El Magazín Cultural

Primo Levi nos heredó su llave estrella

Se cumplieron 100 años del natalicio del escritor italiano. Una mirada a su obra para vernos a nosotros mismos.

Nelson Fredy Padilla * / npadilla@elespectador.com
04 de agosto de 2019 - 02:00 a. m.
Primo Levi en su biblioteca en Turín (31 de julio de 1919 - 11 de abril de 1987) y su novela "La llave estrella", sobre su alter ego. / Getty Images
Primo Levi en su biblioteca en Turín (31 de julio de 1919 - 11 de abril de 1987) y su novela "La llave estrella", sobre su alter ego. / Getty Images

El libro menos conocido de Primo Levi se titula La llave estrella (1978) y narra las aventuras de Libertini Faussone, el álter ego del escritor italiano, un montador de grúas y estructuras metálicas, que van desde puentes colgantes hasta torres petroleras; un técnico especializado que viaja mucho y, a cada regreso, desborda un talento natural para contar a sus amigos las aventuras vividas. (La lección de las Madres de Soacha desde las tablas).

Esa novela es también un viaje a la humildad del ser humano, que por más obrero que sea debe aspirar a recorrer el mundo que le tocó para formar un punto de vista crítico y moral de él. Esto mientras reivindica el trabajo profesional bien hecho. Levi rescata la dignidad que los nazis intentaron quitarle en el campo de concentración de judíos en Monowitz, uno de los tres que hacían parte del de Auschwitz en 1944, al final de la Segunda Guerra Mundial.

Las obras por las que este químico graduado en la Universidad de Turín pasó a la historia componen la trilogía de su visión del horror del Holocausto: Si esto es un hombre, su primera catarsis, escrita bajo el máximo impacto psicológico tras su liberación en 1945 y publicada en 1947; La tregua (1963), tan sobrecogedora como la primera pero más autorreflexiva, más metódica, más literaria, con un lenguaje más elaborado y una verdad más filtrada, “mejor destilada”, decía él, que trabajaba al tiempo en una fábrica de pinturas. “Antes de pasarlo al papel, lo conté muchas veces. Desde ahí me divertía escribiendo”. (Las cartas secretas de García Márquez y Guillermo Cano).

Se nota en El sistema periódico, libro de 1975 que refleja un goce creativo. A través de 21 elementos químicos, uno por capítulo, viaja por la historia de su familia y llega al Vanadio, metáfora para reencontrarse cara a cara con uno de sus carceleros. Ya un escritor realizado, en 1986 completa la trilogía de Auschwitz con Los hundidos y los salvados, donde acude al tono del ensayo para tratar de entender, preguntándose una y otra vez, hasta dónde un ser humano puede degradarse por cuenta de la maldad.

Luego de un proceso creativo de 40 años y de una vida de trabajador industrial, el 11 de abril de 1987 se informó de su suicidio. ¿Su mente nunca terminó de procesar lo sucedido? ¿En su solitaria vida de pensionado sintió que su ciclo vital estaba cumplido? Siete meses antes de su muerte el gran escritor estadounidense Philip Roth, obsesionado por la vida de su colega, lo visitó en Italia, lo entrevistó largamente durante un fin de semana y le dedicó el primer capítulo del libro El oficio.

Se habían conocido en Londres en 1985 y un año y medio después se reencontraron en Turín. Corría septiembre de 1986. Visitaron la fábrica de pinturas en la que Levi fue investigador químico y llegó a ser gerente. Roth, también de origen judío, quien anunció su retiro de la literatura en 2012 y murió en 2018 sin recibir el Nobel de Literatura para el que siempre fue favorito, describió: “A pesar de la distancia que la separa de su prosa, la fábrica se puede situar, no obstante, muy cerca del corazón de Levi; haciendo míos, en la medida de lo posible, el ruido, el olor, el mosaico de cañerías y cubas y tanques e indicadores, recordé a Faussone, el maestro montador de La llave estrella”.

Compartieron en su casa de Turín, donde Levi vivía con su esposa, Lucía, y la mamá del autor (91 años de edad). En medio de aquella austera tranquilidad comprendió por qué nunca abandonó el hogar en el que nació, por qué conservó la mesa donde fue parido y cómo el proceso de descubrimiento hasta concluir que por sus venas no solo corría sangre de obrero, sino de escritor.

El reportaje de Roth es un viaje para entender el valor de la autobiografía, la importancia de dar testimonio de vida y muerte. Resulta una lección de realidad para el ultraficcional autor de La gran novela americana. Al cierre destaca como la cualidad mayor de Levi la capacidad de escuchar, porque advierte que los escritores se dividen entre los que oyen a los demás y los que el ego no los deja oír sino su voz todopoderosa.

En inglés Levi le habla de su esencia: “Tenía un intenso deseo de comprender ¿el porqué de las cosas?... una curiosidad cínica. Nunca dejé de tomar nota del mundo ni de la gente que me rodeaba”. Así queda al descubierto el método del hombre que luchó siempre contra la timidez y encontró en la escritura “la búsqueda de la libertad”.

Frente a un montón de libretas y cuadernos de distintos colores, versiones de sus libros, le muestra las pruebas de su disciplina narrativa: “Mi modelo (o, si te gusta más, mi estilo) era el informe semanal que generalmente se utiliza en las fábricas: tiene que ser preciso, conciso y estar escrito en un lenguaje que todos los miembros de la jerarquía industrial puedan entender”.

Roth encuentra explicación a las “sentencias impregnadas de cerebralidad” de Levi, a “su profunda y espiritual respuesta a quienes hicieron todo lo posible por cercenarle los contactos de larga duración y arrancarlos, a él y a los suyos, de la historia”.

Cien años después del nacimiento de Primo Levi quienes debiéramos acercarnos a su obra somos los colombianos, un país lleno de víctimas y victimarios en proceso de contar nuestro holocausto. Como nos dijo en Bogotá el nobel de literatura portugués, José Saramago en 2007: “Colombia debe vomitar sus muertos”. La inspiración puede ser literaria, pero la base son testimonios que ya han sido escritos o están siendo escritos en todo el país.

Lo comprobé como jurado en el Premio Nacional de Crónica y Testimonio de la Universidad Central, donde leímos 40 libros sobre todas las formas de violencia, la mayoría de escritores inéditos, muchas mujeres víctimas, que no se quedan en el dolor y rehacen sus vidas a través de un diario, una carta, un manifiesto.

Igual ocurrió en el Premio de Crónica Ciudad de Bogotá, plagado de relatos de desplazamiento del campo a la ciudad, y ahora en el de Periodismo Narrativo convocado por la Alcaldía de Medellín y en los proyectos de investigación del conflicto de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional. Por fortuna el espacio para los grandes relatos sobre nuestra guerra no solo depende de editoriales que buscan “productos comerciales”. El arte colombiano está abierto a todas las formas de narrar lo que pasó y que deseamos no se repita.

He leído a decenas de sobrevivientes y testigos con el aliento de Levi, y a otros sin ese talento pero que también reclaman ser oídos. “No me niegues el derecho a la incoherencia”, le reclama Levi al inquisidor Roth en un instante de tensión tras el que le confiesa: “Sobreviví entre la esperanza y la desesperación. La coherencia que, creo, se percibe en mis libros es un artefacto, una racionalización a posteriori”.

No nos dejó certezas. Gracias Primo Levi. Aunque puede bastarnos su llave estrella para operar el engranaje de la memoria de la violencia y producir un diálogo, dejar una constancia, salvarnos de lo que él llamó “naufragio espiritual”.

* Editor dominical de El Espectador y profesor de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, donde dicta el curso “Literatura y derechos humanos”.

Por Nelson Fredy Padilla * / npadilla@elespectador.com

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