Todo se vino abajo cuando me echaron del trabajo en Insentec, Instituto de Enseñanza Técnica, una mole gris de salones estrechos y alumnos de mente ídem, iluminada por tubos de neón blancos que me producían jaqueca y ganas de matar. Fueron diez años dictando de lunes a viernes cuatro clases diarias de ocho a seis de la tarde, la misma materia siempre: Lógica del discurso. La había repetido tanto que estaba convencido de que con alzhéimer podía dictarla igual, que la recordaría aun después de sufrir un derrame: reglas generales de la argumentación, argumentos mediante ejemplos, por analogía y de autoridad, falacias, sesgos, etcétera. Siempre daba los mismos ejemplos, salía con los mismos chistes y hacía las mismas pausas dramáticas. Vi pasar a veinte promociones de auxiliares contables, técnicos de sistemas, secretarias, vendedores y operarios. En ese tiempo se enfermó y se murió mi mamá, gané barriga y perdí pelo, me fui quedando cada vez más solo, enterré mis ambiciones y me conformé con una tranquilidad previsible.
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Pensé que iba a seguir en ese trabajo hasta mi muerte, pero no contaba con que el que muriera fuera el viejo Villamizar y cambiara la administración del instituto. Un día el rector me llamó a la oficina y ahí estaba con el gerente. La antigua oficina de Villamizar, que se encargaba de todo y era una institución, y que me había contratado a mí directamente, ahora estaba partida en dos y manejada por este par de gomelos que los herederos habían puesto: el rector, Rodri, y el gerente, Dieguito. Al primero, Rodri, siempre le parecí una antigualla. Jugaba a ser el rector cool y juvenil, educador rockero que estaba cerca del estudiantado y un poco alejado de los profesores. Hubo un momento en que pudimos ser amigos, cuando supo que había hecho mi tesis sobre metal y punk. Me contó que era vocalista de la banda Ballet Parking. No tenía ni idea de su existencia. Luego me sondeó con un montón de grupos que ya no oía ni me interesaban. Me invitó a verlo cantar en Crabs. Rodri tenía pantalón de cuero, camisa blanca y corbatica; el que tocaba la guitarra se vestía similar y tenía un sombrero. El performance de Rodri era exagerado para las canciones monótonas de letras oscuras, una de ellas con un error de sintaxis que le señalé —«Volví en sí para amarte»— y lo condujo a explicarme que se trataba de poesía. Al final de la noche me pasé de tragos, se me salió el punk y le dije que el suyo era un Depeche de vereda.
Dieguito, en cambio, no parecía tener ningún hobby salvo comentar partidos de fútbol, marcadores y alineaciones. Era el clásico burócrata que se cree dueño de la empresa, funcionario aferrado a los excelles y acostumbrado a los cortejos y lambonerías con que los docentes solían mendigar las horas de clase y, sobre todo, los contados cursitos de vacaciones. Rodri y Dieguito eran impecables y modosos, con maestría en Nueva York y en Barcelona respectivamente, expertos en administrar la educación de los pobres. Ambos, cada uno a su manera, encarnaban la quintaesencia caricaturesca del milenial que se siente superior porque desayuna un cereal que sabe a aserrín y tiene catorce certificaciones orgánicas, habla con más seguridad que inteligencia colando palabrejas como «empowering», «endorsement», «storytelling»… y se dirige a sus subordinados llamándolos «compadre», «sumercé» y «parce». Rodri y Dieguito, abatidos, me dijeron que iban a cambiar los currículos y que mi materia ya no sería necesaria. Se concentrarían en las «áreas prácticas de cada programa». ¿Para qué enseñar a pensar y a expresar las ideas? También deslizaron una queja sobre mis recursos: yo no utilizaba PowerPoint ni Prezi ni Enseñator ni Expliquify… Los alumnos de hoy no estaban sólo para el tablero y el marcador. Eso lo mencionaron de pasada, como hablando de otra persona. En su versión mi despido era un fatum, una consecuencia inevitable de la posición de los astros o los dictados del destino y, por tanto, era tan imprevisible como la caída de un rayo o un alud de tierra: ellos no habían tenido nada que ver. Me despedían con un apretón de manos y una patada en el culo, pues mi contrato era por prestación de servicios y no me daba derecho a indemnización alguna.
—Hermano, nadie duda de tu trabajo, del empeño que pones a las clases. Esta siempre será tu casa y te llamaremos apenas haya una vacante —me dijo Rodri al borde del llanto.
—Zí, zumerzé no zabe lo agradezidoz que eztamoz con zu trabajo en Inzentec —me dijo el otro, y yo no sabía si mandarlo a la mierda o al terapista de lenguaje.
Cuando iba por el corredor caí en cuenta de que había olvidado en la oficina el libro que había traído para leer por si se demoraban en atenderme. Abrí la puerta sin tocar y los encontré riéndose, no quedaba nada del lloriqueo que estaba a punto de atenazarlos antes de que cerraran la puerta.
—Perdón, es que vengo por esto —dije tomando el libro. —Claro, compadre —dijo Rodri, de nuevo muy triste.
—Ahí le eztaremoz avizando zi zale algo para el otro zemeztre, parze, cuídeze mucho —me dijo el otro.
Cerré la puerta sin decirles que eran unos hijueputas y ahora que están muertos los recuerdo sin cariño.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Antonio García Ángel (1972) Nació en Colombia. En 2001 publicó su primera novela, Su casa es mi casa. En 2004 fue elegido en el Programa de Maestros y Discípulos de la firma relojera Rolex (The Rolex Mentor and Protégé Arts Initiative), lo cual le permitió contar durante un año con la tutoría de Mario Vargas Llosa. En 2006 publicó su segunda novela, Recursos Humanos. En 2007 fue escogido como uno de los 39 escritores menores de 39 años más representativos de América Latina, Bogotá 39, en el marco de Bogotá Capital Mundial del Libro. Publicó el libro de cuentos Animales domésticos en 2010. En 2015 publicó el ensayo Jumma de Maqroll El Gaviero. En 2016 publicó Declive, su tercera novela. Ese mismo año fue guionista y presentador de la serie documental Buena Letra. Entre 2012 y 2019 fue editor del programa Libro al Viento. Escribió con Pilar Quintana el guion de Lavaperros (2021), dirigida por Carlos Moreno (XXVII Premio Manuel Barba de la Asociación de la Prensa de Huelva al mejor guion), y con Jhon Alex Toro escribió el monólogo Jhonalexedario. En 2023 ganó el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la categoría Crónica de Audio, por el podcast Salve, salve, simpar carnaval.
El libro será presentado hoy 10 de julio a las 6:00 p.m. en la Librería Prólogo.
El sábado 12 de julio, a las 10:00 a.m., será presentado en la sede norte de Compensar. Entrada libre con inscripción previa https://url.us.m.mimecastprotect.com/s/gkAXCDk0rwIB08NqgsWfkhjY-Qs?domain=elespectador.com/…