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Primer capítulo de “Soy la daga y soy la herida”, la nueva novela de Laura Restrepo


Abismo es un dios cruel, de cuyo capricho dependen la vida o la muerte, y Misericordia Dagger, verdugo metódico e inflexible, trabaja bajo sus órdenes. Pero su obediencia se ve puesta a prueba cuando se enamora de la nieta de su próxima víctima. En librerías con el sello editorial Alfaguara.

Laura Restrepo * / Especial para El Espectador

13 de abril de 2025 - 11:00 a. m.
Laura Restrepo escribió ahora una parodia de los violentos tiempos actuales, marcados por el delirio de gobernantes autoritarios, irracionales y criminales. Se trata de una tragicomedia universal. Teatraliza cíclicas épocas de terror que anuncian el caos definitivo, o tal vez presagian un mundo nuevo. El protagonista, cortacabezas, cuenta sus propias vicisitudes, entre lo histórico y lo mitológico, lo real y lo alucinado.
Foto: Cortesía de Penguin Random House-Nathaly Hurtado Torres
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¿Quién mata al verdugo?

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Esa es la pregunta vertiginosa.

Misericordia:

1. Virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenos.

2. Puñal con el que solían ir armados los caballeros de la Edad Media para dar el golpe de gracia al enemigo.

El Acéfalo: Decapitado y descorazonado, hombre desnudo que lleva en una mano la daga, y en la otra, el corazón sacrificial de los aztecas (o granada en llamas). Grabado de André Masson convertido por Georges Bataille en símbolo de resistencia.

Soy Dagger, Misericordia Dagger.

Abismo me adjudicó un oficio: empuña el hacha, me dijo, tú serás el verdugo.

Abismo se presentó ante mí como una mujer flaca, desnuda de la cintura para abajo, que bailaba frente a una pira de basura ardiente. Una mujer joven pero demacrada. Su vello púbico, ralo y rubión, desafiaba el aire frío, y su sexo se abría con indiferencia. Supe que ella era dios y conocí su nombre: Abismo.

Sus piernas, dos angarrios nervudos, se erguían sobre altos zapatos de tacón y plataforma. Mecía el cuerpo al son de una música silenciosa: se trataba de un dios danzante.

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Creo en un dios que baile, dijo Nietzsche. Yo en cambio creo en un dios que sangre. No comulgo con el Let it be de los Beatles, sino con el Let it bleed de los Rolling. —Te harás verdugo y trabajarás para mí —me ordenó Abismo usando palabras: supe que era un dios parlante.

Los tonos graves de su voz semejaban bramidos de ciervo o acordes de cello.

Abismo ama la oscuridad y la bruma, porque es en sí mismo brumoso y oscuro.

Me amenazó con castigos si llegase a desobedecerle; era un dios amenazante.

Acepté sus términos y pactamos una alianza. Comprendí su edicto y me hice justiciero, ejecutando a quienes él condenaba a la pena capital. Capital, de caput/capitis: cabeza. Me convertí en cortacabezas al servicio de Abismo, Supremo Bailarín y Ser Eterno.

Han pasado los sucesos y los años y hasta el momento todo ha sido ascenso y pulcritud en mi devenir como verdugo. Satisfacción y beneplácito por parte de mi amo, el Altísimo; por parte mía, obediencia a ultranza y orgullo del deber cumplido.

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Hasta aquí.

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Sin reservas ni altibajos, he sido el mejor y más incondicional de los servidores de Abismo.

Hasta ahora.

Y de repente, caigo. Tropiezo y caigo en un bucle del que no logro salir. Las cosas empiezan a enredarse de manera inesperada.

Ha sucedido de buenas a primeras, durante un encuentro casual en una esquina, controvertido suceso, punto de quiebre que marca mi trayectoria con un antes y un después. ¿Un antes y un después? Quizás sea más preciso decir: un antes y un nunca más.

Borges dice que todo encuentro casual es una cita.

Toda cita es un encuentro con la muerte, reformulo yo.

Acéfalo

Lanza y escudo

cuando la realidad

se vuelve pesadilla

Digamos que hoy es la mañana que marca mi descalabro.

Digamos que hace frío. Me encuentro parado en el cruce de calles y veo a una adolescente hermosa que detiene su auto ante el semáforo en rojo. Quedo prendado de ella y a partir de este momento soy yo, el cortacabezas, quien pierde la cabeza.

El escenario de mi caída es entonces una esquina, un semáforo en rojo, una cierta muchacha… apenas un encuentro casual.

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Casual, pero predestinado. Comprendo al instante que esta cita borgiana podría costarme la vida, ¿y quién dijo que no vale la pena arriesgarla?

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Si el semáforo hubiera estado en verde, el auto habría seguido derecho, la muchacha que lo conduce se habría perdido calle arriba y ciudad adentro, y unas horas después yo la habría olvidado para volver serenamente a mis tareas y retomar el hilo de mi vida y de mis muertes.

Supongamos. El mundo seguiría igual si la luz del semáforo hubiera sido verde. Pero no. La luz es roja, la muchacha detiene su coche, yo la miro y mi rutina queda perturbada de aquí en adelante.

No me hallo, siento que me envuelve un aura enervante.

Musito un avemaría en extremo desconcierto.

El nombre de la muchacha tiene tres letras.

El nombre de la muchacha es Dix.

Me extravío en el

Acéfalo.

Me recobro en él

Pocas palabras, sentido del humor, corazón de piedra y golpe certero: esos han sido los elementos de mi método. Ante todo, serenidad; que el sudor de la frente no me nuble la vista. Mano seca: que no resbale el mango del hacha. Voy de vegano radical, subcategoría solo verdura y fruta. Movimientos pausados, vocación discreta y vestimenta austera: ahí está mi marca. He sido un mar en calma. Dignidad siniestra de matarife profesional, sin drama ni remordimiento.

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He preferido no tener memoria, o lo que es igual, mantengo la memoria abismada. Mejor así. Lo que se olvida no ha sucedido. No existe lo olvidado. Mis recuerdos represados estallarán un día como misil nuclear. Mi autobiografía inaugurará un género literario radical que se llamará brutal noir. El relato será potencia. Será rabiosa la parodia.

Llevo en la espalda un tatuaje: el Acéfalo. No es un dios ni es un hombre. Tampoco es un monstruo. Huyó de su propia cabeza como un condenado de la prisión.

Nunca lo he visto —lo llevo detrás—, pero sé que va armado, es un guerrero místico. Lleva en la mano una granada en llamas, o un Sagrado Corazón. Quién sabe. Quizás sea oficiante azteca o monje templario. Más no puedo decir, tampoco sé más. Destino secreto es Acéfalo. No me quito la camisa, nadie debe verlo.

El oficio de verdugo implica dos requisitos, elegancia y sangre fría; sin elegancia, yo sería un carnicero; sin sangre fría, sería una hermanita de la caridad.

Virtud y terror: binomio ganador en este oficio.

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Cuando el encargo viene complicado, Abismo sabe a quién necesita: ese trabajo va para Misericordia, dice. O también: que lo haga Dagger.

Ese soy yo: Misericordia Dagger. Así me presento; ese es mi mote de guerra. Mi verdadero nombre no lo revelo jamás, nadie lo conoce, ni siquiera mi propia madre, que no se ocupó de amarme o alimentarme, y menos de acercarme a una pila bautismal. De no ser por mi abuela Adela, ciega de la calle Broca, yo hubiera sido un infante ignorado, innominado y posiblemente muerto antes de llegar a adolescente. Mi abuela Adela veía sin ojos, como santa Lucía.

—¿Y tus ojos, abuela? —preguntaba el niño que fui, receloso ante el par de bolas de gelatina blanca que tenía en las cuencas.

—Para mirarte mejor —rugía ella, jugando a asustarme.

—Ojos de huevo duro —me burlaba yo.

Pero era buena, mi abuela, y su recuerdo todavía arrulla las largas noches de mi insomnio. ¡Descansa en paz, Adela, ciega de la calle Broca! A ella le debo todo lo que soy y lo poco que tengo. Mansa señora, ojos de huevo poché, mirada de gelatina turbia.

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—Dímelo tú, abuela, ciega visionaria —le preguntaría si estuviera viva—, dime qué mefistofélico embrujo hay en el brillo dorado de una adolescente que perturba las espartanas rutinas de un hombre adulto y adusto como yo.

Yo, Misericordia Dagger, verdugo bajo las órdenes del Todo Misterioso.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. El 27 de abril de 2025, en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, en Corferias, auditorio José Asunción Silva, a las 11:30 a. m., será el evento “Reconocimiento a la labor de las escritoras colombianas”. Destacarán la obra literaria de Piedad Bonnett, Laura Restrepo y Pilar Quintana. Laura Restrepo (Bogotá, 1950) publicó en 1986 su primer libro, Historia de un entusiasmo (Aguilar, 2005), al que siguieron La Isla de la Pasión (1989; Alfaguara, 2005 y 2014), Leopardo al sol (1993; Alfaguara, 2005 y 2014), Dulce compañía (1995; Alfaguara, 2005 y 2015), La novia oscura (1999; Alfaguara, 2005 y 2015), La multitud errante (2001; Alfaguara, 2016), Olor a rosas invisibles (2002; Alfaguara, 2008), Delirio (Premio Alfaguara 2004), Demasiados héroes (Alfaguara, 2009 y 2015), Hot sur (2012; Alfaguara, 2024), Pecado (Alfaguara, 2016), Los Divinos (Alfaguara, 2018) y Canción de antiguos amantes (Alfaguara, 2022). Sus novelas han sido traducidas a treinta y dos idiomas y han merecido varias distinciones, entre las que se cuentan, además del ya mencionado, el Premio Sor Juana Inés de la Cruz de novela escrita por mujeres; el Prix France Culture, premio de la crítica francesa a la mejor novela extranjera publicada en Francia en 1998; el Premio Arzobispo Juan de San Clemente 2003, y el Premio Grinzane Cavour 2006 a la mejor novela extranjera publicada en Italia. Fue becaria de la Fundación Guggenheim en 2006 y es profesora emérita de la Universidad de Cornell, en Estados Unidos.

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Por Laura Restrepo * / Especial para El Espectador

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