Y era un tango, un cambalache, como diría, en el que cualquiera era un señor y cualquiera era un ladrón, y se confundían unos y otros, y todos eran sospechosos de cualquier cosas, empezando por él, que rumiaba su amargura a puro tango y a puro whisky, tal vez para no agarrar una pistola y volarse los sesos, o para matar a alguien simplemente porque todos los alguien eran sospechosos. El mundo era un baile de farsantes, cada uno con una máscara distinta, pero en el fondo, casi todos disfrazados de lo mismo: de buenos y honestos y generosos. Él sabía que no eran así. Los tangos y las noches de bar en bar, y de burdel en burdel, le habían mostrado lo real de la gente.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Y allí donde él quería ver a alguien auténtico, un hombre auténtico, aunque solo fuera uno, había hallado tipos que le robaban hasta a su madre y luego salían a la calle a hablar de la situación del país, de los pobres, de que algo había que hacer por tanta familia menesterosa, tipos de saco y corbata y camisa blanca que gritaban a los cuatro vientos su generosidad, y que invertían en lo social, o eso decían, pero por otro lado iban pisoteando, formando ejércitos de muertes subterráneas sin siquiera contar los muertos a su cuenta, y explotando y engañando y haciendo negocios con el hambre del pueblo. Los veía noche tras noche en los bares, en los prostíbulos, en los teatros y en el cine. Los veía por la calle, en los salones de los grandes personajes, y en las burocráticas oficinas de aquellos que les aprobaban una ley a cambio de un buen fajo de billetes.
Le rezaban a todos los santos y a Dios con oraciones sacadas de la Biblia, y con la Biblia al lado se frotaban las manos limpias ante el vaho de aire caliente que salía de un calefón. Se sacudían las manos ante todo y frente a todo, y seguían en lo suyo, que era pisotear, humillar. Daba lo mismo si vivían en Buenos Aires, en Londres o en Nueva York, como decía Santos Discépolo, todas, ciudades grises pobladas por gente gris, y daba igual a quien pisotearan. El asunto era sobrevivir y mostrar y eliminar. Por eso él afirmaba que no había escrito Yira, Yira con la mano, sino con el cuerpo, por ejemplo, y que aquella había sido una canción “de la calle, cuando le mordía el talón a los pasos del hombre”, porque desde la calle fue que gritó “Verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa, yira… yira…”.
Desde la calle, donde acabó por un largo tiempo, pues “Tenía un contrato importante con una casa filmadora que equivocadamente se empeñaba en hacerme hacer cosas que me desagradaban como artista… Como hombre digno. Y me jugué. Rompí el contrato y me quedé en la calle. En la más honda de las pobrezas y en la más honrada soledad…”. Entonces vio. Volvió a ver, porque en la caída veía mejor, con mayor claridad. Porque en la caída comprendía por qué la gente como él caía, y por qué él escribía en la calle, con el olor a calle y a derrota, no con dolor, sino con el recuerdo del dolor, “Aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor, no esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor. Cuando estén secas las pilas de todos los timbres que vos apretáis buscando un pecho fraterno para morir abrazao…”.
El recuerdo del dolor por los ayeres y el temor al dolor por los mañanas eran lo que lo hacía escribir. "Uno busca lleno de esperanzas el camino que los años prometieron a sus ansias. Sabe que la lucha es cruel y es mucha pero lucha y se desangra por la fe que lo empecina..." Lo que lo hizo Inventar sobre lo real. Hizo teatro, cine. Compuso tangos. Denunció su tristeza, su hambre de injusticia. “Hoy resulta que es lo mismo, Ser derecho que traidor. Ignorante, sabio, chorro Generoso o estafador -cantó en Cambalacje-. ¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro Que un gran profesor. No hay aplazaos (Que va a haber) ni escalafón. Los inmorales nos han iguala’o. Si uno vive en la impostura. Y otro hala en su ambición. Da lo mismo que sea cura. Colchonero, Rey de Bastos, Caradura o polizón”. Era lo mismo todo en los años 40, y luego, en los 50, y antes. A alguien le convenía que cualquiera fuera un señor, y cualquiera fuera un farsante. Todos, revolcaos en el mismo lodo, “ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador”.
Fue amigo de los pisoteados, como él, de los dignos, de los que no se vendían. De los que luchaban. Militó en el bando de Perón, y fue confidente de Evita, con quien almorzaba de cuando en cuando en su habitación de la Casa Rosada, los dos, sabiendo que estaban a puertas del final de sus vidas, carcomidos por un cáncer. Por ella, con ella, por los “cabecitas negras”, creó un programa de radio que enfureció a los oligarcas e hizo felices a los descamisados. Unos le enviaban coronas de flores a su casa. Los otros le mandaban cartas de apoyo. Los primeros lo censuraron e intentaron sacarlo de circulación. Los segundos lloraron con cada una de sus emisiones, y repitieron una y mil veces la última, unos días antes de la Navidad del 51 y de su muerte. Santos Discépolo hablaba con un antiperonista imaginario, Mordisquito, que no era imaginario en realidad, y decía:
“Yo no lo inventé a Perón, te lo digo de una vez por todas para terminar con esta pulseada de buena voluntad que estoy llevando a cabo en un afán mío de liberarte de tanto macaneo. La verdad es que tampoco la inventé a Eva Perón, la milagrosa. Ellos nacieron como una reacción a los malos gobiernos. A Perón, a Eva Perón y a su doctrina los trajo, en su defensa, un pueblo a quien vos y los tuyos habían enterrado en un largo camino de miseria… Los trajo tu tremendo desprecio por las clases pobres a las que masacraste porque pedían un mínimo de respeto a su dignidad de hombres o un salario que les permitiese salvar a los suyos del hambre… No, ¡yo no los inventé a Perón ni a Eva Perón! ¡Vos los creaste! Con tu intolerancia. Con tu crueldad. Con la misma crueldad aquélla del candidato a presidente que mataba peones de su ingenio porque le pisaban un poco fuerte las piedritas del camino a la hora de la siesta…Mordisquito, olvidáte de los pajarones. Su fracaso, por no decir su infamia, trajo como una defensa a Perón y a Eva Perón. Los trajo el fraude, la impostura, el dolor de un pueblo que ahogaba de harina blanca y alguna vez tuvo que inventar un pan radical de avena negra para no morirse de hambre. ¡Ay, Mordisquito, qué desmemoriado sos!… Ahora te dejo. Con tu conciencia. ¡Perón es tuyo! ¡Vos lo trajiste! Y a Eva Perón también. Lo único que me queda es agradecerte por el bien enorme que sin querer le hiciste al país. Yo voy a estar en el grillo de tus noches, en la canilla que gotea, en el ropero que cruje a medianoche, en el humo final del pucho que apretás contra el cenicero, en el chas-chas del zinc cuando llueve, en los ruidos de la obsesión. Aunque me marche, como me marcho ahora, sé que seguirás oyéndome. Eso sí, te lo repito: ¿a mí me la vas a contar? Hasta otra vez. Sí, hasta otra vez…”.
Unas semanas antes de aquella despedida, Santos Discépolo le llevó a Evita los discos de sus canciones que los oligarcas habían destrizado. Ella le dijo: “Pero, ¿qué esperabas de esta gente, flores? Los atacaste y te odian, son así, no perdonan. Y odiar, saben odiar mejor que nadie, te lo puedo asegurar. ”Oíme, no te voy a mentir ahora, los dos nos estamos muriendo. Pensá un poco, ¿qué harían con nosotros si nos echasen del gobierno? ¿Van a ser democráticos, comprensivos, dulces, educados?. No, para nada, nos van a perseguir, a torturar, a meternos presos, a fusilarnos, ni el nombre nos van a dejar, tenélo en cuenta, querido Arlequín. ¿Cuánto estás pesando? ¿comés algo? ¿te ponés esas inyecciones que te recetaron?” Santos Discépolo le contestó: “Sí, me las pongo en el sobretodo”.