el hombre aterrizó en la Luna y que para todo efecto la Tierra es plana, porque lo dicen mis estrellas virales favoritas. Imagine de verdad la visión del mundo que surge. Encontraremos fracciones dispersas sin ningún tipo de coherencia acerca de fragmentos que están en todas partes y en ninguna, como bien lo denota la experiencia de Pinterest o Instagram. Nos moveremos siempre en representaciones de segundo orden, en donde podemos construir las condiciones como en un videojuego. No sabremos lo más básico: que la leche viene de las vacas —no es una broma, es famoso el caso del estudiante colombiano que afirmaba en el ICFES que la leche fue inventada por Pasteur—, que un disparo en la cabeza lo puede a uno matar —hay todo un subgénero de videos en la red de personas que se disparan en la cabeza sin intención de matarse, algunas de las cuales mueren—, y creeremos que las pirámides de Egipto son un grupo de personas famosas del pasado comparables a Miguel Ángel y a Picasso. Como lo afirmó alguna vez Kanye West: el mundo como un todo es putamente feo; menos mal no estoy en el negocio de la construcción5.

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Ese es el mundo en el que vivimos, uno no solo fragmentado, sino del cual abiertamente huimos, que ya no sabemos bien en dónde está, si en mi pantalla, en la iglesia, en la calle, en las palabras del maestro en la escuela, en las reuniones de la oficina o en Instagram. El mundo y los demás se nos han escapado. Procurando su libertad absoluta, les hemos jugado una mala mano a las generaciones que nos correspondió llevar a algo semejante a la condición humana.

Tengo un gráfico en el libro que muestra que la cantidad de tiempo que las madres y los padres dedicaban a la crianza de los hijos se mantuvo bastante estable en los años 80 e incluso en los 90. Y de repente, a mediados de los 90, al menos en Estados Unidos, se disparó. Algo cambió en los 90. Y es la norma de la que estás hablando. Las mujeres de hoy tienen menos hijos que sus abuelas, trabajan fuera de casa, algo que sus abuelas no hacían, y pasan más tiempo con los niños. Ahora bien, ¿por qué ocurrió esto? La mejor respuesta la da un libro realmente maravilloso titulado “Paranoid Parenting”, de Frank Furedi, un sociólogo británico que se centra en Reino Unido, aunque señala que en Estados Unidos y Canadá sucedieron las mismas cosas. Lo que pasó, dice él, es que perdimos la confianza en los demás. Y cuando eso ocurre, no confiamos en nuestro vecindario. No confiamos en la gente para dejar salir a nuestros hijos.

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* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Roberto Palacio (1967). MPhil, filósofo y ensayista colombiano. Becario JICA (Gobierno de Japón). Por más de dos décadas se dedicó a la filosofía académica en los campos de la etología humana y la filosofía del lenguaje en la Universidad de los Andes, antes de desarrollar una carrera como divulgador filosófico a través de su organización Seminarios La Vida Examinada. Ha sido colaborador de Los Angeles Review of Books, The Philosophical Salon, El Malpensante y El Espectador, entre otros. Desde 2019 pertenece a la red mundial de pensadores y divulgadores filosóficos IDW (Intellectual Deep Web), dirigida por el filósofo sueco Alexander Bard.

Por Jorge Roberto Palacio * / Especial para El Espectador

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