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Radiografía de un reflejo (La esquina delirante)

El despertador grita. Las manchas en las paredes, las ventanas sucias y las alfombras raídas atestiguan el caminar pesado del hombre que habita aquí.

La esquina delirante
01 de octubre de 2023 - 07:00 p. m.
La esquina delirante.
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Foto: Cortesía

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Radiografía de un reflejo

El despertador grita.

Las manchas en las paredes, las ventanas sucias y las alfombras raídas atestiguan el caminar pesado del hombre que habita aquí. Se sitúa frente al espejo del baño apoyándose en el lavabo y se recorre la cara con una mano meditando: “Esta barba me hace ver un poco más maduro”.

—Deja de mentirte, te ves descuidado —acota El Otro con tono burlesco.

El Hombre busca su ropa, la cual desprende un insoportable hedor almizclado y mientras se ajusta el cinturón frente al espejo de cuerpo entero, El Otro habla:

—Con ese traje tan holgado logras ocultar ese vertedero de ponzoña.

—¿El qué? —pregunta El Hombre.

—Eso que llamas corazón, de estar tan vacío se entumió su función y se llenó de todo menos de amor.

Decide ignorarlo y sube al auto. Ajustando el espejo retrovisor, El Hombre empieza la charla.

—¿No te vas a cansar nunca?

—No, te recordaré cada equivocación que has cometido. —Su diálogo se interrumpe por el estridente sonido de la guantera al abrirse.

—¡¿Qué pretendes?! —exclama El Otro con nerviosismo.

El arma es disparada, alguien muere. Al menos El Hombre ya puede ir al trabajo, el problema es que su auto ahora tiene un agujero en el espejo retrovisor. Laura Valentina Rico*

Besando a la muerte

De vuelta en el sendero de flores secas y sepulturas, Iris camina dispuesta a terminar lo que no hizo la primera vez que lo vio. Entonces, el cementerio se transforma en la oficina forense, lúgubre por las lámparas quirúrgicas. Su mente la lleva de vuelta a cuando lo volvió a ver.

Estaba recostado contra el escritorio que aún sostenía sus fotos, ahora llenas de polvo. Sus ojos verdes la traspasaban con una fuerza que solo encontraba competencia con la claridad con la que ella lo veía. Iris casi no se dio cuenta de que él le pedía un beso. Cuando entendió el eco de sus palabras, se desvaneció tan rápido como el día en que no regresó.

Al verlo de nuevo, el colapso era inminente. Sin embargo, el ruido sordo de las campanas funerarias le reafirmó que no tenía tiempo para eso.

Si ni siquiera la muerte había sido capaz de separarlos, lo tendría que hacer ella. Se arrodilló con premura ante su lápida y presionó sus labios contra la piedra. Observó cómo la silueta que vio antes empezaba a trascender. Al contemplar el epitafio como la única cosa visible sintió la tranquilidad de saber que ahora sí estaba muerto, completamente muerto. Juana Duarte*

El precio del amor

Es otra tarde fría. Lo único que está presente es el repugnante olor que viaja por el aire, que, por cierto, es una brisa cargada de dolor, tristeza, amargura. A un lado de la calle, veo a un hombre desesperado por su medicina; al otro lado, perros y cuervos peleándose por los restos de basura; de la nada, sale esta mujer con su rostro delicado, suave, casi como pétalos. Sus labios eran carnosos, un fruto deseado. Ella, en espera de cliente y yo, en espera de amarla, pues con su belleza rompe toda la oscuridad del lugar.

Cuando su ronda se acaba, la valentía llega. Me acerco, le entrego un regalo: es un collar de plata. Ella se sorprende, pues es el primer acto de amor verdadero. De la nada, me hala y me da un beso, me suelta, da la vuelta y se va.

De repente, llegan los dos hombres ansiosos de cazarme. Tienen chaquetas anchas, sucias, para tapar los muertos que llevan encima. Cargan un ¨fierro¨ que mira fijamente a mis ojos. Les ruego y suplico que me den más tiempo, que les devolveré todo su dinero. Suena un estallido que deja todo en silencio, me desvanezco y caigo sin piedad al suelo.

Los hombres salen corriendo y lo último que logro ver es a ella. Sebastián Rosas*

Hamaca de cristal

Pasaron dos meses desde el asesinato de mi esposo en una posada de Sincelejo. La visión de su cuerpo, desmembrado sobre la madera chorreada por el carmesí, me consume; entonces recordé que Torreja me contó acerca de la bruja del Tolú. En una pequeña cueva de la mina de sal, se entrevé su rostro, la herencia indígena con piel tono caramelo tostado, ojos cafés del Huila y pelo negro.

—Son mil pesos —exclamó.

Doy el dinero y agarra mis manos sobre su mesa con incienso. Grita horrorizada. Al mirarme pensé: “Ya sabe a qué vine”. Luego dice:

— Huelo desesperación, confusión, con un toque tostado a café.

—Dígame, ¿quién fue? – Pedí llorando.

—El asesino tiene un velo negro que cubre la vergüenza como las novias ocultan su rostro en el matrimonio.

—Usted es una timadora.

Apretó con fuerza mis pequeñas manos. Se acercó a mi rostro:

—Fue usted.

Logré soltarme y corrí por los caminos de esa mina. Al ver la salida, con el corazón palpitando, escucho un grito de un policía.

—¡La encontramos!

—Entren por ella. Esa mujer está loca. —Respondí.

—Está usted detenida, en nombre de Dios, señora Aita Jumi, conocida por el susurro que la llama: la bruja del Tolú. María Laura Rodríguez*

*Unisabana Medios

Por La esquina delirante

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