En el gramófono suena una canción francesa. Háblame de amor, dice Lucienne Boyer con voz de miel: Parlez-moi d’amour. Dime otra vez cosas tiernas. La luz poniente, horizontal, entra por la ventana y enrojece el dibujo de la gastada alfombra, la chimenea de mármol apagada, los cuadros de barniz oscurecido por el tiempo, el rostro impasible de la mujer que fuma recostada en un diván turco. Viste unos pantalones de sarga blanca rozados y sucios, y también un viejo jersey marinero. De modo insólito, esa ropa no quita elegancia a su aspecto sino que, por contraste, la acentúa. Debe de andar por los cincuenta años y es atractiva a su manera: delgada, más bien alta, de nariz larga y ojos color avellana, cortado el pelo a ras casi como un hombre, todavía oscuro aunque muy veteado de canas.
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El gramófono está ahora en silencio. La mujer aplasta el cigarrillo en un cenicero grande de latón —una nave homérica con sirenas aladas revoloteando en torno— y permanece inmóvil mientras el rectángulo de luz disminuye de tamaño para retirarse de la alfombra a los visillos y al marco de la ventana, abierta a un mar de horizonte cárdeno y orillas tranquilas. Es entonces cuando, con ademán indolente, extiende despacio una mano hacia el bolso que está sobre el diván, junto a un encendedor y un paquete de cigarrillos, para tomar de él una cartera de piel de la que extrae una fotografía de bordes dentados: varios hombres al fondo, vestidos como marineros o pescadores griegos, agrupados ante una embarcación semioculta por una red de camuflaje y amarrada a un espigón de piedra, cemento y madera, en una playa rocosa; y delante de ellos, otro hombre corpulento de cabello y barba rubios, con una camisa remangada sobre unos brazos fuertes, cubierto con una gorra de marino sin distintivos ni insignias.
Mira la mujer los rostros con indiferencia y al fin se detiene en el del primer término, al que contempla pensativa. Luego coge el encendedor, frota la ruedecilla con el pulgar y aplica la llama a una esquina de la fotografía. La deja arder en el cenicero hasta que se consume por completo y se recuesta otra vez en el diván, en el momento en que un hombre de cabello escaso y bigote oscuro, vestido con un arrugado traje de color castaño, entra en la habitación.
—Llega tarde —dice ella, sombría—. Maldito sea, siempre llega tarde.
—Tengo otros pacientes.
—Pero ninguno le paga lo que le pago yo.
Encogiéndose de hombros, con movimientos rutinarios, el recién llegado abre un maletín, saca un estuche de practicante y un frasco de alcohol y dispone el infiernillo para esterilizar una jeringuilla y un par de agujas hipodérmicas. Mientras lo hace, vuelto de espaldas a la mujer, ésta se sube la manga del brazo izquierdo, descubriendo numerosas marcas de inyecciones anteriores.
—Eni ponto oleto —murmura—. Se perdió en el mar.
—¿Quién? —pregunta el otro en tono distraído, sin esperar respuesta.
—Da lo mismo quién… Traiga eso y acabe de una vez.
Después, tras apoyar la cabeza en uno de los cojines, la mujer cierra los ojos y aguarda una nueva dosis de olvido.
1. Bandera negra
Hay cosas en el mar que sólo se tiene valor para verlas venir una vez, pero él las había visto venir varias veces. Eso lo volvió resignado y tranquilo, imprimiéndole un fatalismo profesional adecuado a su aspecto, más báltico que mediterráneo. Acababa de cumplir los treinta y cuatro años: alto, fuerte, dorado de cabello y barba, con unos ojos azules equívocamente ingenuos y un rostro de sonrisa fácil y gravedad súbita cuando se quedaba mirando al interlocutor como si de pronto le asombrara lo que acababa de oír, o de pensar. Se llamaba Miguel Jordán Kyriazis porque su madre era griega; y durante dos décadas, tras embarcar como simple marinero y mientras cursaba después los estudios de náutica, había navegado en buques de diverso pabellón entre Europa, América, África y el Cercano Oriente. Tenía siete barcos registrados en su cartilla naval, un naufragio en el golfo de Vizcaya —corrimiento de carga durante un temporal, nueve supervivientes y once desaparecidos— y el título de piloto de la marina mercante.
Su vida, sin embargo, había cambiado en los últimos tiempos. El 18 de julio lo sorprendió a bordo de un petrolero de la compañía Campsa amarrado en El Ferrol; y tras ser movilizado y superar un rápido curso de adaptación en la Escuela Naval, se vio alférez de navío de la Armada que llamaban nacional. El siguiente galón se lo habían concedido hacía cuatro semanas, tras un entrenamiento especial con lanchas torpederas en Kiel, Alemania; pero no tuvo tiempo de coserlo en las bocamangas del uniforme. En el saco que llevaba al hombro cuando bajó por la pasarela del vapor Alba Adriática en el puerto de Beirut a mediados de marzo de 1937, Miguel Jordán no llevaba nada que lo identificase como marino de guerra español. En un bolsillo de la chaqueta tenía un pasaporte británico expedido en Gibraltar a nombre de Miguel Tozer. Y dentro del saco, escondido entre la ropa, un revólver Webley de calibre 38 y cañón de cinco pulgadas.
El hombre que lo esperaba estaba donde debía estar. Era de esos en los que nadie repara si no los busca: traje gris, sombrero gris, rostro gris. Perfecto para pasar inadvertido entre la gente. Pero Jordán lo buscaba. Se lo habían dicho ocho días antes, cuando embarcó en Cádiz: aguardará a ese lado de la Aduana, con un ejemplar de L’Orient doblado en un bolsillo y uno de Le Jour en el otro. Su nombre no tiene la menor importancia.
—Bienvenido al Líbano.
—Gracias.
El otro hablaba inglés con marcado acento levantino. Podía ser de cualquier sitio, o de ninguno.
—¿Fatigado del viaje?
—No.
—Ah, colosal.
Ni sonrisas ni apretón de manos. El hombre gris cogió el saco marino de Jordán y lo depositó él mismo delante de un aduanero, que se limitó a poner una marca de tiza en la lona. Caminaron uno junto a otro sin decir nada hasta donde aguardaban los coches de caballos y se acomodaron en una galera. Después de negociar el precio, agitó el cochero el látigo, espantando moscas, y dejaron atrás el puerto con un trotecillo corto en dirección a la parte oeste de la ciudad.
—Le he reservado habitación en el Normandy. ¿Conoce Beirut?
—El puerto y poco más. Un par de escalas breves, hace años.
—Tampoco tendrá mucho tiempo en ésta —el hombre gris sacó el reloj de un bolsillo del chaleco y consultó la hora—. Si le parece bien, cuando se haya aseado podemos tomar el aperitivo en la terraza del Kursaal, que está cerca. Ya sabe, el de La castellana del Líbano… ¿Leyó la novela?
Jordán no sabía de qué le hablaba: era hombre de pocas lecturas, aparte los libros técnicos y los derroteros náuticos. Miraba absorto el mar a la derecha y las montañas de color malva al otro lado, sobre los edificios ocres y los tejados rojos de la ciudad. Se palpó la vieja chaqueta y los pantalones de franela, arrugados por el viaje.
—No sé si llevo ropa adecuada.
—No se preocupe. Lo frecuentan militares franceses, marinos, sociedad local… A esa hora suele animarse mucho y el ambiente es informal. No llamaremos la atención. Ni siquiera usted, con lo alto que es —le deslizaba una ojeada de interés, de arriba abajo—. ¿Cuánto mide?
Sonrió Jordán: un destello súbito, blanco y cálido entre la barba rubia. Era característico en él y lo favorecía; aparentaba pasar con facilidad del callado recelo propio de un marino a una confianza casi ingenua, ruda. Como de adolescente.
—Un metro ochenta y nueve.
—Vaya, no está mal.
—¿Cree prudente conversar rodeados de tantas personas?
—Esto es Oriente, amigo —movía una mano expresiva el hombre gris—. Me fío más de la terraza de un café, donde todo el mundo conspira, trafica y cotillea sin disimulo, que de las paredes de un hotel donde nunca sabes quién puede estar detrás de la puerta.
El Normandy era nuevo, cómodo, con vistas a la avenida de los Franceses y al mar. Después de lavarse y cambiar el cuello de la camisa, Jordán deshizo su escueto equipaje, escondió algunos documentos sobre el armario y el revólver bajo el colchón. Estuvo cinco minutos observando la calle desde la ventana de la habitación y luego se dirigió a la terraza del café, que bullía como una colmena de conversaciones bajo el toldo que filtraba la luz cegadora del mediodía. Camareros y limpiabotas circulaban por el pasillo central entre hombres con fez y corbata, mujeres europeas, funcionarios beirutíes y oficiales uniformados. El hombre gris aguardaba sentado junto a un velador situado al fondo, contiguo a la verja del Círculo Militar, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de las otras mesas. Era obvio que sabía elegir lugares adecuados.
—He pedido arak… ¿Le parece bien?
—Sí.
—Espléndido.
Entró en materia mientras esperaban al camarero. Jordán embarcaría de nuevo al día siguiente en un pequeño mercante chipriota, el Akamas, con ruta a El Pireo; aunque nunca iba a llegar a ese puerto, pues estaba previsto un transbordo a medio camino cerca de Milos, al norte de Creta.
—Lo recogerá allí un pesquero griego —en este punto el hombre gris bajó la voz—. Una noche de navegación hasta su destino final, más o menos —hizo una pausa significativa—. Esa isla que usted conoce.
Se encogió Jordán de hombros. Los tenía anchos, fuertes como las manos.
—Nunca estuve en ella.
—Pero la habrá estudiado, supongo.
Asintió el español sin hacer comentarios. Por supuesto que la había estudiado en cartas náuticas del Almirantazgo británico: una isla llamada Gynaíka Koimisméni, en las Cícladas occidentales, a poniente de Andros y Tinos. En la ruta habitual de los mercantes que, procedentes de la Unión Soviética y después de pasar los Dardanelos, navegaban hacia el sudoeste con cargamentos de armas para la República.
—¿Qué hay de la tripulación? —preguntó.
El otro no respondió en seguida. Llegaba el camarero con media botella de arak, una jarra de agua, otra con hielo y dos vasos. Cuando estuvo lejos, el hombre gris alargó una mano y, con cuidado, mezcló un tercio de licor con dos de agua, dándole al anís una apariencia lechosa. Después puso el hielo, que empañó los vasos.
—Parte de su gente ya está en la isla, donde la embarcación principal debió de llegar hace pocos días. El resto, los cuatro que faltan, se le unirá aquí y viajarán juntos.
—¿Nacionalidades? —se interesó Jordán.
—Las previstas: dos libaneses, un telegrafista inglés y el torpedista, que es holandés —bebió un sorbo con gesto complacido—. Los otros son cuatro griegos y un albanés… Se trata de gente dura, hecha a vivir en la zona oscura de la ley, así que tendrá que ganárselos. Imponer disciplina y todo eso.
—Así lo espero.
—De todas formas, todavía no conocen el objeto de la misión.
—Lo sabrán en el momento oportuno.
Pareció pensarlo el otro.
—Respecto a esos hombres —dijo de pronto—, no todos son igual de fiables.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, ya sabe. No es el patriotismo lo que los mueve… Y además, está el telegrafista.
—¿Qué pasa con él?
—Ah, nada grave, no se inquiete. Es bueno en su oficio, o al menos es el único cualificado que pudimos encontrar por aquí. Sirvió en la Armada británica durante la Gran Guerra, pero…
—¿Pero?
—Según he averiguado, bebe en exceso. O solía hacerlo.
Arrugó el ceño Jordán.
—No me gusta eso.
—Tampoco a mí… Es la causa de que dejara la Royal Navy, o más bien de que ella lo dejase a él. Anduvo trabajando en barcos mercantes y en el ferrocarril de Siria, hasta acabar por aquí.
—¿No disponemos de otro?
—Lamentablemente lo supe demasiado tarde —el hombre gris bajó la voz hasta casi un susurro—. Y las comunicaciones son importantes, porque…
Lo dejó ahí, se reclinó en la silla y bebió otro sorbo de arak. Asentía Jordán, reflexivo.
—Quisiera echarle un vistazo.
—¿Tantearlo?… Puede ser conveniente. Un tipo agradable, de todas formas. Simpático, cultivado. Por lo que cuentan, alejado de una botella es irreprochable.
—¿Cómo se llama?
—Beaumont. Lo llaman Bobbie, aunque ya cumplió los cincuenta.
—¿Puedo verlo antes de embarcar?
—¿También a los otros tres, o a él solo?
—Aprovecharé para conocer a los cuatro.
—Puedo arreglarlo, aunque para eso aconsejo algo más discreto —miró hacia el oeste, indicando un lugar impreciso—. Entre el hotel Orient y la Universidad Americana hay un cafetín llamado El Chakif cuyo dueño es de confianza.
—¿De cuánta?
—Adecuada, considerando que estamos en Oriente Medio.
Sonó un estampido lejano, amortiguado por los edificios interpuestos. Revolotearon las palomas entre las palmeras de la avenida mientras el hombre gris extraía el reloj del bolsillo para consultar la hora.
—El cañonazo de mediodía en la plaza del Serrallo —dijo.
Jordán mojaba los labios en su bebida: demasiado dulzona y fuerte. Dejó el vaso en la mesa. No era muy de alcohol, excepto cuando buscaba animarse de modo deliberado, lo que no era frecuente; y entonces lo hacía con algo corto, rápido y fuerte.
—¿Hay algo más que deba saber?
—En el hotel tiene un informe sobre la tripulación, y mañana encontrará a bordo, en su camarote, un paquete sellado con material complementario: códigos secretos, manuales técnicos, derroteros y cartas del Egeo. También un informe sobre el propietario de la isla, el barón Katelios —hizo una mueca ambigua mientras guardaba el reloj—. Supongo que le hablaron de él.
—Apenas.
—Lo conocerá tarde o temprano, porque vive allí. Un tipo excéntrico, ¿sabe? De la rancia aristocracia griega.
—No hay aristócratas griegos.
—¿De veras? —pestañeó el hombre gris, sorprendido—. Bueno, él sabrá… Barón parece que es, desde luego. Lo que importa es que simpatiza con la causa nacional y ha cedido Gynaíka Koimisméni para este asunto.
Asintió Jordán, preguntándose fugazmente con quién simpatizaría su interlocutor si quienes pagaban fueran otros. Después volvió a pensar en la isla. Tenía dibujado su contorno en la cabeza mediante las cartas de navegación: la forma de pescado con la cola cóncava por el lado de levante, donde había un fondeadero discreto, entre dos y cinco metros de sonda en fondo de arena y piedras, abrigado de todos los vientos excepto los del segundo cuadrante.
Ahora el hombre gris lo contemplaba con renovado interés.
—No me corresponde hacer preguntas y es inoportuno por mi parte, pero siento curiosidad —aventuró—. ¿De verdad habla el griego tan bien como me han dicho?
—No sé qué le han dicho. Lo hablo desde niño.
Enarcaba el otro las cejas.
—Vaya, ¿en serio? Resulta insólito en un español, y más con su aspecto. Aunque supongo que también lo eligieron por eso. Nadie imaginaría…
—Tuve familia nacida en Kalamata —lo interrumpió Jordán.
—Ah, comprendo.
Cinco horas después caminaba envuelto en la luz dorada del crepúsculo libanés. Más allá de la ciudad, las pendientes lejanas del monte Sannine se oscurecían en tonos azulados, el mar lo surcaban profundas vetas cárdenas, y hacia el oeste, detrás del solitario minarete de una mezquita, se recortaba en el cielo violeta el faro de Ras Beirut. De vez en cuando se detenía a contemplar el paisaje, aprovechando cada momento para dirigir un vistazo precavido a su espalda. Nadie parecía irle detrás, aunque eso no bastaba para tranquilizarlo, pues carecía de experiencia en tales situaciones. Apenas había tenido una semana, a su regreso de Kiel, para que le enseñaran lo más elemental en cuanto a cautelas básicas y mantenerse vivo fuera de un barco. Todo peligro a bordo era previsible: cuanto sobreviniera, incluido el peor de los desastres, ya le había ocurrido a uno mismo o a otros; formaba parte de una vasta enciclopedia profesional acumulada en siglos de temporales y naufragios. Por eso, como todo marino acostumbrado a serlo, Jordán prefería la certidumbre del mar a los azares desconocidos de la tierra firme.
—Vaya directamente a El Chakif —había dicho el hombre gris— y entre sin preguntar, porque lo esperan.
El cafetín se alzaba sobre pilotes de madera en la orilla misma. Desde él se tenía una amplia vista de la avenida sobre la muralla: había barquitos de pesca anclados entre las rocas que afloraban del mar tranquilo; y a lo lejos, en la punta que se adentraba en el agua cada vez más oscura, los hoteles y cafés costaneros encendían las primeras luces. Olía a madejas de algas y verdín húmedo.
Los cuatro hombres aguardaban en un reservado, al fondo, con suelo de tablas y vidrios empañados por el salitre. Al verlo entrar se pusieron en pie, y eso le gustó a Jordán. Establecía ciertos códigos desde el comienzo. Reglas útiles para el trabajo que tenían entre manos.
—Siéntense.
Obedecieron mientras él permanecía inmóvil, cruzadas las manos a la espalda, con la actitud más autoritaria y firme de que era capaz. La menguante luz exterior aún bastaba para observarlos con detalle. Dos eran claramente europeos, sin duda el torpedista y el telegrafista. Los otros eran cetrinos, desaliñados y con bulto de navaja en el bolsillo del pantalón: de esos que la bajamar de la vida solía dejar con profusión en los puertos del Mediterráneo. Los identificó Jordán en sus adentros, pues el pasado de marino mercante lo familiarizaba con el género. Aquellos cuatro eran lo esperado, y supuso que al resto lo cortaría el mismo patrón. Ninguno invitaba a confiarle virtud de mujeres, dinero ajeno o cualquier clase de propiedad privada; pero eso era común a levante de Malta. Sería una vez a bordo, en el mar, donde se demostrase lo que cada cual valía o dejaba de valer. En cualquier caso, la selección no la había hecho él, pues todo se lo daban planeado y dispuesto: el momento, la misión, la nave y los hombres.
—A fin de cuentas —había dicho el capitán de navío Navia-Osorio al despedirlo en Cádiz—, el oso afgano se caza con perros del Afganistán. ¿Conoce la frase?… La escribió Kipling, o uno de ésos.
Tampoco era Jordán de muchas palabras ni de calentarse la cabeza para considerarlas. Y no se hacía ilusiones sobre los motivos que llevaban a tales hombres a unirse, con los que ya aguardaban en las Cícladas, al trabajo para el que habían sido reclutados, del que lo ignoraban casi todo excepto —elemento decisivo— que cobrarían en dólares americanos una prima de enganche y un salario que, mientras durase la misión, se depositaría cada dos semanas en cuentas de la Banca Commerciale Italiana, en Atenas. Eso estaba resuelto y en marcha, así que a él no le correspondía sino ocuparse de los aspectos operativos del asunto.
—Durante algún tiempo obedecerán mis órdenes —hablaba despacio, con calma, que era su manera habitual de hacerlo—. La naturaleza exacta del trabajo la irán conociendo a medida que yo lo considere oportuno… De momento les basta con saber que vamos a estar en una isla desde la que haremos viajes que incluyen riesgo físico.
Hizo una pausa precavida, por lo del riesgo; pero nadie se inmutó. Era evidente que contaban con ello. No se habían enrolado a ciegas.
—¿Bajo alguna bandera?
Uno había levantado la mano: era casi albino, tosco, con manchas rojas en los pómulos y la frente. Vestía un raído chaquetón marino, pantalones de faena y zapatillas de lona.
—¿Su nombre? —preguntó Jordán.
—Zinger.
—¿El torpedista holandés?
—Sí.
Conocía Jordán los antecedentes del individuo, los había leído en el hotel: Jan Zinger, treinta y un años, buzo profesional, ex suboficial con experiencia en armas submarinas. Desertor, once meses antes, del crucero neerlandés De Ruyter.
—No formamos parte de ninguna Armada en concreto, pero a todos los efectos deben considerarse bajo estricta disciplina naval. Se ha decidido que yo sea su jefe y mis decisiones serán inapelables… ¿Hay más preguntas?
Se miraron entre ellos. Al fin alzó la mano uno de los libaneses: nariz semítica, pelo ensortijado, veintipocos años. Tan semejante al otro que parecían hermanos.
—¿Su nombre? —inquirió Jordán.
—Farid Maroun —señaló el joven a un lado, sin mirar—. Él es mi primo Sami.
También tenía Jordán un informe sobre los Maroun, nacidos en Sidón, pescadores y contrabandistas. Traficantes ocasionales de armas para los judíos de Palestina, eran expertos en manejarlas y repararlas. Enrolados como marineros y artilleros a bordo. Un Oerlikon de 20 mm no lo manejaba cualquiera.
—¿Cuál es su pregunta?
Sonrió el libanés, aunque sólo con la boca. Tenía los ojos vivos y la sonrisa peligrosa.
—¿Nos dirá para quién vamos a trabajar?
Jordán endureció el gesto.
—Trabajan para mí.
—Sí, claro. La cosa es cómo considerarlo. Para dirigirnos a usted, ¿no?… Con qué tratamiento.
—Pueden llamarme señor, capitán o comandante, lo que prefieran. Y déjenme aclararles algo: toda indiscreción, desobediencia o falta de respeto tendrá la sanción adecuada, y me encargaré de aplicarla.
Frunció los labios el otro.
—¿Económica?
—Por supuesto.
—¿También castigo físico, llegado el caso?
Jordán no respondió a eso, o no lo hizo directamente.
—Quien los emplea dispone de medios para resolver cualquier irregularidad o incumplimiento de contrato.
Cambió el libanés una ojeada rápida con su primo.
—Suena a alguien poderoso, ¿no?
—Lo suficiente —confirmó Jordán.
Siguió un silencio roto por el torpedista Zinger.
—¿Eso es una advertencia?
—Pues claro que es una advertencia —los miró uno por uno, con aplomo—. ¿Dónde creen que se han enrolado?
—Creíamos que se trataba de contrabando —dijo Farid Maroun.
—Creyeron mal.
Se miraban unos a otros, asimilando lo que acababan de oír. El cuarto hombre no había abierto la boca durante la conversación: el telegrafista inglés, el tal Bobbie Beaumont, era casi tan alto como Jordán pero flaco y de piernas muy largas, desproporcionadas con el torso. Mejillas hundidas, ojos de color aguamarina, húmedos tras el cristal de unas gafas de concha. Necesitaba un corte de pelo y un afeitado; la barba de tres o cuatro días rozaba el cuello sucio de una camisa caqui militar que llevaba por fuera, sobre el pantalón zurcido en una rodilla. Calzaba sandalias y un burdo tatuaje medio descolorido manchaba de azul el dorso de su mano izquierda. Pese a todo, aquel individuo poseía un aire distinguido. Estaba sentado en un taburete con la espalda apoyada en el vidrio de la ventana y no había dejado de fumar en todo el tiempo: dos cigarrillos, encendido el segundo con la brasa del anterior. Cuando habló lo hizo átono y sin dirigirse a nadie, cual si se limitara a expresar un pensamiento en voz alta.
—Bandera negra, entonces —dijo.
Todos lo miraron con curiosidad. Se encogió de hombros y al fin, alzando la vista, posó en Jordán los ojos que todo el tiempo parecían a punto de lagrimear. Ironía y fatiga se combinaban en un brillo lento, insólitamente divertido.
—Se trata de merodear, me parece —añadió con calma, como si aquella deducción no lo alterase en absoluto—. ¿Seremos corsarios en el mar Egeo?
—Piratas —aclaró Jordán sin titubear—. En lo oficial nadie nos respalda.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Arturo Pérez-Reverte nació en Cartagena, España, en 1951. Fue reportero de guerra durante veintiún años y cubrió dieciocho conflictos armados para los diarios y la televisión. Con más de veinte millones de lectores en el mundo, traducido a cuarenta idiomas, muchas de sus obras han sido llevadas al cine y la televisión. Hoy comparte su vida entre la literatura, el mar y la navegación. Es miembro de la Real Academia Española y de la Asociación de Escritores de Marina de Francia.