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En uno de sus sermones, Wildmon pronunció el siguiente discurso: “La aceptación de, o indiferencia ante, el movimiento homosexual resultará en la destrucción de la sociedad al permitir que el orden civil se redefina. Junto con nuestros hijos y nietos vamos a caer en picada hacia una era sin Dios. En efecto, los cimientos de la civilización occidental están en riesgo”.
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Antes de salir en cólera a insistir en el discurso liberal del pluralismo, a gritar ‘amor es amor’ y a enumerar la participación de homosexuales en la construcción de la civilización occidental, ¿qué pasa si nos detenemos un momento a pensar que Wildmon quizás tenga razón? Es decir—tal como plantea el crítico literario Lee Edelman—, ¿qué tal si el potencial de la resistencia homosexual reside, justamente, en la redefinición de los cimientos de la sociedad occidental? ¿Qué tal si son estos cimientos, y no las amenazas, los que hay que revisar?
La defensa de unos cimientos sociales específicos resuena bastante con la célebre tesis defendida por Álvaro Gómez Hurtado: “el acuerdo sobre lo fundamental”. Aunque se trata de uno de los políticos más controvertidos de nuestra historia reciente, esta tesis parece haber tenido acogida tanto en las alas más conservadoras como en las orillas de la izquierda colombiana. En pocas palabras, un acuerdo sobre lo fundamental establece una división entre valores frente a los cuales se admite oposición y otros frente a los cuales se prohíbe. Por lo tanto, funda un antagonismo entre valores controvertibles e incontrovertibles. De manera que un acuerdo sobre lo fundamental culmina en la elevación de ciertos valores a la categoría de apolíticos; valores que, políticamente hablando, solo pueden tener un lado. Y es, paradójicamente, esta misma elevación la que hace que estos valores sean tan opresivamente políticos.
En la tradición política occidental, hay varios valores que han merecido el título de fundamentales sin por ello haber perdido su carácter opresivo. Pero hay un valor en particular que ha adquirido, con inigualable consenso, la condición de apolítico: una obsesión compulsiva con el futuro atada a la figura de la niñez. La política, como dice Morgenthau, es la lucha por el poder; y el camino hacia el poder siempre tiene el mismo objetivo en mente: configurar el futuro de acuerdo con un orden social específico. De ahí que, en los cimientos más profundos de nuestra civilización, haya una obsesión con aquellos miembros de la sociedad a quienes les espera el futuro más largo: los niños. Es, por lo tanto, la niñez la que ha venido a personificar nuestra obsesión con el futuro y en la que hemos confiado la protección de nuestro orden social.
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En la niñez reside la oportunidad de cualquier proyecto político de moldear el futuro de acuerdo con sus fantasías más delirantes; la posición política que asegure la formación de la niñez confirma la supervivencia de su ideología. Por eso, la niñez ha adquirido una condición sagrada en nuestra sociedad; se ha convertido en el más intocable de todos los “acuerdos sobre lo fundamental”. Sin embargo, la niñez de nuestras fantasías políticas nunca es de carne y hueso, sino un ser prototípico que todavía no ha sido adulterado por adultos y, sobretodo, que nunca crece: Peter Pan.
Pero la neurosis de nuestra sociedad hacia la niñez se ha encontrado en su camino hacia el futuro con un deseo sexual que no tiene fines reproductivos: la homosexualidad. Este deseo sexual no reproductivo es la mayor amenaza frente a la fantasía de una sociedad diseñada a la talla de las ideologías políticas a través de la niñez. Por eso, la homosexualidad ha sido bienvenida al orden social con una sola condición: arrodillarse frente a la niñez. Para ser integrados al contrato social, hemos tenido que aprender a agruparnos en parejas—una dinámica cuya única lógica es la reproducción—y mostrar evidencia de que creemos en la preservación de la raza—matrimonio, adopción y la triste expulsión de la promiscuidad. Hemos tenido, en otras palabras, que deshomosexualizarnos; el rayo sirvió.
Y, claro está, como el futuro y la niñez yacen en los cimientos de nuestro acuerdo sobre lo fundamental, son valores que no admiten oposición. Por eso, el potencial de la política homosexual radica, no tanto en pertenecer a la oposición, sino en oponerse a la lógica de la oposición que solo admite discusión frente a los temas que no hacen parte del contrato social. La derecha siempre se encargará de defender el contrato social; la izquierda, de integrar nuevos grupos sociales al contrato; y el centro siempre será dócil y obediente. Ese es el peligro de los acuerdos sobre lo fundamental. Al contrario, el ímpetu de la política homosexual habita en la disolución de un contrato social opresivo formulado sobre una compulsión con el futuro y con la niñez.
Y si el orden social insiste, podemos responder no solo exigiendo nuestro derecho de disfrutar en igualdad de condiciones de los beneficios del contrato social, sino también diciendo—en palabras de Lee Edelman: “¡que se pudra el orden social y la figura del niño”. Y en mis propias palabras: ¡qué se pudra el niño que nunca crece! ¡Que se pudra Peter Pan!