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Conócete a ti mismo (Sobrepensadores)

Decía el filósofo español José Carlos Ruiz que no hay exigencia más grande y despiadada que el “conócete a ti mismo”, pendiendo sobre nosotros como una exigencia desde hace 2500 años cuando se inscribió en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos.

Roberto Palacio

25 de octubre de 2025 - 02:49 p. m.
Templo de Apolo (Imagen de referencia).
Foto: Pixabay
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La civilización parece habernos dejado solos con la magna tarea del autoconocimiento. Me parece que si bien la tarea es difícil, pocas hay más importantes. Ha pasado más bien que las herramientas con las que habríamos de descifrarnos parecen haber caído en desuso. ¿Qué quiere decir conocerse a sí mismo? ¿Por dónde empezar?

Actuamos de acuerdo con un patrón de conducta, y lo que pocas veces nos percatamos es la cantidad de componentes inconscientes que hay en él. Hay, en efecto, gustos, deseos, apetencias, metas que no tenemos ante los ojos. Tendemos a pensar que somos un producto de decisiones deliberadas y libres, pero poco de lo que somos lo hemos diseñado, e incluso en ese caso -en el hecho de que hayamos optado por ser de una forma o de otra-, hay impulsos desconocidos que marcaron el deseo de ser de esta o de aquella manera.

Esto no quiere decir que estamos “libreteados” por el “heteropatriarcado” obnubilante -o algo por el estilo- como aman pensar las feministas radicales. Es más complejo y muchas más fuerzas están en juego; somos criaturas antiguas, y los impulsos que nos conforman tienen milenios de estarnos morando; nuestros fantasmas son más arcaicos que nosotros mismos. No sólo estamos impulsados por estos deseos espectrales, sino por la forma en que se relacionan unos con otros.

La filosofía nos ayuda a entender en dónde estamos siendo incoherentes, en dónde la compleja red de impulsos chocan unos con otros en nosotros mismos o con respecto a los de otros. Podemos tardar años en hacer ese análisis solos. En un texto de Nietzsche o de Freud, sin embargo, solemos encontrar justamente eso que necesitamos decirnos a nosotros mismos, en el momento en que lo necesitamos. La filosofía nos ahorra tiempo.

Me siento fascinado por el especial cuidado y detalle con el que los filósofos de todos los tiempos han examinado la vida interior.

Rousseau hablaba del conocimiento que desarrolla el que sabe tener un poco de “amor por sí”: se trata de un saber cuidarse, propio del que se disfruta a sí mismo, del que sabe conversar consigo y vivir en su interioridad.

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En las “Ensoñaciones del paseante solitario”, Rousseau emprende esa búsqueda en el regocijo que le procura la soledad de las caminatas en el bosque, en las que dialoga no con otras personas sino con los seres inanimados y los vivientes del entorno. Es mucho lo que la soledad le ha enseñado de sí, aunque finalmente descubre que su viaje interior sólo se verá completado por los demás. “El otro guarda el secreto de lo que soy”, diría dos siglos más tarde otro pensador en lengua francesa, J.P. Sartre.

La tradición del examen interior llega al presente. Byung-Chul Han en “Vida Contemplativa” exhorta a ese tiempo de la negatividad en el que nos podemos examinar. Nadie está haciendo apología de una sociedad netamente ociosa, pero sí de una en la que sabemos parar y mirar hacia el interior.

La vida en conexión permanente, en la lucha por el rendimiento, no deja espacio a la tarea. Es preciso el distanciamiento ocasional, la desconexión, dado que estar conectados no es lo mismo que estar vinculados. Los productos de nuestra cultura -las artes, la filosofía, las ciencias-, son el resultado de una atención profunda y de esa conexión interior y con los demás, cuidadosamente cultivadas.

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¿Cuál es el precio de no conocerse? No es el drama jesuítico de la oportunidad perdida para moralizar. Cuando no nos conocemos, los patrones de conducta continúan de manera impredecible. Hacemos lo que hacemos, incluso en contra de nuestros mejores intereses, sin saber qué nos golpeó.

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Las mitologías del mundo han representado de muchas formas esta propensión de nuestros impulsos por exponernos al sufrimiento autopropiciado. Los cíclopes de la mitología griega son la torpeza y la temeridad aunadas; el monocular Polifemo ya no sabe cultivar la tierra, no le importa saber alguno y no tiene idea de las leyes de la polis. Representa la emocionalidad monotemática inducida por una única causa comprensiva que quiere dominar a todas las demás: el odio, las obsesiones, los vicios, la ambición de poder etc.

Cuando no podemos sumergirnos en nosotros mismos tampoco podemos convertir el amor por sí en amor por el mundo. El entorno siempre nos será extraño. Nuestra vida se suspende en un caótico narcisismo autodestructivo. En efecto, sólo en la confrontación con nosotros mismos emerge la disposición a un cuidado por el mundo y por los demás.

Siguiendo a Robert Pogue, la civilización en la que vivimos le ha declarado una guerra al continente oscuro de la interioridad, del silencio, de la atención, a través de los dispositivos que miniaturizan el mundo en una pantalla.

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La única manera de evadir la mirada del cíclope es entonces a través del intento de autocomprendernos. Es a menudo una tarea lenta; debemos vernos como si fuéramos otros. Pero si simplemente renunciamos a ella, estamos expuestos a fuerzas monstruosas.

La filosofía es uno de los pocos paliativo que nos quedan contra la mirada en una sola dirección. Hay pistas que apenas si comprendemos, muchas cifradas en las conversaciones que tenemos en nuestro fuero interno. Los distintos estados en los que entramos y de los que salimos (depresión, ansiedad), decía el filósofo Gordon Marino -un tipo rarísimo que fue entrenador de Mike Tyson antes de convertirse en existencialista- son modificaciones de la forma en que nos hablamos a nosotros mismos.

No es sencillo; pero si algo he aprendido de la filosofía es que hay que poner atención a cómo es ese universo de palabras en el que vivimos. No hay que ser un paciente psiquiátrico para preguntarse con todo derecho: ¿qué dicen las voces?

El poeta ingles D.H. Lawrence en un hermoso poema llamado “Thought” decía que el pensamiento es la vida desconocida que emerge hasta la superficie de la conciencia. El examen de sí mismo permite ahondar en ese pozo profundo que somos para producir futuro a partir del pasado primitivo que aún nos habita.

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*El lector encontrará estas ideas desarrolladas en: Roberto Palacio, “Consumidores de atención”, Debate, 2025

Por Roberto Palacio

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