Cuando llegué a ‘La balsa’, la música argentina no era extraña para mí. Desde pequeño, por influencia de mi madre, conocía algunos cantantes que ella escuchaba cuando, a las 5 de la mañana, prendía la radio mientras mi hermano mayor y yo nos organizábamos para ir al colegio. Luego, con el pasar de los años, empecé a conocer otras bandas que hicieron que quisiera conocer más de lo que pasaba en el Cono Sur, antes y ahora.
Y se convirtió en un himno personal al que, varios años después, sigo acudiendo. Un himno que me hace desear que haya algo después de la muerte y, así, buscar a Tanguito para agradecerle por sus borracheras La Cueva, ese bar bonaerense que entre 1964 y 1967 se convirtió en el epicentro de los músicos que le dieron un rostro al rock argentino. Decirle gracias por ingeniarse, quizá por accidente al escuchar los ruidos del local que frecuentaba, una invitación tan sencilla como la de encontrar mucha, muchísima, madera, para construir una balsa e irse a naufragar.
Claro, algunos se van por la fácil de creer que no es más que una apología a la drogadicción, más si saben la historia de Tanguito, porque piensan el rock, ese que él ayudó a impulsar en América del Sur, es solo para eso. Porque es más sencillo creer que la morada de la locura es esa. Porque es más fácil eso, que escuchar los gritos de una juventud cansada de la represión, de las normas arcaicas e inamovibles. Porque es “solo ruido”, como suelen sentirse las palabras de los que tienen “menos experiencia”.
Por mi parte, seguiré creyendo que sí es necesario perderse, de uno mismo y de todos, irse en una balsa -así tenga forma de bus o de libro-, que la libertad es una responsabilidad con uno mismo. Y, mientras busco cómo naufragar, seguiré admirando la terquedad de esos argentinos que, sin creer más que en su independencia, construyeron algo que los superó a ellos mismos. Y, mientras consigo madera y hallo otros caminos para perderme, seguiré escuchando a Tanguito.